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Mindhunter: Cazador de mentes
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Libro electrónico581 páginas8 horas

Mindhunter: Cazador de mentes

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Información de este libro electrónico

Es la historia, contada por él mismo, de John Douglas, el hombre que revolucionó las técnicas para estudiar las mentes de los criminales en serie. Durante veinticinco años como agente especial del FBI, Douglas contribuyó a resolver los casos más difíciles, con aciertos asombrosos, como el que le llevó a anticipar la personalidad de un asesino de niños en Atlanta, contradiciendo las opiniones de la mayoría. Este libro no es sólo el relato de su carrera, sino una escalofriante exploración de las mentes de los asesinos en serie, basada en sus interrogatorios a personajes como David Berkowitz, «el hijo de Sam»; Charles Manson; Edmund Kemper, que comenzó su carrera criminal a los catorce años; Thomas Vanda… Exploraciones que explican que Patricia Cornwell afirme: «Con Douglas entendemos por qué hay monstruos».
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Crítica
Fecha de lanzamiento9 ene 2018
ISBN9788417067816
Mindhunter: Cazador de mentes

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    Mindhunter - John Douglas

    Índice

    Portada

    Sinopsis

    Portadilla

    Dedicatoria

    Cita

    Nota de los autores

    Prólogo. Esto debe de ser el infierno

    1. En la mente del asesino

    2. Mi madre se llamaba Holmes

    3. Apuestas con gotas de lluvia

    4. Entre dos mundos

    5. ¿Ciencia del comportamiento o CC?

    6. El espectáculo sale de gira

    7. El corazón de las tinieblas

    8. El asesino tendrá un defecto del habla

    9. Ponerse en la piel del otro

    10. Todo el mundo tiene un punto débil

    11. Atlanta

    12. Uno de los nuestros

    13. El juego más peligroso

    14. ¿Quién mató a la típica chica americana?

    15. Hacer daño a nuestros seres queridos

    16. «Dios quiere que te unas a Shari Faye»

    17. Cualquiera puede ser una víctima

    18. La batalla de los loqueros

    19. A veces gana el dragón

    Láminas

    Notas

    Créditos

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    SINOPSIS

    Es la historia, contada por él mismo, de John Douglas, el hombre que revolucionó las técnicas para estudiar las mentes de los criminales en serie. Durante veinticinco años como agente especial del FBI, Douglas contribuyó a resolver los casos más difíciles, con aciertos asombrosos, como el que le llevó a anticipar la personalidad de un asesino de niños en Atlanta, contradiciendo las opiniones de la mayoría. Este libro no es sólo el relato de su carrera, sino una escalofriante exploración de las mentes de los asesinos en serie, basada en sus interrogatorios a personajes como David Berkowitz, «el hijo de Sam»; Charles Manson; Edmund Kemper, que comenzó su carrera criminal a los catorce años; Thomas Vanda… Exploraciones que explican que Patricia Cornwell afirme: «Con Douglas entendemos por qué hay monstruos».

    portadilla

    Para los hombres y mujeres

    de las Unidades de apoyo del FBI de ciencias del comportamiento

    y de investigación del FBI, de Quantico, Virginia, anteriores y actuales,

    y los colegas exploradores, compañeros de viaje.

    Las malas acciones,

    aunque toda la tierra las oculte,

    se descubren al fin a la vista humana.

    WILLIAM SHAKESPEARE, Hamlet

    Nota de los autores

    Este libro es producto de un trabajo en equipo, y no podría haberse escrito sin el tremendo talento y dedicación de cada miembro que lo conforma. Las directoras son nuestra editora, Lisa Drew, y nuestra coordinadora de proyecto y «productora ejecutiva» (además de ser la esposa de Mark), Carolyn Olshaker. Ambas compartieron desde el principio nuestra visión y nos proporcionaron la fuerza, la confianza, el amor y los buenos consejos que nos han nutrido para realizar el esfuerzo de llevarlo a cabo. Queremos expresar también nuestra más profunda gratitud y admiración a Ann Hennigan, nuestra excelente investigadora; Marysue Rucci, la competente, infatigable y siempre alegre asistente de Lisa; y a nuestro agente, Jay Acton, que fue el primero en reconocer el potencial de lo que queríamos hacer y convertirlo en una realidad.

    Nuestro especial agradecimiento para el padre de John, Jack Douglas, por todos sus recuerdos, por documentar con tanto esmero la carrera de su hijo y facilitarnos tanto el trabajo; y al padre de Mark, Bennett Olshaker, médico, por sus consejos y orientación en temas de medicina forense, psiquiatría y derecho. Ambos somos muy afortunados de tener las familias que tenemos, y su amor y generosidad siempre están con nosotros.

    Finalmente, queremos expresar nuestro aprecio, admiración y sincera gratitud a todos los colegas de John de la Academia del FBI en Quantico. Su carácter y colaboración hizo posible la carrera que recrea este libro, y por eso está dedicado a ellos.

    JOHN DOUGLAS y MARK OLSHAKER,

    Julio de 1995

    Prólogo

    Esto debe de ser el infierno

    «Esto debe de ser el infierno.»

    Era la única explicación lógica. Estaba atado y desnudo. El dolor era insoportable. Algún tipo de cuchilla me estaba lacerando los brazos y las piernas. Me habían penetrado por todos los orificios de mi cuerpo. Tenía una mordaza metida en la garganta que me estaba provocando asfixia. Me habían introducido objetos punzantes en el pene y el recto, sentía que me estaban partiendo por la mitad. Estaba empapado en sudor. Entonces me di cuenta de lo que estaba ocurriendo: me estaban torturando hasta la muerte todos los asesinos, violadores y pederastas a los que había encerrado a lo largo de mi carrera. Ahora era yo la víctima y no podía defenderme.

    Sabía cómo funcionaban esos tipos, lo había visto infinidad de veces. Sentían la necesidad de manipular y dominar a su presa. Querían poder decidir si su víctima debía vivir o no, o cómo moriría. Me mantendrían con vida mientras el cuerpo aguantara, me reanimarían cuando me desmayara o estuviera a punto de morir, siempre infligiendo el máximo dolor y sufrimiento posibles. Algunos podían continuar días así.

    Querían demostrarme que tenían el control absoluto, que me encontraba completamente a su merced. Cuanto más gritaba y suplicaba alivio, más alimentaba y fomentaba sus oscuras fantasías. Les encantaría que implorara por mi vida o sufriera una regresión y llamara a mi mamá o a mi papá.

    Era mi recompensa por seis años a la caza de los peores hombres sobre la faz de la Tierra.

    Tenía el corazón acelerado, estaba ardiendo. Sentí un horrible pinchazo cuando siguieron introduciendo el palo afilado en el pene. Todo mi cuerpo sufría convulsiones en la agonía.

    «Por favor, Señor, si aún estoy vivo, deja que muera rápido. Y si estoy muerto, líbrame deprisa de las torturas del infierno.»

    Entonces vi una intensa luz clara blanca, como la que ve la gente en el momento de morir. Esperaba ver a Cristo, o ángeles, o el demonio, también había oído eso. Pero lo único que veía era una clara luz blanca.

    Sin embargo, oí una voz de consuelo y apaciguamiento, el sonido más tranquilizador que había oído jamás.

    «John, no te preocupes. Estamos intentando que estés mejor.»

    Es lo último que recordé.

    —John, ¿me oyes? No te preocupes. Tranquilo, estás en el hospital. Estás muy enfermo, pero estamos intentando que mejores. —Eso me dijo la enfermera. No sabía si yo podía oírla o no, pero no paraba de repetirlo, con ternura, una y otra vez.

    Pese a que en ese momento no tenía ni idea, me encontraba en la unidad de cuidados intensivos del Swedish Hospital en Seattle, en coma, y me mantenían con vida de forma artificial. Tenía los brazos y las piernas sujetos con correas, y el cuerpo atravesado por tubos, mangueras y líneas intravenosas. No confiaban en que sobreviviera. Era principios de diciembre de 1983, y tenía treinta y ocho años.

    La historia empieza tres semanas antes, al otro lado del país. Estaba en Nueva York, hablando sobre perfiles de personalidades criminales ante un público de unos trescientos cincuenta miembros de la policía de Nueva York, la policía de tráfico y los departamentos de policía del condado de Nassau y Suffolk, en Long Island. Había dado esa conferencia cientos de veces y podía hacerlo con el piloto automático.

    De pronto, mi mente empezó a vagar. Era consciente de que aún estaba hablando, pero había empezado a notar un sudor frío y me preguntaba cómo demonios iba a manejar todos esos casos. Estaba terminando con el caso del asesino de niños Wayne Williams en Atlanta y los asesinatos raciales «del calibre 22» de Búfalo. Me habían incorporado en el caso del «Asesino del Sendero» en San Francisco. Estaba asesorando a Scotland Yard en la investigación del «Destripador de Yorkshire» en Inglaterra. Iba y volvía a Alaska para trabajar en el caso Robert Hansen, donde un panadero de Anchorage raptaba a prostitutas, las llevaba al bosque y las cazaba. Tenía un pirómano en serie que atacaba sinagogas en Hartford, Connecticut. Y tenía que volar a Seattle al cabo de dos semanas para asesorar al operativo de Green River en lo que se estaba convirtiendo en el mayor asesino en serie de la historia de Estados Unidos, que atacaba principalmente a prostitutas y gente que pasaba por el corredor entre Seattle y Tacoma.

    Durante los seis años anteriores había desarrollado un nuevo enfoque del análisis de crímenes, y era el único de la Unidad de Ciencia del Comportamiento que trabajaba en casos a jornada completa. Los demás miembros de la unidad eran principalmente profesores. Gestionaba unos ciento cincuenta casos activos a la vez sin ayuda, y me ausentaba del despacho de la Academia del FBI en Quantico, Virginia, unos ciento veinticinco días al año. La presión sobre la policía local por parte de la sociedad y las familias de las víctimas, hacia las que siempre sentía una enorme empatía, era tremenda. Intentaba establecer prioridades en la carga de trabajo, pero me llegaban nuevas solicitudes a diario. Mis auxiliares en Quantico solían decirme que era como un chapero: no sabía decir que no a mis clientes.

    Durante la conferencia en Nueva York seguí hablando de tipos de personalidades criminales, pero mi cabeza volvía a Seattle. Sabía que no todos en el operativo me querían allí, era habitual. Como en todos los casos importantes a los que me incorporaba para ofrecer un servicio nuevo que la mayoría de agentes y muchos funcionarios de oficina aún consideraban cercano a la brujería, sabía que tenía que «venderme». Debía sonar convincente sin parecer engreído o prepotente. Tenía que hacerles saber que pensaba que habían hecho un trabajo exhaustivo y profesional, y a la vez intentar convencer a los escépticos de que el FBI podía ser de ayuda. Tal vez lo más desalentador, a diferencia de un agente del FBI tradicional que trataba con «son los hechos, señora», mi trabajo implicaba enfrentarme a «opiniones». Vivía con la presión constante de que, si me equivocaba, podía desviar mucho una investigación y provocar la muerte de más personas. Además, perjudicaría el nuevo programa sobre perfiles de personalidad criminal y análisis de crímenes que intentaba sacar adelante.

    Luego estaban los viajes en sí. Había estado en Alaska en numerosas ocasiones, cruzando cuatro husos horarios, enlazando con un viaje aterrador cerca del agua para aterrizar a oscuras y prácticamente nada más llegar reunirme con la policía, volver al avión y regresar a Seattle.

    El ataque de ansiedad duró tal vez un minuto. No paraba de repetirme: «Eh, Douglas, reorganízate. Recupera el control». Lo logré. No creo que nadie en la sala notara que pasaba algo, pero yo tenía la sensación de que iba a ocurrirme algo trágico.

    No podía deshacerme de esa premonición, así que cuando regresé a Quantico fui a la oficina de personal y me hice un seguro de vida adicional y un seguro de protección de mis ingresos si quedaba impedido. No sé por qué lo hice exactamente, salvo por esa vaga pero potente sensación de miedo. Físicamente estaba agotado: hacía demasiado deporte y probablemente bebía más de lo que debía para aplacar el estrés. Me costaba dormir, y cuando conciliaba el sueño a menudo me despertaba el grito de alguien que necesitaba mi ayuda inmediata. Cuando volvía a dormir, intentaba forzarme a soñar con el caso con la esperanza de que el sueño me diera alguna pista sobre él. Visto ahora, es fácil ver lo que me iba a pasar, pero en ese momento no me parecía que pudiera hacer nada para evitarlo.

    Justo antes de salir hacia el aeropuerto algo me hizo parar en la escuela de primaria donde mi mujer, Pam, enseñaba a leer y escribir a alumnos con discapacidades, para contarle lo del seguro extra.

    —¿Por qué me lo cuentas? —me preguntó, muy preocupada. Yo notaba un dolor horrible en la sien derecha, y me dijo que tenía los ojos inyectados en sangre y la mirada extraña.

    —Solo quería que lo supieras todo antes de irme —contesté. En ese momento teníamos dos hijas pequeñas. Erika tenía ocho años y Lauren tres.

    Para el viaje a Seattle me llevé a dos nuevos agentes especiales, Blaine McIlwain y Ron Walker, para introducirlos en el caso. Llegamos a Seattle esa noche y nos registramos en el hotel Hilton del centro. Mientras deshacía la maleta me di cuenta de que solo llevaba un zapato negro. O no había metido el otro en el equipaje o lo había perdido por el camino. Iba a hacer una presentación en el departamento de policía del condado de King la mañana siguiente, y decidí que no podía hacerlo sin mis zapatos negros. Siempre me había gustado vestir bien, y la fatiga y el estrés hicieron que me obsesionara con llevar zapatos negros con el traje. Así que me adentré en las calles del centro y estuve dando vueltas hasta que encontré una zapatería abierta y volví al hotel, aún más agotado, con un buen par de zapatos negros.

    Al día siguiente por la mañana, un miércoles, hice la presentación ante la policía y un equipo que incluía a representantes del puerto de Seattle y dos psicólogos locales que ayudaban en la investigación. Todo el mundo estaba interesado en mi perfil del asesino, si podía haber más de un agresor, y qué tipo de individuo podía o podían ser. Intenté hacerles entender que en ese tipo de casos el perfil no era tan importante. Estaba bastante seguro de qué tipo de persona sería el asesino, pero también de que habría muchos hombres que encajarían en la descripción.

    Les dije que en ese continuo ciclo de asesinatos era más importante empezar a ser «proactivos» y utilizar los recursos de la policía y los medios para intentar atraer al tipo hacia una trampa. Por ejemplo, propuse que la policía iniciara una serie de reuniones comunitarias para «comentar» los crímenes. Tenía una certeza razonable de que el asesino aparecería en una o varias de esas reuniones. También pensaba que ayudaría a responder la pregunta de si nos enfrentábamos a más de un agresor. Otra estratagema que quería que probara la policía era anunciar en prensa que había testigos de uno de los raptos. Creía que eso haría que el asesino elaborara su propia «estrategia proactiva» y acabara explicando por qué podrían haberlo visto en las inmediaciones. De lo que más seguro estaba es de que, quienquiera que fuese el que estuviera detrás de esos asesinatos, no iba a quemarse.

    A continuación, asesoré al equipo sobre cómo interrogar a potenciales sospechosos, los que tenían ellos y la multitud de locos tristes que aparecían en un caso de alto calado. McIlwain, Walker y yo nos pasamos el resto del día de ruta por los lugares donde habían aparecido los cadáveres, y para cuando llegué al hotel aquella tarde estaba para el arrastre.

    Tomando unas copas en el bar del hotel, donde intentábamos relajarnos del día, les dije a Blaine y Ron que no me encontraba bien. Aún me dolía la cabeza, aunque podía ser cosa del resfriado, y les pedí que me sustituyeran al día siguiente con la policía. Pensé que me encontraría mejor si pasaba la jornada en cama, así que cuando les di las buenas noches puse el cartel de «No molestar» en la puerta y les dije a mis dos asistentes que me reuniría con ellos el viernes por la mañana.

    Solo recuerdo encontrarme fatal, sentarme en el borde de la cama y empezar a desvestirme. Mis dos compañeros volvieron al juzgado del condado de King el jueves para seguir con las estrategias que yo había esbozado el día anterior. Como les pedí, me dejaron tranquilo todo el día para intentar superar el resfriado durmiendo.

    Al ver que no aparecía a desayunar el viernes por la mañana, empezaron a preocuparse. Llamaron a mi habitación, pero no contesté. Fueron a la habitación y llamaron a la puerta. Nada.

    Alarmados, bajaron a recepción y pidieron una llave. Subieron, abrieron la puerta y la cadena de seguridad estaba puesta. Oyeron un leve gemido dentro de la estancia.

    Le dieron una patada a la puerta e irrumpieron en la habitación. Me encontraron en el suelo en lo que describieron como una postura «de rana», medio vestido, en apariencia intentando llegar al teléfono. El lado izquierdo del cuerpo sufría convulsiones, y Blaine dijo que estaba «ardiendo».

    El hotel llamó al Swedish Hospital, que envió una ambulancia en el acto. Entre tanto, Blaine y Ron estuvieron al teléfono con el servicio de emergencias, dándoles mis constantes vitales. La temperatura era de 42 grados, y el pulso de 220. Tenía el lado izquierdo paralizado, y en la ambulancia seguía sufriendo ataques. En el informe médico se dice que tenía «ojos de muñeco»: abiertos, fijos y desenfocados.

    En cuanto llegamos al hospital me envolvieron en hielo y empezaron a darme grandes dosis intravenosas de fenobarbital en un intento de controlar los ataques. El médico les dijo a Blaine y Ron que prácticamente podría dormir a la ciudad de Seattle entera con lo que me estaban dando.

    También informó a los dos agentes de que, pese a los esfuerzos de todos los implicados, probablemente moriría. Un TAC demostró que el lado derecho del cerebro se había rasgado y había sufrido una hemorragia por la fiebre alta.

    —En pocas palabras —les dijo el médico—, se le ha frito el cerebro.

    Era el 2 de diciembre de 1983. Mi nuevo seguro había entrado en vigor el día antes.

    Mi jefe de unidad, Roger Depue, fue en persona a la escuela de Pam para darle la noticia. Luego ella y mi padre, Jack, volaron a Seattle para estar conmigo y dejaron a las niñas con mi madre, Dolores. Dos agentes de la sede de Seattle del FBI, Rick Mathers y John Biner, los recogieron en el aeropuerto y los llevaron directamente al hospital. Entonces supieron la gravedad del caso. Los médicos intentaron preparar a Pam para mi muerte y le dijeron que, aunque sobreviviera, probablemente quedaría ciego y en estado vegetativo. Ella, como católica, llamó a un cura para que me diera la extremaunción, pero cuando supo que yo era presbiteriano se negó a hacerlo. Así que Blaine y Ron lo echaron y buscaron a otro cura con menos remilgos. Le pidieron que viniera a rezar por mí.

    Estuve toda la semana en coma, entre la vida y la muerte. Las normas de la unidad de cuidados intensivos solo permitían visitas de familiares, así que mis colegas de Quantico y Rick Mathers y los demás de la sede de Seattle se convirtieron de pronto en familiares cercanos. «Tienen una familia muy grande», le comentó una enfermera a Pam con ironía.

    En cierto sentido, la idea de «gran familia» no era del todo una broma. En Quantico, varios colegas, liderados por Bill Hagmaier, de la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y Tom Columbell, de la Academia Nacional, hicieron una recolecta para que Pam y mi padre se pudieran quedar en Seattle conmigo. En poco tiempo consiguieron donaciones de agentes de policía de todo el país. Al mismo tiempo, se hicieron los preparativos para trasladar mi cuerpo a Virginia y enterrarlo en el cementerio militar de Quantico.

    Hacia finales de la primera semana, Pam, mi padre, los agentes y el cura formaron un círculo alrededor de mi cama cogidos de las manos, tomaron las mías y rezaron por mí. Aquella noche salí del coma.

    Recuerdo sorprenderme de ver a Pam y a mi padre, y sentirme confuso sobre dónde estaba. Al principio no podía hablar, tenía el lado izquierdo de la cara caído y aún tenía una parálisis extendida en el lado izquierdo. Cuando recuperé el habla, al principio era poco clara. Al cabo de un tiempo pude mover la pierna, y poco a poco fui recuperando más movilidad. Me dolía la garganta por el tubo de la respiración artificial. Cambiaron del fenobarbital al Dilantin para controlar los ataques. Después de todas las pruebas, ecografías y punciones lumbares, finalmente nos dieron un diagnóstico clínico: encefalitis viral provocada o complicada por el estrés y mi estado general, debilitado y vulnerable. Tenía suerte de seguir con vida.

    La recuperación fue dolorosa y desalentadora. Tuve que aprender a caminar de nuevo. Tenía problemas de memoria. Para ayudarme a recordar el nombre del médico de cabecera, Siegal,* Pam me trajo una figurilla de una gaviota hecha con conchas sobre una base de corcho. La siguiente vez que me visitó el médico para hacer una revisión de mi estado mental y me preguntó si recordaba cómo se llamaba, le dije:

    —Claro, doctor Gaviota.

    Pese al maravilloso apoyo que estaba recibiendo, sentía una frustración enorme con la rehabilitación. Nunca fui persona de estar sentado sin hacer nada o tomarme las cosas con calma. El director del FBI, William Webster, me llamó para animarme. Le dije que no me veía capaz de volver a disparar jamás.

    —No te preocupes por eso, John —contestó el director—. Te queremos por tu mente—. No le dije que me temía que tampoco me quedaba mucha cabeza.

    Finalmente salí del Swedish Hospital y llegué a casa dos días antes de Navidad. Antes de irme regalé al personal de emergencias y de la UCI unas placas conmemorativas que expresaban mi profundo agradecimiento por todo lo que habían hecho para salvarme la vida.

    Roger Depue nos recogió en el aeropuerto de Dulles y nos llevó a casa en Fredericksburg, donde nos esperaban una bandera estadounidense y una enorme pancarta que decía: «Bienvenido a casa, John». Había bajado de 88 kilos a 72. Mis hijas, Erika y Lauren, estaban tan impresionadas con mi aspecto y el hecho de que fuera en silla de ruedas que durante mucho tiempo después tenían miedo cada vez que me iba de viaje.

    La Navidad fue bastante melancólica. No vi a muchos amigos, solo a Ron Walker, Blaine McIlwain, Bill Hagmaier y otro agente de Quantico, Jim Horn. Ya no iba en silla de ruedas, pero aún me movía con dificultad. Me costaba seguir una conversación. Lloraba con facilidad y no podía fiarme de mi memoria. Cuando Pam o mi padre me llevaban por Fredericksburg me fijaba en un edificio concreto y no sabía si era nuevo. Me sentía como si hubiera sufrido un derrame cerebral y me preguntaba si podría volver a trabajar.

    También estaba molesto con la Agencia por lo que me habían hecho pasar. En febrero del año anterior había hablado con un director adjunto, Jim McKenzie. Le dije que no podía seguir el ritmo y le pedí que me consiguiera gente que me ayudara.

    McKenzie fue empático pero realista.

    —Ya conoces esta organización —me dijo—. Tienes que hacer algo hasta caerte antes de que nadie lo reconozca.

    Además de sentir que no me estaban ayudando, tampoco me sentía valorado. Al contrario, de hecho. El año anterior, tras dejarme el pellejo en el caso de «los asesinos de niños» de Atlanta, la Agencia me censuró oficialmente por un artículo aparecido en un periódico de Newport News, Virginia, justo después de que detuvieran a Wayne Williams. El periodista me preguntó qué pensaba de Williams como sospechoso, y contesté que parecía «un buen sospechoso» y que, si salía bien, probablemente sería bueno para como mínimo varios casos.

    Aunque el FBI me había pedido que hiciera la entrevista, dijeron que hablaba de forma inadecuada sobre un caso abierto. Según ellos, me avisaron antes de hacer una entrevista en la revista People unos meses antes. Típico de la burocracia gubernamental. Me hicieron dar explicaciones ante la Oficina de Responsabilidad Profesional en la sede central de Washington, y tras seis meses de baile burocrático, recibí una carta de reprobación. Más tarde, me llegó una carta de recomendación por el caso. Esta vez era el reconocimiento de la dirección por ayudar a acabar con lo que la prensa llamaba «el crimen del siglo».

    Gran parte de lo que hace un agente de la ley es difícil de compartir con cualquiera, incluso una esposa. Cuando uno se pasa el día observando cuerpos muertos y mutilados, sobre todo si son niños, no quieres llevártelo a casa. No puedes sentarte a cenar y decir: «Hoy he tenido un crimen pasional fascinante. Dejadme que os lo cuente». Por eso se ven a menudo policías atraídos por enfermeras y al revés: gente que puede contarse de algún modo su trabajo.

    Aun así, a menudo, cuando estaba en el parque o en el bosque con mis hijas pequeñas, por ejemplo, veía algo y me decía: «Es igual que la escena de tal y tal, donde encontramos al niño de ocho años». Del mismo modo que temía por su seguridad viendo lo que veía, también me costaba implicarme en los arañazos y heridas de la infancia, pequeños pero importantes. Cuando llegaba a casa y Pam me decía que una de las niñas se había caído de la bicicleta y necesitaba puntos, me venía a la cabeza la autopsia de algún niño de su edad y pensaba en todos los puntos que le había dado el médico con el fin de cerrar las heridas para el entierro.

    Pam tenía su propio círculo de amigos, implicados en la política local, que no me interesaba en absoluto. Además, debido a mi agenda de viajes, asumió la mayor parte de la responsabilidad de educar a las niñas, pagar las facturas y llevar la casa. Era uno de los muchos problemas que tenía nuestro matrimonio, y sé que por lo menos nuestra hija mayor, Erika, notaba la tensión.

    No lograba desprenderme de mi resentimiento hacia la dirección de la organización por haberlo permitido. Pasado un mes de mi regreso a casa, estaba quemando hojas en el patio trasero. Entré por impulso, recogí todas las copias de los perfiles que tenía en casa, todos los artículos que había escrito, los saqué y los arrojé al fuego. Fue como una catarsis el deshacerme de todo eso.

    Unas semanas después, cuando pude conducir de nuevo, fui al cementerio nacional de Quantico a ver dónde me habrían enterrado. Las tumbas están ordenadas por la fecha de defunción, así que si hubiera muerto el 1 o 2 de diciembre me habrían dado un lugar terrible. Estaba cerca de una chica joven que había muerto apuñalada cerca de su casa mientras volvía en coche. Había trabajado en el caso y el asesinato seguía sin resolver. Mientras estaba allí, cavilando, recordé cuántas veces había aconsejado a la policía que vigilaran las tumbas cuando creía que el asesino podía visitarlas, y lo irónico que sería si estuvieran vigilando y me llevaran como sospechoso.

    Cuatro meses después de mi ataque en Seattle, aún estaba de baja. Tenía coágulos de sangre en las piernas y los pulmones por la enfermedad y tanto tiempo en cama, y todavía me sentía como si cada día fuera una lucha. Aún no sabía si sería físicamente capaz de volver a trabajar, ni si tendría la confianza para hacerlo aunque pudiera. Entre tanto, Roy Hazelwood, de la parte formativa de la Unidad de Ciencia del Comportamiento, estaba doblando turno y había asumido la carga de gestionar mis casos pendientes.

    Mi primera visita a Quantico fue en abril de 1984, para dirigir un grupo interno de unos cincuenta elaboradores de perfiles de las sedes del FBI. Entré en el aula en zapatillas porque aún tenía los pies hinchados por los coágulos de sangre, y me ovacionaron de pie agentes de todo el país. Fue una reacción espontánea y genuina de la gente que entendía mejor que nadie lo que hacía y lo que intentaba instaurar en la dirección. Por primera vez en muchos meses, me sentí querido y apreciado. Así que me sentí como si volviera a casa.

    Un mes después estaba trabajando de nuevo a jornada completa.

    1

    En la mente del asesino

    «Ponte en el lugar del cazador.»

    Eso es lo que tengo que hacer. Pensar en esas películas sobre la naturaleza: un león del Serengueti en África que ve una enorme manada de antílopes en un abrevadero. Lo vemos en sus ojos, el león se centra en un animal concreto de entre esos miles de ejemplares. Se ha entrenado para percibir la debilidad, la vulnerabilidad, algo distinto en un antílope de la manada que lo convierte en la víctima más probable.

    Lo mismo ocurre con determinadas personas. Yo soy una de ellas, todos los días salgo a cazar en busca de mi presa, a la búsqueda de mi víctima de oportunidad. Imaginemos que estoy en un centro comercial donde hay miles de personas. Entro en la sala de videojuegos y, mientras observo a los cincuenta niños que están jugando, tengo que ser cazador, elaborar perfiles y ser capaz de detectar a esa presa potencial. Debo imaginar cuál de esos cincuenta niños es el vulnerable, cuál es la víctima más asequible. Tengo que observar cómo va vestido el niño. Debo entrenarme para detectar las claves no verbales que exhibe el chico. Y todo eso en una fracción de segundo, así que necesito ser muy, muy bueno. Una vez lo he decidido, una vez he hecho mi movimiento, tengo que saber cómo voy a sacar a ese niño del centro comercial con sigilo y sin montar alboroto ni levantar sospechas cuando sus padres están probablemente dos plantas más abajo. No puedo permitirme errores.

    Lo que hace funcionar a esos tipos es la adrenalina de la caza. Si pudiéramos leer una respuesta galvánica de la piel de uno de ellos cuando se centra en su potencial víctima, creo que la reacción sería la misma que la de un león en plena naturaleza. No importa si se trata de los que cazan niños, chicas jóvenes, ancianos, prostitutas o cualquier otro grupo definido, o de los que no parecen tener preferencias concretas. En cierto sentido, todos son iguales.

    Sin embargo, son sus diferencias y las pistas que conducen a sus personalidades individuales lo que nos ha llevado a una nueva arma en la interpretación de determinados tipos de crímenes violentos, y a la caza, detención y juicio de sus autores. Durante la mayor parte de mi carrera profesional he sido agente especial del FBI y he intentado desarrollar esa arma, y de eso trata este libro. En todos los crímenes horribles desde los inicios de la civilización, siempre está esa pregunta mordaz y fundamental: ¿qué tipo de persona puede haber hecho algo así? El tipo de perfiles y de análisis de la escena del crimen que realizamos en la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI ayuda a contestar esa pregunta.

    El comportamiento refleja la personalidad.

    No siempre es fácil, y nunca es agradable, ponerse en la piel de esa gente, o dentro de su mente. Pero eso es lo que mi gente y yo tenemos que hacer. Debemos intentar sentir cómo era en cada caso. Todo lo que vemos en una escena del crimen nos dice algo de ese sujeto desconocido que cometió el homicidio. Gracias al estudio de la mayor cantidad de crímenes posible y a nuestras conversaciones con los expertos (los autores de los crímenes), hemos aprendido a interpretar esas claves de forma parecida a como un médico evalúa varios síntomas para diagnosticar una enfermedad o dolencia en concreto. Igual que un médico puede empezar a hacer un diagnóstico tras evaluar varios aspectos de la presentación de una enfermedad que ha visto antes, nosotros podemos extraer diversas conclusiones cuando vemos que empiezan a aparecer patrones.

    Una vez, a principios de la década de 1980, cuando entrevistaba a asesinos presos para nuestro estudio en profundidad, estaba sentado en un círculo de agresores violentos en la antigua cárcel gótica de piedra de Maryland, en Baltimore. Cada hombre era un caso interesante a su manera (un asesino de un policía, otro de un niño, camellos y asesinos a sueldo), pero me interesaba mucho entrevistar a un violador asesino sobre su modus operandi, así que pregunté a otros presos si conocían a alguno en la cárcel con quien pudiera hablar.

    —Sí, está Charlie Davis —dijo uno de los internos, pero el resto coincidió en que no creían que fuera a hablar con un policía federal. Alguien lo fue a buscar al patio de la cárcel. Para sorpresa de todos, Davis se unió al grupo, probablemente por curiosidad, aburrimiento o cualquier otra razón. Algo que habíamos comprobado en el estudio era que los presos tienen mucho tiempo y poco que hacer.

    Normalmente, cuando realizamos entrevistas en prisión, y ha sido así desde el principio, intentamos saber todo lo posible del sujeto por adelantado. Estudiamos los expedientes policiales y las fotografías de la escena del crimen, actas de autopsias, transcripciones de juicios: cualquier cosa que pueda arrojar luz sobre los motivos o la personalidad. También es la manera más segura de garantizar que el sujeto no está jugando contigo y te habla con sinceridad. Era evidente que en este caso no me había preparado, así que lo admití e intenté sacar provecho de ello.

    Davis era un tipo enorme, descomunal, de unos dos metros, treinta y pico años, recién afeitado y bien peinado. Empecé diciendo:

    —Estoy en desventaja, Charlie. No sé qué hiciste.

    —Maté a cinco personas —contestó.

    Le pedí que me describiera los escenarios del crimen y lo que hizo a sus víctimas. Resultó que Davis era conductor de ambulancias a tiempo parcial. Así que estranguló a la mujer, dejó su cadáver en la cuneta en su zona de conducción, hizo una llamada anónima, contestó a la llamada y recogió el cuerpo. Cuando puso a la víctima en la camilla nadie sabía que el asesino estaba entre ellos. Este grado de control y orquestación era lo que realmente lo excitaba y le proporcionaba la mayor adrenalina. Cualquier cosa que pudiera aprender sobre la técnica siempre sería de un valor extremo.

    El estrangulamiento me decía que era un asesino impulsivo cuya principal idea en mente era la violación.

    Le dije:

    —Eres un auténtico policía aficionado. Te encantaría ser policía, estar en una posición de poder en vez de tener un trabajo menor por debajo de tus posibilidades.

    Se echó a reír y me dijo que su padre había sido teniente de la policía.

    Le pedí que me explicara su modus operandi: seguía a una mujer atractiva, la veía entrar en el aparcamiento de un restaurante, por ejemplo. Gracias a los contactos de su padre en la policía, había podido comprobar la matrícula del coche. Luego, cuando tenía el nombre de la propietaria, llamaba al restaurante para decir que se había dejado las luces encendidas. Cuando salía, la raptaba, la empujaba dentro de su coche o el de ella, la esposaba y se iba.

    Describió cada uno de los cincos asesinatos en orden, casi como si los estuviera evocando. Cuando llegó al último, mencionó que la cubrió en el asiento delantero del coche, un detalle que recordaba por primera vez.

    En ese momento de la conversación, llevé las cosas más allá.

    —Charlie, déjame decirte algo de ti: tuviste problemas de relaciones con las mujeres. Tenías problemas económicos cuando cometiste tu primer asesinato. Tenías casi treinta años y sabías que tus capacidades estaban muy por encima de tu trabajo, así que todo en tu vida era frustrante y estaba fuera de control.

    Él se limitaba a asentir. De momento, bien. No había hecho ninguna predicción o deducción demasiado dura.

    —Bebías mucho —continué—. Debías dinero. Te peleabas con la mujer con la que convivías. [No me había dicho que viviera con nadie, pero estaba bastante seguro.] De noche, cuando todo empeoraba, salías a cazar. No lo pagabas con tu novia, así que tenías que desahogarte con alguien más.

    Vi que el lenguaje corporal de Davis cambiaba, se abría. Así que, con la escasa información que tenía, continué:

    —Pero la última víctima fue un asesinato mucho más suave. Era distinta de las demás. La dejaste volver a vestirse después de violarla. Le tapaste la cabeza. No lo hiciste con las cuatro anteriores. A diferencia de las demás, no te sentías bien con esta.

    Cuando empiezan a escuchar con atención, sabes que has encontrado algo. Lo aprendí en las entrevistas en prisión y lo utilicé una y otra vez en interrogatorios. Vi que contaba con toda su atención.

    —Te contó algo que te hizo sentir mal matándola, pero la mataste igualmente.

    De pronto se puso rojo como un tomate. Parecía en estado de trance; lo vi en su mente, había vuelto al escenario del crimen. Vacilante, me contó que la mujer le dijo que su marido tenía graves problemas de salud y estaba preocupada por él, que estaba enfermo y tal vez muriéndose. Podía ser un farol, o no, no tengo manera de saberlo. Pero era evidente que había afectado a Davis.

    —Pero yo no me había tapado, ella sabía quién era, así que tuve que matarla.

    Hice una breve pausa y dije:

    —Te llevaste algo suyo, ¿verdad?

    Él asintió de nuevo y admitió que buscó en su cartera. Sacó una fotografía de ella con su marido y su hijo en Navidad y se la guardó.

    No conocía de nada a ese tipo, pero empezaba a formarme una imagen sólida de él, así que proseguí:

    —Fuiste a su tumba, Charlie, ¿verdad?

    Se sonrojó, lo que también me confirmó que seguía lo que la prensa decía del caso, así que supo dónde estaba enterrada su víctima.

    —Fuiste porque no te sentías bien con ese asesinato en concreto. Llevaste algo al cementerio y lo dejaste sobre la tumba.

    Los demás presos guardaban silencio absoluto, escuchaban extasiados. Nunca habían visto a Davis así. Repetí:

    —Llevaste algo a la tumba. ¿Qué llevaste, Charlie? Llevaste la fotografía, ¿verdad?

    Asintió y agachó la cabeza.

    No fue brujería ni sacarse un conejo de la chistera como les pareció a los demás presos. Naturalmente, estaba deduciendo, pero las deducciones se basaban en un gran bagaje, la investigación y la experiencia que mis ayudantes y yo habíamos acumulado y seguíamos acumulando. Por ejemplo, habíamos aprendido que el viejo tópico de los asesinos que visitaban las tumbas de sus víctimas a menudo era cierto, pero no necesariamente por los motivos que pensábamos en un principio.

    El comportamiento refleja la personalidad.

    Uno de los motivos de que nuestro trabajo sea necesario tiene que ver con la naturaleza cambiante del crimen violento en sí. Todos conocemos los asesinatos relacionados con la droga que inundaban la mayoría de nuestras ciudades y los crímenes con pistola que se habían convertido en un hecho diario, además de en una desgracia nacional. Sin embargo, la mayoría de crímenes, sobre todo los más violentos, ocurrían entre personas que se conocían de alguna manera.

    Ya no es tan frecuente. En la década de 1960, la tasa de resolución de homicidios en Estados Unidos estaba muy por encima del noventa por ciento. Eso tampoco es así ya. Ahora, pese a los impresionantes avances en ciencia y tecnología y la llegada de la era informática, pese a que hay muchos más agentes de policía con recursos y formación mucho mejores y más sofisticados, la tasa de asesinatos ha aumentado y la tasa de resoluciones se ha reducido. Cada vez más crímenes son obra de o se cometen contra «desconocidos», y en muchos casos no tenemos una motivación con la que trabajar, por lo menos no una motivación evidente o «lógica».

    Tradicionalmente, la mayoría de asesinatos y crímenes violentos eran relativamente fáciles de entender para los agentes de la ley. Eran producto de manifestaciones muy exageradas de sentimientos que todos experimentamos: rabia, avaricia, celos, beneficio, venganza. En cuanto se abordaba el problema emocional, el crimen o la serie de crímenes se terminaban. Alguien moría, pero eso era todo y por lo general la policía sabía a quién y qué estaba buscando.

    Sin embargo, durante los últimos años ha salido a la luz un nuevo tipo de criminal violento: el criminal en serie, que a menudo no para hasta que lo detienen o matan, que aprende con la experiencia y tiende a mejorar en lo que hace y perfeccionar constantemente su escenario de un crimen al siguiente. Digo «ha salido a la luz» porque, hasta cierto punto, probablemente siempre estuvo entre nosotros, mucho antes del Londres de 1880 y Jack el Destripador, que suele considerarse el primer asesino en serie moderno. Y digo que es un hombre porque, por razones que detallaremos más adelante, prácticamente todos los asesinos en serie son hombres.

    De hecho, el asesino en serie puede ser un fenómeno mucho más antiguo de lo que creemos. Las historias y leyendas que nos han llegado sobre brujas, hombres lobo y vampiros podrían ser maneras de explicar salvajadas tan horribles por que nadie en las ciudades pequeñas de Europa y Estados Unidos podía comprender las perversidades que hoy en día damos por hechas. Los monstruos tenían que ser criaturas sobrenaturales. No podían ser como nosotros.

    Los asesinos en serie y los violadores solían ser los más desconcertantes, personalmente perturbadores y los más difíciles de atrapar de todos los criminales violentos. En parte es porque sus motivaciones dependen de factores mucho más complejos que los básicos que acabo de enumerar. Eso, a su vez, hace que sus patrones sean más confusos y los distancie de otros sentimientos normales como la compasión, la culpa o el remordimiento.

    A veces, la única manera de atraparlos es aprender a pensar como ellos.

    Para que nadie piense que estoy desvelando secretos bien guardados de investigaciones que puedan servir de manual de instrucciones para futuros agresores, os tranquilizaré en este tema. Lo que voy a contar es cómo desarrollamos el enfoque de comportamiento en la elaboración de perfiles de personalidades criminales, análisis de crímenes y estrategia del fiscal, pero no podría convertirlo en un manual de instrucciones aunque quisiera. En primer lugar, tardamos dos años en formar a agentes con experiencia y grandes méritos seleccionados para

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