Un reino de cálidas tinieblas
Por Ian Rhodes
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Información de este libro electrónico
Un fantasy vertiginoso para fans de Jennifer L. Armentrout, Sarah J. Maas y Rebecca Yarros.
UN REINO DE LA LUZ Y UN REINO DE LAS TINIEBLAS.
UNA AMENAZA.
Y SECRETOS QUE AL RELEVARSE CIMBRARÁN MÁS DE UNA CORONA.
En Luminia —el reino en las nubes—, los serafines se dedican a mantener las sombras a raya. Son los hijos de la luna, armados en sus propias alas con dagas de fuego para disipar los peligros. Luisa, Lavinia y Neven son las tres hermanas sucesoras al trono, pero desconfían de su padre y su tétrico sistema. Sumidas bajo su férrea voluntad, siguen un camino incierto.
Es ahí cuando una de ellas es presa de una profecía. Al ser su receptora, el reino pende de sus próximos pasos. La orden es expresa: asesinar a su padre. Tomar el poder. Vencer las tinieblas. Sin embargo, las intrigas aparecerán en una trampa funesta.
Con su destino cambiado para siempre, las hermanas Nunhem deberán decidir en quién confiar y qué alianzas formar para eludir la maldición.
Entre un rey implacable, tres misteriosos hermanos que han despertado de un letargo —y se hacen llamar Inquisidores— y poderes milenarios, ¿quién caerá y quién se alzará?
UN EMOCIONANTE INICIO DE DUOLOGÍA QUE TE CAPTURARÁ CON SUS PASIONES, ALIANZAS Y TRAICIONES. UN REINO DE CÁLIDAS TINIEBLAS ES UN DEBUT MÁGICO, EMBRIAGADOR E HIPNÓTICO CON UNOS PERSONAJES REBOSANTES DE AMBICIÓN Y TENACIDAD. QUE LA LUZ Y LAS TINIEBLAS TE ACOMPAÑEN.
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Un reino de cálidas tinieblas - Ian Rhodes
UN REINO DE CÁLIDAS TINIEBLAS
IAN RHODES
Copyright 2023 © Ian Rhodes.
Todos los derechos reservados.
Ilustración de portada: wolfnoom
ISBN: 9798857039939
Sello: Independently published
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.
Para adquisición de derechos, favor de dirigirse a: ianrhodes1997@outlook.com
Para mi hermana, por esas oscuridades que hemos cruzado
1
Parecía un mal tiempo para las decisiones drásticas. Los habitantes de Luminia podían estar de acuerdo en una cosa: Luminia no contaba con un cielo. O no con uno normal, al menos. Era tan solo un reflejo. Porque el cielo era perteneciente a las tierras inferiores, y lo que les tocaba a ellos, a la orden seráfica, era el resplandor de ese mar de vapor inquietante en su extensión y en los horrores que albergaba. En ese día en particular, a Luisa Nunhem los horrores le importaban en lo más mínimo. Lo realmente inquietante residía en los melancólicos tonos borrascosos de la cúpula casi metálica sobre su cabeza. Prometía lluvia, confinamiento y quizá un encuentro no deseado en el palacio.
Las tres cosas que menos necesitaba.
—Luisa viendo más de un minuto hacia la ventana no es una buena señal —exclamó Neven, su hermana, a su espalda. «Neven, cuándo no», pensó la interpelada. Al menos era ella y no la causa de su ensimismamiento.
—Y tú oliendo a azufre a estas horas de la mañana, menos —respondió, ya acostumbrada a las maniobras de su hermana menor, a su ingenio incontrolable y su atracción irrefrenable por las llamas, los metales y los inventos exóticos que en más de una ocasión le habían pasado factura a sus cejas.
—Lo normal.
—Claro. Ahora que estás con Henry, esas horas de laboratorio se han extendido. ¿O me equivoco?
Henry, claro. Ahí estaba el detonante. Un serafín adiestrado en la Armería y la mano derecha del ejército seráfico que conquistó a Neven en el primer segundo en que puso pie en el castillo. «Fueron sus ojos. En ellos pude hallar mi fuego favorito», aseguró ella en una ocasión. Henry se vio flechado justamente por eso; cuando todas las personas veían su defecto —una prótesis de su mano derecha a raíz de un enfrentamiento con una sombra en las Tierras Bajías—, Neven veía algo más: refugio, complicidad y calor. Mientras él se adaptaba a los duros días después de su accidente, ella lo reclutó para que fuera su asistente. Y ¿cómo podía decirle que no a una de las hijas del rey? Fue ahí, entre mecheros, flechas, matraces y combustible de circonita donde todo surgió. Casi como un experimento fortuito.
—Sí, Lu, porque mi compañero es un formidable catalizador de mi creatividad.
—Me alegro de escucharlo.
Neven se retiró, por fortuna, sin apreciar el tono apesadumbrado de su hermana. El mar de vapor en toda su extensión daba la sospecha de que le estaba advirtiendo algo. Algo inhóspito y cruel. Luisa no tenía más ánimos de convivir con su desasosiego.
¿Qué habían hecho mal ella y Adam para terminar así? Para terminar sin terminar. El mismo sentimiento de confusión de ese mar de nubes se había expandido entre ellos. «Hay algo maligno entre nosotros. Tengo la certeza de que nunca podré adivinar qué es». Ni siquiera hicieron el intento de averiguarlo, en realidad. Tan solo dejaron que el silencio y la distancia los cubriera como una neblina hasta hacerlos invisibles en los panoramas de ambos. Porque la realidad podría ser monstruosa.
Las sospechas podrían confirmarse, y era mejor ser engullidos por el olvido que por la oscuridad.
El amor manchado por las sombras era casi un maleficio para su naturaleza.
Pero tan solo estaban en el inicio.
Las reglas para un serafín eran demasiado claras.
En primer lugar, y sobre la que giraba toda la moral del reino, era que los delitos y las transgresiones afectaban directamente a la economía de toda una familia. Cada una tenía su moneda, en ese sentido. Cada acto podía hundir a sus miembros hasta la miseria más absoluta. Hasta convertirlos en lo que ellos llamaban enterrados, es decir, serafines que por sobrevivir habían vendido sus dagas alíferas y eran exiliados a las Tierras Bajías lejos de la misión primigenia de su creación.
En segundo lugar, las reglas de su naturaleza dictaban que no era aconsejable sobreexplotar el poder de las dagas alíferas. Cada serafín tenía un arsenal en sus alas —un armamento más que eficaz en sus combates—, del cual podía disponer con mesura hasta en las situaciones más desesperadas. Pero cuando se utilizaban con fines de una magia oscura o caprichosa, el cuerpo mostraba como respuesta una regeneración nula. Para Kanio, el rey, esos sujetos eran instantáneamente removidos de sus tierras. Sin el poder inherente de su sangre, sin instrumentos de lucha, Luminia era una tierra prohibida.
En los Acantilados de Normern, ambas transgresiones cometidas por una misma persona estaban a punto de castigarse.
Se trataba de Lambert, uno de los amigos de la infancia de Luisa. No solo había agotado sus dagas alíferas, sino que fue encontrado culpable de desollar con sus armas —las últimas, quizás— a un serafín imposible de identificar hasta el momento. Un navío aleteaba sus alas de plata listo para descender. Solo faltaban las últimas palabras de Kanio, escoltado por sus tres hijas, tres arqueros, un lancero y Adam, quien contaba como un elemento de su guardia personal.
Luisa no podía dar crédito a lo que estaba pasando. El escenario era por demás desgarrador: la espalda desnuda de Lambert con una «V» remarcada en sangre fresca, su piel amoratada y sus ojos hundidos como cuevas. Y detrás de él el cielo abierto, hambriento, con toda la inclemencia de las fieras casi gritando para que lo bajaran. «Está solo en su indefensión», pensó.
—Juro que yo no he hecho nada —declaró con un ápice de voz—. Fueron los mercenarios quienes me mutilaron. Tienen que creerme.
Ese «Tienen que creerme» iba dirigido a una sola persona. A Luisa. Su última esperanza. Pero ella no podía hacer nada. No contra la dictaminación implacable de su padre.
—Tienes que ser fuerte —le aconsejó Adam cerca de su oreja.
¿Eso sería todo? ¿Ser fuerte ante la crueldad? ¿Asimilarla como se traga un veneno dulce, sin más? Eso no era lo que diría el Adam del que se enamoró. No era nada parecido a lo que ese Adam diría. Sin embargo, lo hizo. Y lo hizo con una resignación que le heló la sangre.
—Creo que en este día nos ahorraremos el combustible y tú, Lambert, te ahorrarás el mareo —declaró Kanio. Acto seguido, con un sigilo tal que nadie pudo ni parpadear, dio una patada al condenado y este se desplomó en el acto, con un alarido que rompería a las nubes en un millón de trizas oscuras. Se desplomó, certero e impotente, con sus ojos dirigiendo una última súplica a quien sea que pudiera recibirla; su cuerpo todo un aspavientos inútil en dirección a un destino implacable.
Luisa, Neven y Lavinia le dieron la espalda al mar espeso de nubes, las tres compartiendo la misma convulsión visceral mezclada con la lástima y la impotencia.
Luisa Nunhem sabía lo que ocurriría a continuación.
El Banco Seráfico reduciría a nada el valor de la moneda de la familia de Lambert. No se conformaban con el asesinato de ese serafín, sino que todavía buscarían orillarlos a la ruina económica.
Así era la justicia en Luminia.
Así había sido por todos los ciclos.
Por eso era tan sencillo mantener la bondad. Porque si mantenías la bondad, te mantenías con vida. Iban de la mano. No existía otra alternativa.
Luisa lo sabía. Y también sabía lo que tenía que hacer enseguida.
Alistó una provisión completa de víveres. Tenía en su conocimiento que Lambert contaba con dos hermanos y una madre. Dos hermanos y una madre que tendrían que seguir adelante sin él pero con su impronta. Para siempre.
Colocó la caja con las provisiones y una bolsa de monedas de plata de denominación neutra en el fondo sobre el lomo de su bestia de carga, un ave gigantesca cuyo plumaje rojizo resplandecía contra la noche cerrada. Todo serafín tenía la suya para vigilar los mantos espesos del bajo cielo cuando la borrasca arreciaba, pero Luisa no lo necesitaba esa noche para eso, sino para entregar su mercancía. La última esperanza que no pudo darle a Lambert en vida ahora se la daba a su familia.
El ave despegó con un leve graznido y un suave manto de arenisca se desperdigó con el viento templado. A Luisa le agradaba empaparse de noches como esta: de los pocos episodios tranquilos de sus días en la corte. Desde el mirador la vista era tranquila, plácida; se vislumbraban a través de las nubes casi transparentes las luces de los faros de las Tierras Bajías, esos faros construidos con la finalidad de guiar a los serafines en su descenso. Las nubes se mecían con una dulce cadencia, y nada podía parecerle más reconfortante que eso.
Hasta que un rugido le crispó los nervios.
Un rugido capaz de partir el barandal que sujetaba si seguía propagándose. Hasta el suelo temblaba bajo su estridencia; una propagación horrenda y cataclísmica.
En respuesta, Luisa expandió sus alas. Dos abanicos extensos, fuertes y cegadores de alas de acero imbuidas de líneas de fuego alumbraron el panorama. Se alzó del suelo justo en el momento en que la estridencia se hacía más audible. No había duda; se estaba acercando hacia ella.
Una antigua leyenda acudió a sus recuerdos.
La historia de los Quiérbexi, o los Cuervos Malditos o los Cuervos del Pecado.
Los cuervos poseídos que nacían cuando alguien vendía su alma para procurar la muerte de alguien más. Se decía que podían perseguirte por la eternidad hasta conseguir su objetivo y roer tu carne. Que en los tiempos antiguos hubo un periodo en el que nadie pudo hacerles frente y los serafines caían como los árboles sumidos en un cruento incendio. Uno tras otro. Que el sonido del Mar Nuboso no se escuchó más, sino los graznidos de cuervos que despedazaban sin piedad a sus víctimas. Un sonido macabro reemplazando todo lo que un día tuvo vida.
Pero no podía ser cierta esa historia en estos momentos. Tenían años sin aparecer.
«Aunque no es lo único extraño que ha pasado en los últimos días», pensó Luisa.
Haciéndole caso a su intuición, Luisa viró en el cielo oscuro y le dio la espalda a ese escalofriante sonido. Tenía que hacer lo posible por que se alejara hasta que la perdiera de vista. Incluso podía esconderse en las cuevas donde conoció a Adam; eran prácticamente inaccesibles. O girar y darle la cara, con dos cuchillos en cada mano extraídos de sus alas y con los sentidos agudizados para darle fin.
No.
Eso era demasiado arriesgado incluso para alguien como ella. Más en mitad de la noche.
La criatura siguió entonando su cántico extraño. Para su sorpresa, la fricción con el aire se hacía cada vez más espesa, de modo que la atracción hacia ese sonido era como una gravedad. Era imposible de asimilar, pero ahí estaba; una sensación que Luisa Nunhem nunca había experimentado. Siguió propulsándose en dirección al castillo —una edificación portentosa brillando como una vela en la cumbre de la montaña más alta—. «Ojalá mis generaciones pasadas no hubieran sido tan vanidosas como para construir un puñetero castillo en lo más alto que se encontraron», pensó con exasperación.
Y, con esa misma exasperación, aceptó su realidad.
El ave había creado una especie de laberinto con su aleteo. Con su hechizo. Luisa estaba atrapada sin más remedio por sus corrientes, como congelada en el tiempo. Tal vez pudiera hacer un pequeño portal para desviarla de ella, pero el tiempo no estaba de su lado. Tenía tiempo solo para huir.
O ya ni eso.
Porque las alas del cuervo la arroparon en un abrazo siniestro y la oscuridad la engulló sin piedad.
Era una oscuridad tan densa y envolvente que no pudo percatarse del momento en que tocaría la superficie. El impacto fue brusco —una combinación dolorosa de chasquidos— contra la arena caliente. Ni tiempo tuvo para dar un breve aleteo que amortiguara la caída. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos: la atracción antinatural del viento, la certeza de que la tenía rodeada y, finalmente, apresada. Sin duda, el descenso no había sido lo peor de todo.
Porque cuando abrió los ojos y pudo acaparar la máxima cantidad de luz con sus alas, se dio cuenta de que ya no había un cuervo maldito a su lado, sino una mujer. Una mujer con la piel más pálida que había visto, un cabello apelmazado y del color del carbón, como serpientes oscuras, y los dientes afilados destellando con su filo. Resoplaba una y otra vez, quizá por efecto del cambio. De igual forma, se tocaba su piel como si el tacto con la serafina la hubiera quemado o cortado; era imposible de adivinar con tanta oscuridad.
—Sospecho no planeabas que este día tan desastroso terminara con que te cazara una cambiapieles.
—¿Has estado espiándome? ¿Desde cuándo?
—No es relevante que te lo diga ahora, pero te diré que te he estado vigilando desde otro tiempo, serafina, aunque ahora no comprendas eso.
—Claro que no lo comprendo. No comprendo, en primer lugar, a qué vino esta estúpida persecución.
—Tengo poco tiempo, me temo. El método para captar tu atención es lo de menos. ¿Qué te parece si dejamos las recriminaciones para después?
—¿Qué puede ser tan importante como para interceptarme así?
—Más de lo que piensas… Luisa, he venido a advertirte de muchas catástrofes prevenibles —exclamó, sin dejar de temblar—. He cruzado mundos impensados para que puedas salvar este. Tu mundo. A ti y a los tuyos. Lo que pasó hoy es apenas un eslabón en la cadena de todas las desdichas que te esperan.
—No solo eres una cambiapieles, sino una vidente.
—Vidente, viajera, tejedora; me han llamado de muchas formas. Prefiero quedarme con el de cambiatiempos, pero no viene al caso. Sé que supersticiosa es lo último que serías, pero las visiones que han acudido a mí no son de la naturaleza típica. Eran lo más cercano a la imploración de tu propio mundo para que fuera salvado. Recuerda esto, Luisa Nunhem: cada paso que des de aquí en adelante en tu destino lo darás sobre un territorio minado. Un paso en falso y estarías destruyendo legiones y pueblos, y a los que más quieres con ello. El oráculo me ha revelado que en un futuro no muy lejano, tú serás el umbral por el que pasará la salvación o la destrucción de Luminia, todo depende de tus siguientes decisiones. Tú, con ayuda de las de tu sangre, deberán detener al ser que amenaza la serenidad de los mundos antes de que sea demasiado tarde. Y el amor, ese amor que te consume ahora mismo, será el encargado de destruir más que de sanar, aunque no lo veas así. El deseo de un solo corazón puede hacer cimbrar dimensiones enteras. El tuyo de aquí en adelante debe ser el de detener a tu padre… Por lo que más quieras.
La respiración de la mujer se hizo más desesperaba. Sus últimas palabras sonaban más a una respiración agitada que a una secuencia lógica. Aunque nada de lo antes dicho tenía sentido para Luisa. ¿Todo esto quería decir que el presagio matutito tenía razón en manifestarse? ¿Que siempre que algo bajaba en Luminia algo tenía que subir? Qué contrapeso tan más inquietante.
—Una última cosa, Luisa —sentenció—: nunca vayas hacia el torbellino negro.
Y así, sin más, la cambiapieles desapareció en un vuelo repentino, su metamorfosis en apenas un parpadeo. Dejó un puñado de plumas oscuras parecidas a las cenizas como si eso fuera una prueba para Luisa de que todo eso había sido real, de que no se trataba de una alucinación ni nada por el estilo. Esa profecía se le entregó en su tiempo y en su forma. Lo que hiciera a continuación —si es que era verdad— jugaría un papel decisivo en el rumbo del reino. Por ahora, tenía mucho por analizar. Y también mucho por recorrer camino a casa; esa mujer cuervo la dejó en el lugar más remoto de toda Luminia.
¿Asesinar a su padre? Seguramente existía una lista enorme de personas que habrían intentado darle muerte a ese cruel rey, y ninguno —absolutamente ninguno— habría sobrevivido para contarlo. ¿Qué le hacía pensar a esa agorera que sus hijas estarían dispuestas a ser parte de esa misión tan transgresora y suicida? Estarían destinadas al exilio, en el más amable de los escenarios. De regreso a casa, pensó también en cómo les contaría a sus hermanas, si es que se atrevía, el desesperanzador futuro que les deparaba. A la vida no le bastaba con quitarles misteriosamente a una madre; ahora ponía en su camino una trágica profecía, más sangre en su camino y desolación. Hasta un odio creciente. Luisa las había imaginado a las tres con futuros brillantes y palaciegos: a Neven felizmente casada con Henry, ambos rodeados de sus inventos, a Lavinia plena (¡por fin!) con su chico indicado, los tormentos de su pasado superados y quizá con un trabajo en el Ministerio, y a ella rodeada de dos hijos sanos al lado de Adam.
Porque Adam nunca escapaba de la visión de su futuro.
Ahora se imaginaba diciéndole: «¿Me seguirías queriendo sabiendo que tengo que llevar a cabo la desquiciada misión de asesinar a mi padre? ¿Me acompañarías? ¿Y seríamos felices después?». Qué locura. Definitivamente el futuro tenía una manera muy macabra de burlarse de sus planes, de su visión idealista de la vida y sus caminos.
Nada funcionaba así.
Para rematar, Adam estaba esperándola en la entrada del castillo. Su semblante se consternó en cuanto la vio.
—Toma mi capa —le ofreció—. No luces nada bien.
—No hace falta resaltarlo.
—Puedes contarme… Si quieres.
Resopló. Un fino vaho le salió de los labios.
—Lo normal que puede pasarle a la hija de un rey: presenciar la ejecución de uno de sus amigos de la infancia. Ni más ni menos.
—Luisa, a decir verdad, me dejó muy preocupado cómo ibas a reaccionar. Debes saber que nada estaba planeado para resultar así.
—Nunca nada está planeado para resultar así, Adam, y, sin embargo, a mi padre siempre le da por hacer lo que le da la gana. Es así. Siempre así. Quizá deberías aconsejarlo, al extremo de hacerlo cambiar.
—Él está haciendo lo mejor que puede para el reino.
—No necesito que te pongas de su lado.
—No lo estoy haciendo. Solo digo lo que me parece.
—Debemos cambiar de tema si no queremos terminar como hemos terminado cientos de veces. Todas ellas por lo mismo.
—Está bien —accedió él—. Quizá podrías contarme de dónde vienes.
«Terreno pantanoso», pensó. «Esta es la definición exacta de terreno pantanoso. Todo este día lo es».
—Solo estaba yendo de paseo encima de mi ave y… se descontroló. Ha estado un poco bochornosa estos días.
—¿Segura que solo ella?
—Oye, mis bochornos no son tan fáciles de notar.
—Para los demás.
Ahí estaba de nuevo. Su relación estaba siendo un péndulo que iba y venía de un escenario desfavorable a uno lleno de conexión y seguridad. Luisa sentía enteramente que Adam era el único con el poder de conducir a cada una de sus partes nobles y darle calor. Justo como en ese momento. No existía nada por lo cual cambiaría esa sensación. Eso guardaba cierto parecido con las antorchas que alumbraban los callejones del pasillo; no sabía por cuánto tiempo permanecerían encendidas, pero la luz que arrojaban —por el tiempo que fuera— bien valía todo un mundo disfrutarla. Los callejones oscuros de su alma se sentían despejados a su lado, aunque la oscuridad volviera.
—La verdad, todo el reino me parece bochornoso últimamente —aceptó Luisa.
—Quizá te haga falta una ligera escapada.
—No suena nada mal.
No sonaba mal en absoluto. Eludir algunos asuntos, más ahora con la aparición de la agorera, sonaba tan utópico como un día de verano en las cuevas termales de los Ulo. Un trueno sonó a lo lejos, y la luz de las antorchas tembló en respuesta.
—Noche de tormenta —anunció Adam.
—Usualmente no te lo hubiera pedido, pero ¿puedes quedarte conmigo esta noche?
—¿Te han dado miedo las tormentas de un día para otro?
«No, no es eso. Solo tengo miedo de que una mujer cuervo se me aparezca en mi dormitorio y que no sea tan amable en esta ocasión», quiso decir, pero se contuvo.
—Sí, teniendo en cuenta que esta abominación de día no puede considerarse día.
Quizá teniéndolo a él cerca todo tendría un orden. Quizá así sabría por fin cómo ordenar sus pensamientos y decidir qué contarles a sus dos hermanas y cómo. O, en el mejor de los casos, estar con él ayudaría a olvidar por completo esos episodios tan desastrosos. ¿Cómo una visión podía desatar tantas náuseas tan repentinamente?
—Sabes que lo haré encantado.
De nuevo estaba ahí la magia de los primeros días. Del encanto embriagador del amor que se extendía, al parecer, sin límites conocidos. De los límites que daban también un poder prolongado, como el que se necesitaba para superar esas pesadillas.
Ya de vuelta en su habitación, Adam le preparó el baño como a Luisa le gustaba. Seguía acertando en su esencia favorita. ¿No era esa una buena señal de que todo marchaba a la perfección? Debía serlo, porque sus caricias se renovaron una vez que se encontraron desnudos, y descubrir la geometría de sus cuerpos fue como componer una nueva canción y acariciar, al mismo tiempo, una nueva temperatura. El calor los nublaba y les devolvía la visión con una nitidez desconocida y hambrienta.
Luisa no estaba ni de cerca de tomar una decisión drástica. Lo que quería esa noche era tener estabilidad, un suelo sagrado y seguro en el que pudiera aterrizar cuando llegara el momento del descenso. Cuando su padre o quien fuera la arrojara a las profundidades. La única decisión drástica que podría tomar era elegir a Adam una y otra vez hasta que ya no hubiera remedio para ninguno de los dos.
Ya en la cama, con el cielo desgajándose en su sonoridad y las tinieblas en su baile intermitente, Luisa se rindió, abrazada, al sueño. En esas paredes incoloras, en un principio, se fueron dibujando los escenarios apocalípticos de esa profecía —cada una de sus líneas retumbando como un eco— y le resultó imposible dejar de alucinar las siluetas de todas las personas a quien había querido en esa vida al borde de su acantilado y a ella haciendo el mismo gesto que el de su padre contra Lambert.
Los arrojaba sin remedio.
Uno por uno.
Justo como su padre.
Porque mientras él viviera, existiría un lazo irrompible con su maldad. Un lazo que podría empujarla a cometer actos igual de innobles y crueles. Era sangre de su sangre. Esa realidad nunca había resultado tan inquietante.
En los confines de sus pesadillas, Luisa Nunhem no dejaba de imaginarse los escenarios posibles de sus decisiones. Lo que pasaría si convocaba a la acción. Lo que pasaría si no. Lo que dirían sus hermanas y lo que diría el reino entero, ese reino sometido hasta los huesos al temperamento tan acérrimo de su rey.
Y también lo que diría el hombre que la abrazaba esa noche, el hombre a quien amaba y que posiblemente la amaba de vuelta. El hombre que aconsejaba al rey también tendría que tomar una decisión: elegir la lealtad o elegir el amor.
No era un día adecuado para tomar decisiones drásticas y más de una persona en Luminia tenía que tomar partido en un futuro cercano.
Para Luisa Nunhem, las decisiones la siguieron en sus pesadillas, una y otra vez, sin descanso ni tregua. Con la misma intensidad con la que se libraba la tormenta de afuera.
2
El cementerio era el lugar más visitado por Lavinia Nunhem.
Resultaba contradictorio para una joven como ella —la más fornida y resiliente de las tres hermanas, cualidades que cualquiera dudaría que tuvieran cabida a esa edad—, pero el recorrido por esos lares era un llamado a su propio espíritu. Pertenecía al cementerio como las luces de los faros pertenecían al cielo cada noche, fragmentándolo como un cuarzo para no dejarlos en totales tinieblas.
Aunque existía algo más.
Algo relacionado con sus amantes perdidos.
Algo que se obligaba a olvidar como si su vida dependiera de ello.
Todos sus novios habían muerto en extrañas circunstancias, cada uno de sus cadáveres en el mismo estado; irreconocibles, casi fulminados. Las ceremonias fúnebres no eran ni por asomo las normales en el reino. Sus restos eran enterrados de inmediato y en sus lápidas se labraba una de sus dagas alíferas, el símbolo más significativo de su paso por la vida, de su lucha al lado de la luz. Cada daga era tan única como lo es la huella de un dedo, y Lavinia les había llorado a tres de ellas.
El primer amante era un explorador que se encargaba de recopilar registros de Engendros Oscuros de los lugares más recónditos del reino. Su cuerpo fue hallado en el fondo de una cascada; al parecer se había desprendido sin más de las alturas y su cuerpo fue devorado por los Lobos Abisales. Su cadáver estaba tan profundo que lo primero que se reconoció fue una de sus dagas, y los barqueros gastaron más de tres días en traerlo con cadenas a la superficie —con los restos de su cuerpo más lívidos que los remolinos de nieve que a veces azotaban las casas de campo—. Fue el primer amor de Lavinia, de modo que la muerte le impactó como un abrazo enemigo, como un manto gélido que la cubriría por el resto de sus días.
El que le siguió fue James McMair, un respetable y acaudalado cacique minero que la cautivó con su amabilidad y su comprensión. La manera de ganarse a sus hermanas y a su padre fue ejemplar; todos juraban que era el indicado y que su romance perduraría por la eternidad, pero estaban equivocados. James murió en un desplome inexplicable de las minas. Fue un desplome histórico: más de cien serafines resultaron heridos. Lo único favorable de ese accidente fue que allí se conocieron Luisa y Adam, pero para Lavinia todo seguía siendo un infierno: casi un patrón de cómo sería su vida amorosa de ahí en adelante: solitaria, amarga y empapada de duelo.
El último —una pérdida que aún se sentía reciente— fue Rem, un guerrero seráfico que había sobrevivido a más de tres guerras en las Islas Rebeldes, territorios flotantes reacios a unirse al reino. Sus cicatrices parecían hablar por sí solas de su resistencia, de que ningún combate lo apartaría de ella, pero, una vez más, no fue el caso. Una granada se adhirió a su cuerpo en una lucha de cuerpo a cuerpo con unos salvajes, hecho que aterrorizó a más de uno, pues nadie sospechaba que esos clanes tan rudimentarios tuvieran armas de ataque tan sofisticadas. Esa pérdida fue el último zarpazo que Lavinia necesitaba para resignarse. En ese respecto, luchar contra el recuerdo y la tristeza era como luchar contra un monstruo, solo que el monstruo no podía destruirse ni reducirse a cenizas, sino que renacía cada día, a veces más fuerte, implacable y decidido para derrotarla a ella y no al revés. Ojalá, deseaba ella, que el monstruo se materializara en su vida para combatirlo solo una vez y vencerlo o morir en el intento, porque esa lucha mental y repetida la estaba menguando en magnitudes insospechadas.
De modo que ahí estaba en el camposanto, con las tres siluetas de las dagas tatuadas a fuego en su mente e imposibles de borrar cada vez que parpadeaba. ¿Cómo borrar de su mente el rastro amargo de la muerte? ¿Cómo omitir esas desgracias que cada día se sentían más como una maldición? Y ¿cómo volver a creer en ese sentimiento cuando todos los que se entregaban a ella tenían el mismo destino? Frente a las lápidas, Lavinia solo podía pensar en eso y en que esas tres almas pudieran haber cruzado en paz el Umbral Lunar —el velo que apagaba para siempre el fuego de sus alas y de sus almas y los sumía en el sueño perpetuo—. Solo podía hacer eso mientras adornaba el frío mármol con flores del color de las brasas, un tributo delicado y hermoso al fuego que antes latía en ellos.
Al fuego apagado de pronto.
Su ave sacudió la fina hierba al aterrizar, con pétalos de tréboles sobrevolando el terreno. Las llamas en el centro de las flores se avivaron, bailando como lágrimas. Lavinia dejó la última y se retiró con pesar para montar en su bestia. Si tan solo pasara así con el dolor; que llegara una criatura en la que pudieras montar para así escapar de él…
«Quién sabe qué nuevo duelo se añadirá a mi vida», caviló. Eso era lo peor de todo: imaginar una próxima vez donde estuviera una nueva lápida fresca como una llovizna; el mismo socavón
