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La última puerta antes de la noche
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La última puerta antes de la noche
Libro electrónico602 páginas8 horas

La última puerta antes de la noche

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Lanuevanovela deAntónio Lobo Antunes.Unainmersióncompleta en lasmentesdetrás de unespantosocrimen real.
«Uno delosretratistas de lapsiquehumana máshábiles queexisten».
The New Yorker
Un empresario es asesinado en presencia de su hija, y su cadáver es disuelto en ácido sulfúrico. La consigna es clara: «Sin cuerpo, no hay crimen». Son cinco los hombres involucrados, dos de ellos abogados; todos deberán dar la cara en un juicio vibrante. Lobo Antunes nos abre la puerta a la mente de los cinco asesinos, desgranando sus móviles, los traumas y secretos de cada uno de ellos, rincones donde habitan la infamia, la perversión y el exceso.
En esta novela, nacida a partir de un crimen real que sacudió Portugal, Lobo Antunes pule el estilo que lo ha convertido en una figura clave de la literatura en portugués, adentrándose en capas aún más profundas del subconsciente, para después regresar a la superficie y explicarnos sus hallazgos con palabras de este mundo.
La crítica ha dicho:
«La última puerta antes de la noche es un milagro. Está hecho con fragmentos, con susurros, gritos, desgarros y visiones. La arquitectura del relato es prodigiosa. Los capítulos componen un mosaico asfixiante […]. António Lobo Antunes se adentra en el pantanoso terreno del true crime, pero no lo hace para explotar su carga morbosa, sino para profundizar en las pulsiones de la mente humana».
Rafael Narbona, El Español
«Turbadora y fascinante al mismo tiempo […]. La novela no hubiera pasado de ser un true crime de esos que ahora están muy de moda si se hubiera quedado en la superficie. Pero Lobo Antunes no podía quedarse ahí, no sería él».
Juan Gaitán, La Opinión de Málaga
Sobreel autor y su obra la crítica ha dicho:

«Cada nuevo libro de Lobo Antunes expande los límites de la novela».
El País
«Un autor con una facilidad prodigiosa para atrapar obras maestras, que dentro de cinco mil años en arcilla o polvo de estrellas, continuará siendo leído con pasión».
El País
«De todos los escritores contemporáneos, António Lobo Antunes es uno de los pocos que poseen una pluma tan poderosamente original. Leerle es siempre una aventura intelectual y sensorial sin parangón. Una rara experiencia que sería insensato postergar».
Le Monde
«Las escenas de Lobo Antunes están animadas por la poesía de lo cotidiano y teñidas de la autoparodia más fina».

J.M. Coetzee
«El heredero de Conrad y Faulkner».

George Steiner
IdiomaEspañol
EditorialRANDOM HOUSE
Fecha de lanzamiento10 abr 2025
ISBN9788439744757
La última puerta antes de la noche
Autor

Antonio Lobo Antunes

António Lobo Antunes nació en Lisboa en 1942. Tras estudiar la carrera de Medicina, sirvió en el ejército portugués durante la guerra de Angola. Su experiencia vital durante ese periodo marcó su destino y su posterior carrera. Tras su regreso a Lisboa, y después de abandonar la profesión de psiquiatra, Lobo Antunes se dedicó a desarrollar una carrera literaria de extraordinaria brillantez y ambición. Es considerado por muchos críticos como uno de los escritores vivos más importantes, además de ser uno de los más firmes candidatos a la obtención del Premio Nobel de Literatura. Su obra ha sido galardonada con el Premio Rosalía de Castro del PEN Club gallego, el Premio de Literatura Europea del Estado austríaco, el Jerusalén en 2004, el Camões (el principal galardón en lengua portuguesa) en 2007, el FIL de Literatura en Lenguas Romances y la condecoración Comendador de la Orden de las Artes y las Letras Francesa en 2008 y el Premio Internacional Nonino en 2014. Ensu vasta obra destacan títulos como Buenas tardes a las cosas de aquí abajo (2004), Yo he de amar una piedra (2005), Ayer no te vi en Babilonia (2007), Mi nombre es Legión (2009), El archipiélago del insomnio (2010), ¿Qué caballos son aquellos que hacen sombre en el mar? (2012), Tercer libro de crónicas(2013), Sobre los ríos que van (2014), Comisión de las lágrimas (2015), No es media noche quien quiere (2017) y De la naturaleza de los dioses (2019), Para aquella que está sentada en la oscuridad (2021), Memoria de elefante (2022) y La última puerta antes de la noche (2025) todos ellos publicados en Random House.

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    La última puerta antes de la noche - Antonio Lobo Antunes

    1

    COBRADOR DEL BILLAR

    La mañana en que falleció mi cuñado fue él mismo quien me despertó al teléfono para decirme agobiadísimo que esa noche había soñado su muerte mientras yo, más para allá que para acá, envuelto en un sueño confuso que incluía bichos y enanos, alargaba la mano libre, aún no completamente mía, en busca de las horas en la mesilla, que es donde las dejo al acostarme después de quitarme el tiempo de la muñeca, mucho más rápido que en la provincia, en la ciudad todo tiene un movimiento que me hizo darle una patadita a la pequeña que vive conmigo y ella protestó enseguida, espesa, dándome la espalda

    —Ahora ni te lo sueñes estoy durmiendo

    reducida a una sombra alargada con un manojo de mechones despeinados en la extremidad a la vista mientras yo abría y cerraba los dedos con la esperanza de encontrar las agujas del reloj en una posición que me permitiese mandarlo a Luxemburgo donde él esperaba que la policía lo olvidase tras un problema en una joyería donde una cámara espabilada lo pescó gracias a dos deditos como un pelo de mujer del cuello de la camisa y lo enseñó, acusadora, a la policía

    —¿Me harían el favor de decirme qué es esto?

    dando con la puntera de la zapatilla en el suelo a medida que mi cuñado, minúsculo en el interior de esta oreja, expresaba el deseo lloroso de que lo enterrasen en el cementerio donde su madre fabricaba nitrógeno desde hace siglos, lo visité una tarde y me acuerdo de una perrilla con los ojos atribulados rodeando sepulturas sin descanso perseguida por un grupo de machos de varios tamaños y formas, uno de ellos cegato

    (hay detalles sin importancia que, somos así y ya está, la memoria no olvida)

    todos con cinco patas, le dije a mi cuñado no te enfades que es signo de eternidad, intentando dormir de nuevo con los machos de cinco patas en la cabeza, es decir no solo cinco patas, como mínimo trescientos dientes cada uno mientras los míos se multiplicaban lentamente en la boca y la habitación se llenaba de lápidas, cipreses y un borracho desparramado cantando en la mesa de piedra de la entrada donde se ponían los ataúdes, con el cura delante y la gente detrás rezando antes de dirigirse a la sepultura mientras la pequeña que comparte la cama conmigo me clavaba el codo en las costillas

    —No insistas

    yo que no me imaginaba su bulto como un cuchillo capaz de rajarme por dentro y entretanto empezaban los automóviles en la calle, empezaban voces en la parada del autobús, empezaba el dueño del bar a colocar mesas de metal en la acera

    (los cementerios aún hoy solo de pensarlo me dan miedo o quizá no exactamente miedo, una contracción en las tripas)

    que me producían un escalofrío mientras la claridad entre las persianas disolvía poco a poco la oscuridad de la habitación, mira cómo nace la cómoda con la fotografía de mis padres encima, mira el armario con un trozo de manga entallado en la puerta y mi apetito por la pequeña desapareciendo porque ningún otro diente adicional en mí y mi quinta pata un andrajo, sus mechones vulgarísimos, el esmalte de una de las uñas saltado o sea la vida, como de costumbre, sin gracia aunque de vez en cuando se gane al billar, en esto otra vez el teléfono y yo sorprendido porque no me acordé enseguida

    (soy lento)

    de que el timbre había sonado una hora antes y la pequeña se había escapado, con los ojos atribulados como los de la perrilla y el mismo hilo de baba que por un tris no me cayó por el cuello abajo, en el billar anteayer hice un massé de lleno y no rasgué el paño, pisoteando lo que era seguro mi tumba, presumo que con mi nombre y mi retrato, medio borrado como siempre con los difuntos, sin la mitad de la nariz ni parte de un ojo pero la corbata, claro, nítida, las corbatas de los finados siempre nítidas y a rayas, podemos sacarlas con toda tranquilidad de la imagen y estrangularnos en ellas, un massé perfecto, hasta el jorobado que lo presenciaba callado palabra de honor que aplaudió, me tumbé en la dirección del aparato, los dientes, claro, volvieron a aumentar un poco, la quinta pata confieso sinceramente que no pensé en ella y me entró en el canal auditivo la voz aún más desgañitada de mi hermana

    —Carlos le ha dado a la bola ahora mismo en medio del desayuno

    además del massé hice una serie de catorce lo que hacía siglos que no me pasaba, trece hace dos años en mayo, once por la última Navidad y mientras yo miraba el teléfono de inmediato docenas de perros, cientos de perros, miles de perros de mandíbula feroz, mordiéndose, persiguiéndose, corriendo entre las lápidas llevándome con ellos, abandonándome, cogiéndome de nuevo, soltándome por fin, solo, al borde de un parterre seco, mi cuñado no me ganó nunca al billar aunque le diese diez de ventaja, le mandé a mi hermana

    —A lo mejor le ha vuelto el sueño de la muerte déjalo así que un día de estos nos llama

    y hasta ahora, ya van quince meses, no me ha llamado ni tampoco a mi hermana que volvió a casa de nuestros padres esperando y me parece natural que no nos haya llamado porque somos lentísimos, la semana pasada, por ejemplo, después de acabar con el hombre en el almacén, al llegar a casa dormí más de dieciséis horas seguidas, me desperté cuando una voz me agitó

    —Ya vale

    vestido encima de las sábanas, con la almohada en los ojos, lo empujé a la otra punta de la habitación y por un instante, imagínese, casi me pareció que él brazos y piernas, por un instante la seguridad de que él brazos y piernas y un olor a persona que no era el mío porque no uso perfume, agua, jabón y andando, mariconadas ni una, esa tarde no di una a derechas en el billar, a veces no acertaba ni la primera bola y peor aún la segunda, no me atreví a intentar ningún massé, claro, para no estropear el paño, el cheposo al que le solían gustar mis golpes cambió su silla a otra mesa, despreciándome, junto a la entrada del urinario donde un niño de metal dorado hacía un pipí de metal dorado en un orinal de metal dorado, en casa de mis padres había un retrato mío, de pequeño, con rizos como los suyos y ahí están dos cosas que me han abandonado, los rizos y los pipís en forma de arco, no he vuelto a ser capaz de acertar en el cuello de una botella de cerveza vacía y por mucho que me sacuda al final siempre cae una gota, un día de estos me compro un par de gafas en los chinos porque las letras del periódico no dejan de desenfocarse, a partir de los treinta y cinco años, como asegura mi padre, entre octubre y abril siempre con la mantita en las rodillas y el oído ya duro, empezamos a caer, él ahora siempre con la palma de la mano en la oreja, desconfiado

    —¿Qué?

    mirando a mi madre, mirándome a mí, nosotros que por casualidad ni siquiera estábamos hablando

    —Nada

    él, sospechando

    —Nada una leche

    éramos cuatro en el garaje sin contar al hombre frente a nosotros que repetía siempre

    —Por favor vamos a hablar por favor vamos a hablar

    y el hermano del señor tumbándolo de una patada, no dar una en el billar me dio vergüenza, faltaba el señor que solo iría al almacén, mi padre, inseguro

    —¿Qué ha dicho el médico de mis análisis?

    en el garaje de momento casi ningún automóvil, solo el eco de nuestros pasos y el olor de costumbre a gasolina y goma, el hombre sentado en el suelo mirándonos, si estuviese en casa a lo mejor me despertaba al teléfono para explicarme que había soñado su muerte y enseguida cinco patas en mí, trescientos dientes y un par de ojos atribulados huyéndome, por poco no les pregunté a mis compañeros el motivo de no tener allí una mesa de cementerio, mi madre a mi padre

    —¿Ya no tienes mano chico?

    no, eso el jorobado de los billares, mi madre a mi padre

    —Nos entierras a todos ¿qué más puedes querer?

    esto en un segundo piso sin ascensor que olía casi a mi abuela, es decir a persona de edad y a la lavanda de los baúles, para visitarla se bajaban unos escalones, se atravesaba una especie de túnel, se llegaba a un patio con una pila de lavar ropa con una de las patas sustituida por un ladrillo, una bicicleta apoyada en la pared, con las ruedas desinfladas, que no era de nadie y dos edificios con la pintura descascarillada, se elegía el de la derecha y se subía a oscuras hasta un descansillo donde una sonrisa envuelta en lavanda, más baja que yo, nos esperaba en la salita señalando un par de botas lustrosas en una esquina

    —Si tu abuelo te hubiera conocido mejor

    y la sonrisa tan ligera que entraba y salía por la ventana como aquellas semillitas con pelos llamándome

    —Chaval

    y yo con ganas de que me rozase, todavía hoy, a veces, ya vale de mariconadas, mis padres no me llevaron al hospital para despedirme y realmente para qué si todas las primaveras entra por la ventana, la distingo de inmediato en medio de las demás semillas porque es la única que sonríe, se posa en la camilla, se posa en el marco del cuadro, sale por la cortina, vuelve, sale de nuevo, no vuelve más, desaparece allí fuera, qué les pasó a las botas de su padre, madre, no las tiró a la basura verdad, me da miedo que la abuela no aparezca si las tiró a la basura, mi madre usa su anillo que no me cabe ni en la punta del meñique, puse un sofá en la galería lavadero con la esperanza de que una tarde de estas las dos allí sentadas y yo tan feliz ofreciéndoles unas pastas, una tisana, no quiero la mesa del cementerio, no quiero los trescientos dientes y las cinco patas de los perros, no quiero la paz engañosa de los árboles, quiero otro silencio dentro del mío, no conocía al hombre que matamos, me dijeron

    —Es ese

    y ya está, me dijeron

    —Es ese que está saliendo del coche con su hija

    eso dentro del garaje de un edificio caro, siempre me ha dado impresión el eco en los garajes vacíos, nuestras suelas de repente enormes, el fuelle inmenso de la respiración acercando y alejando las paredes, la cantidad de oscuridad en los huecos entre las bombillas, los automóviles aparcados, medio ocultos en la sombra, esperándonos, los reflejos de los faros que nos esperaban repentinamente y enseguida fingían olvidarnos, deben de tener párpados que se dilatan en un instante ocultando los cristales, una bicicleta de montaña apoyada en una columna, entramos montados en la furgoneta, justo detrás del hombre, antes de que bajase la puerta y con el hombre una niña saludándonos desde el cristal de atrás, siempre saludo a los niños que saludan, todos con rizos de metal dorado, haciendo pipís de metal dorado en orinales de metal dorado y el jorobado despreciándome porque no consigo un massé, además ya ni juego, me quedo viendo a los demás estudiando trayectorias, con el taco vertical en la mano, paseándose alrededor del paño, al final inclinándose, con una de las piernas en el aire sobre el rectángulo verde, estirados hacia delante, con las cejas unidas, en dirección a una de las bolas, con la punta del taco hacia atrás y hacia delante en la anilla del dedo, el jorobado, que ha dejado de saludarme, solo me mira de soslayo con desprecio, la mujer, a veces, viene a la entrada a llamarlo

    —Gandul

    habrá semillitas este año cuando lleguemos a abril, siempre abro la ventana con la esperanza de que entre mi abuela

    —Niño

    y entra de verdad

    —¿Estás más gordo estás más flaco has dormido bien?

    me vendría bien algo de pelo en la cocorota, abuela, que ya se me ve el cartón, palabra que ya se me ve el cartón, a esta hora un mendigo, a lo mejor con las botas de mi abuelo, durmiendo junto a la columna de un edificio, la ropa y la manta desteñidas, podridas, pero las botas resplandecientes, vengo de una semillita peluda y de un par de botas resplandecientes, mi padre siempre callado liándose un cigarro, éramos cuatro en una furgoneta aparcando al lado del hombre, lo que deforma un garaje los ecos y el sonido de las voces el hombre a nosotros

    —Por favor no toquen a la niña

    y el hermano del señor dudando, la mañana en que falleció mi cuñado fue él mismo quien me despertó al teléfono y los perros corriendo, corriendo, la perrilla desapareció en un seto, volvió a aparecer más lejos, siguió su paso, dónde estará ahora con tantos dientes detrás, la pequeña que vive conmigo

    —¿Hoy llegas más tarde?

    mientras calentaba el café en el fuego, es limpiadora en un supermercado, su padre volvió de la guerra de África en un ataúd cuando ella no había nacido todavía de modo que a veces iba conmigo a pedirle ayuda al cementerio preguntándome con cuántas perras preñadas, con cuántos perros de cinco patas se habrá cruzado, mi madre a mi padre

    —Siempre con miedo y tienes salud para repartir maricón

    uno de mis compañeros cerró el garaje, otro la entrada a los ascensores, el interior de la furgoneta olía a pescado, no, a chocos, con menos patas que los perros pero más que otros peces, el hombre a nosotros

    —No le hagáis nada a mi hija

    y enseguida semillitas entrando por la ventana, peticiones así, palabra de honor, emocionan, estar a punto de morir y solo pensar en la hija se diga lo que se diga es bonito, a mi abuela y mi madre, personas sensibles, les habría gustado, quizá hasta hubiesen intercedido por él

    —Déjalo en paz pobrecillo

    buscando galletas para la niña en una caja vacía con media docena de migajas al fondo, sin embargo mi padre, por ejemplo, me entendía mejor

    —El trabajo es el trabajo

    él que durante treinta años se machacó con las grúas en el puerto, olas sucias, gaviotas inmóviles contra el viento, el hombre apoyado en el automóvil pensando cómo huir, mirando alrededor e imposible huir, el codo levantado protegiéndole la cara, se guardó las gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta y los ojos dos pozos de terror, estuvimos sin exagerar una hora esperándolo, se paró en una tienda, se paró en un bar, se paró en casa de sus tíos de donde salió con la cena en una bolsa de plástico, al entrar en el automóvil la tía salió al balcón a decirle adiós agitando la mano y el tío con las gafas en la frente y un periódico colgando de la mano que no agitaba nada, se notaba que deseando volver al sofá, no con zapatos, con chanclas porque la gota dando señales, encendiendo y apagando una lucecita, todavía sin dolor, en el tercer dedo del pie izquierdo y por fin teníamos al hombre abatido sobre el capó con la hija inquieta, sin entender nada, agarrada a él

    —Padre

    no, en silencio, intentando esconderse en su chaqueta, cuál de los dos temblaba más, quién tenía más miedo, tantos ecos siempre en un garaje, hasta las ideas se escuchan, el señor, no el que mandaba, ese lejos de aquí, el hermano menos gordo, acercándose con un delantal de plomo, mi abuela

    —Niño

    sin criticarme, me despeinaba el flequillo y eso era todo

    —No dejas de crecer

    como si crecer un esfuerzo de la voluntad, un defecto, yo, mi padre que era bajito

    —Ya casi puedes comer sobre mi cabeza

    de modo que al nivel de mi plato y el cocido escurriéndole por el cuello abajo, el hermano del señor a nosotros

    —Llevaos de aquí a la niña

    con un golpecito en la pierna del, semillitas, semillitas, hombre que lo hizo caer de rodillas, solo se le veía la boca y un brazo alargándose por el cemento, el herborista al hermano del señor

    —Sangre ni pensarlo no quiero manchas en la furgoneta

    y cada vez que hablábamos no solo una voz con tanto cemento hueco por allí, una segunda voz palabras truncadas, una tercera solamente sílabas que se reunían y se apartaban, aquí confusas allí claras, en ciertos momentos con un timbre que no entendía, entendía al hombre

    —A mi hija no

    con una voz más difícil, más débil, primero de pie, después de rodillas, después sentado, los ojos parecidos a los de mi padre enfermo que no me veían, veían lo que fuese antes de mí y después de mí y lo llamaban

    —Hijo

    que jugaba, niño, con cajas vacías en el suelo o lo miraba, mayor, junto a una cama de hospital, menos nítido por la luz de la ventana, el espejo que levantaba hasta su cara y le mostraba un él muy antiguo que una vez le enseñó su prima y al que no conocía, cuando le cogí la mano la apartó con miedo, mi padre que murió huyendo de mí, reculando en su interior hacia donde no podía alcanzarlo y entonces le colocaron un biombo alrededor y lo perdimos para siempre, todavía pude ver su perfil por una abertura del plástico, greñas despeinadas, la nariz de repente fina, las encías en la boca abierta, las orejas, la frente, quise decirle

    —Padre

    y no pude por no entender lo que

    —Padre

    significaba, decir

    —Soy yo

    y no pude por no entender lo que

    —Yo

    significaba, mi madre me abrazó llorando pero por qué llorando, lo que me parecían miles de perrillas con los ojos atribulados huyendo de miles de perros de cinco patas, la mañana en que falleció mi cuñado fue él mismo quien me despertó al teléfono, todo él dentro de mi oreja

    —He muerto

    y la pequeña que comparte la cama conmigo apartándose de mí

    —Ahora ni te lo sueñes estoy durmiendo

    y estaba durmiendo de verdad, con una tiranta en el hombro y la otra deslizándose por el brazo, rodeada de semillitas peludas que me llamaban sonriendo

    —Niño

    enseñándome un paquetito de galletas en el bolsillo del delantal y un par de botas lustrosas mientras mi madre, preocupada por mí en el garaje

    —¿Qué pasa hijo?

    la voz muy antigua de mi abuela insistiendo

    —Niño

    y una voz reciente cada vez más débil, más lenta

    —No le hagáis nada a mi hija

    que parecía observarnos, junto a una bicicleta olvidada, los ojos quietos, la boca también otro ojo abierto, en el garaje media docena de automóviles en medio de rectángulos pintados con pintura blanca en el suelo, silencio, no, un grifo goteando en la sombra, cada gota un grito en el silencio y nosotros atentos a las gotas, pensando cada vez que una explotaba

    —¿Cuánto tardará la siguiente?

    el hermano del señor

    —Metedla en la furgoneta y vámonos ya deprisa

    porque seguro que otros automóviles llegando, porque seguro, era una cuestión de tiempo, un vecino abriendo la puerta que daba a los ascensores para tirar botellas vacías en los contenedores de plástico de la basura, tan monótona la vida es verdad, tan igual para todos, al menos en lo que me afecta, bueno, aún tenía el billar y me asustó que el billar se hubiera acabado para siempre, mi compañero esperándome vibrando con las sacudidas del motor, dos automóviles, el del hermano del señor y el del herborista al fondo, donde había más sombras, una bicicleta de montaña llena de cambios que me apeteció probar, la hija del hombre quieta, sin lágrimas, yo al hermano del señor

    —¿La dejamos aquí?

    el herborista recogiendo llaves y una cartera del suelo, a mi compañero y a mí

    —¿A qué estáis esperando?

    de modo que nosotros dos aquí atrás en la furgoneta, lo que daría yo ahora por unas tacaditas con el jorobado volviendo a mi mesa tras un massé en condiciones, después de mi cuñado mi hermana no se volvió a casar, por lo menos es lo que dice en las cartas pero quién cree a las mujeres, y de ahí puede ser, diez años mayor, que tal vez esté con un negro y aun así, además de que en Luxemburgo, creo yo, a lo mejor no hay mesas de cementerio, entierran a la gente al azar, las luces de la furgoneta, durante la maniobra para dirigirnos a la salida, enfocaron a la niña, muy quietecita, nunca he tenido paciencia para los niños, yo, cuando la pequeña que vive conmigo empezó con sus ideas le corté de raíz los planes

    —¿Quieres volver al minimercado?

    y la dejé resoplando en la cocina, con mis zapatillas

    —Los tacones todo el rato me matan

    preparando las zanahorias para la sopa, la hija del hombre se hizo más pequeña en el garaje según nos distanciábamos, hay veces en que aún me pregunto si su madre apareció a buscarla o todavía continúa sola en el mismo sitio, como ya he dicho los niños me aburren fue mi voz, no yo, palabra de honor que no tuve nada que ver con eso, quien preguntó al herborista, preocupada

    —¿No se avisa a la familia de que está ahí?

    como fue mi voz, no yo, la que decidió el asunto

    —La niña que se las apañe

    y pase el resto de su vida abrazada a un muñeco, están todo el tiempo abrazadas a muñecos, si les preguntamos, maldita sea

    —¿Cómo se llama tu trasto?

    nos dan la espalda para esconderse, claro que me enfadé con mi boca

    —Déjame en paz estúpida

    y el herborista y mi compañero callados, mi boca, que no volvió a verla, piensa a cada rato en lo que le habrá pasado y no me deja en paz, a mí que no me importa un pito lo que le pase, hasta puede darse el caso de que continúe en el garaje buscando al hombre que sigue detrás de nosotros, tumbadito, tranquilo, durmiendo, también sin fijarse en ella, tuvimos que doblarle las piernas y la cabeza para que cupiera aquí dentro y al colocarle la cabeza me di cuenta de que todavía respiraba, no entiendo a mi cuñado porque por lo general las personas tardan un tiempo en morir, insisten en agarrarse a la vida y qué vale la vida, quien sea feliz en este mundo que levante el dedo, siempre la misma monotonía, sopa de zanahorias y este peso en los riñones, durante el billar mejoro pero si me inclino mucho, con una de las rodillas encima de la mesa, enseguida empieza a pincharme, el médico del centro de salud

    —Tiene un nervio pinzado

    y me recetó unas pastillas convencido de que las pastillas iban allí con su dedito a quitar el pinzamiento, aún hoy a cada rato, cuando menos lo espero, mi cabeza me inquieta con la niña del garaje a la que la semillita, que no se acuerda de mí, sonríe, no es el hecho de sonreír lo que me enfada, es olvidarse de sonreírme, si por casualidad la tocase para llamarla una mirada de crítica

    —Niño

    y las botas de mi abuelo sin lustre, a su suerte en el suelo, descuidadas, sucias, con los calcetines dentro, o sea el mundo sin interés por mí, yo sin pasado, agarrado a un muñeco inútil en un garaje vacío, buscando la puerta que da a los ascensores sin encontrarla, buscando las escaleras a la calle y no existen las escaleras, existe mi padre pidiendo

    —No le hagáis nada a mi hijo

    existe el herborista dándose la vuelta y mirándome

    —¿Qué es lo que te pasa?

    el jorobado viéndome fallar golpes en el billar

    —Ha perdido la mano el idiota

    no disgustado, intrigado

    —Al final no vale un duro qué cosa

    la pequeña que vive conmigo apartándose más

    —Ahora ni te lo sueñes ya estoy dormida

    escapando de sepultura en sepultura, con los ojos atribulados, mientras mis trescientos dientes la buscan sin encontrarla y los árboles tan negros allí fuera, la mañana que no viene, viene el herborista, por orden del señor, mandándome resolver los cobros difíciles, unas veces solo, otras con mi compañero, el despacho caro en el primer piso de la empresa mientras la furgoneta se acercaba al almacén en un terreno baldío, un sujeto bien vestido en el pasillo antes del despacho, alfombras, porcelanas, cuadros en marcos tallados, una mujer desnuda, de mármol, en una especie de columna plateada, el sujeto bien vestido mirándonos enfadado

    —¿Alguien los ha autorizado a entrar aquí?

    y mi compañero apartándolo sin verlo, mi compañero y dos perros de cinco patas, vagabundos, sin raza, que corrían enseñando solo un poco los dientes, en el despacho más alfombras, más porcelanas, más cuadros, más estatuas, una mesa con pie de bronce, un sujeto calvo con un alfiler de corbata con una perla y una señora joven, bien vestida, mostrándole papeles acariciándole la mano, la niña todavía en el garaje, creo yo, en silencio, tan diferente a mi padre que llega de madrugada tropezándose con sus propios pasos

    —Cabrones

    tirando una silla, tirando la estantería de las fotos y mi madre una súplica, con miedo

    —Augusto

    rodeada de semillitas que bailaban a su alrededor sin poder protegerla, mi padre cayendo al suelo por no llegar al sillón exigiendo

    —Una copa más

    la señora bien vestida a mi compañero y a mí

    —¿Qué es esto?

    dispuesta a escaparse delante de nosotros, de sepultura en sepultura, rodando los ojos atribulados, mi compañero al sujeto calvo que ahora no acariciaba ninguna mano, intentando amansarnos

    —¿No se quieren sentar?

    a medida que yo le ponía una mano amigable en el hombro, tranquilizándolo

    —Es una visita rápida ingeniero solo hemos venido a buscar lo que le debe al cliente del señor

    con la furgoneta saliendo de la ciudad de camino al almacén y mi compañero y yo en el asiento de atrás, junto al hombre atado con un trozo de cable eléctrico, sus zapatos mejores que los míos, la ropa también aunque rasgada, con manchas, cada vez menos edificios, huertuchos, los primeros árboles, un circo pobre al que le han quitado la lona, me pareció que una jaula con un animal, la pequeña que vive conmigo

    —Incluso después de dos años aguantándote ¿no te quieres casar conmigo?

    hay momentos en que me parece guapa, otros no tanto, cuando habla la mitad izquierda de los labios aumenta más que la derecha, todo el mundo, desde el ingeniero de la oficina hasta el hombre de la furgoneta, más rico que yo, incluso el señor, claro, el hermano del señor, el herborista, mi boca pensando en la niña del garaje mientras yo ni me acordaba de ella, aparte de la blusita amarilla qué sé yo lo que llevaba puesto, aparte de las sandalias qué sé yo lo que llevaba en los pies, aparte del pelo rubio a mí que se me olvidan los colores, pasado mañana voy a visitar a mis padres, es decir puede que los visite, es decir no los voy a visitar, pruebo dudoso a ir al billar con la esperanza de que la mesa de juegos se transforme en mesa de cementerio y una perrilla angustiada pase corriendo a mi lado seguida por un grupo de cachorros de cinco patas y trescientos dientes, mientras

    (es primavera)

    docenas de semillitas surgen no sé de dónde, de los arbustos puede ser, de una casa aislada más allá de los edificios pobres, después de bajar unas escaleras que dan a un pasillo medio oscuro y subir dos pisos allí atrás, con ropa desteñida en una cuerda, una mujer sacudiendo toallas y en la entrada del segundo piso, al llamar a la puerta, un ruido de zapatillas que se acercaban con trabajo, una frase fatigosa, cansada

    —Voy

    el giro de una llave, bisagras saltando con dificultad, una sonrisa, solo una sonrisa o sea una semillita soplándonos una sonrisa

    —Niño.

    2

    HERMANO DEL SEÑOR

    Me gusta vivir al lado de un instituto de enseñanza secundaria porque al contrario de mí, que envejezco, las chicas mantienen siempre la misma edad lo que me da ganas de matricular allí a mi mujer e impedir que se pase las horas inclinada hacia delante, salí, sobre el lavabo, buscando canas apartando rizos con gestos minuciosos, preguntando sin mirarme

    —¿No las ves?

    y claro que a esta distancia, salí con, no veo canas pero le veo el culo más grande, la cintura que empieza a desaparecer y las arrugas en la comisura de la boca que le ponen los labios entre paréntesis que es siempre una forma de quitarles valor a las palabras, salí con el herborista en el automóvil detrás de la furgoneta mientras en el retrovisor la puerta del garaje se cerraba despacito, temblorosa, hasta quedarse inmóvil con un golpe definitivo, los ojos de mi mujer buscando los míos en el espejo, ofendidos

    —Es la bata que me engorda estoy igual no he tenido que cambiar de talla

    y no ha cambiado de talla es verdad porque cuando llega a mi lado, dándome la espalda

    —Tira fuerte, casi nadie en la calle a esta hora, todavía no han empezado a salir para trabajar, de la cremallera haz el favor

    y los dientecitos que les cuesta ajustarse, dentro de nada rompo algo

    —Ni eso sabes hacer en condiciones qué bruto

    intentando unir los omoplatos sin atreverse a respirar, estrujada en aquello como una camisa de fuerza, administrando, al borde del desmayo, una gotita avara de aire para que el tejido no estalle, dentro de nada la ciudad suburbios, barrios pobres, menos farolas, algún restaurantillo al borde de la carretera, mitad cemento mitad chozo, un par de camionetas de carga

    (una de ellas con terneros asustados)

    torcidas sobre un talud, si matriculase a mi mujer en el instituto y le hiciese trenzas puede que volviesen los cuchicheos y las risas en lugar de una mirada penosa de soslayo que pedía

    —Por favor ten compasión de mí

    con un destello lleno de lástima por sí misma en los ojos secos que por instantes me parecieron gritar

    —Quiero a mi padre

    o

    —Tenga compasión de mí

    con la nariz en su hombro escondiéndose del mundo, mi suegro ahora con la boca torcida y el brazo sin fuerza que seguía al ataque, una órbita enorme sin perdernos detalle, la segunda pequeña, distraída, intentando consolar a la hija con dedos inseguros

    —Estoy aquí

    mi mujer sin acercarse a él

    —¿No me ha llamado nunca en toda la vida y hoy que está a punto de morir le apetece consolarme?

    más allá del restaurante una capilla transformada en granero, campos a oscuras, árboles dispersos, la furgoneta giró a la derecha en un camino de tierra medio deshecho por la lluvia con los faros descubriendo arbustos, mi suegra a mi mujer, troncos no se distinguía de qué árboles, en una crítica ofendida

    —Niña

    mientras su marido mudo, sin entenderlo bien, masticando el labio, uno de los cordones desatado, el otro más o menos, caminaba agarrándose a las cosas con los codos penosos, el herborista a mí mientras los reflectores rojos de la furgoneta daban saltos delante de nosotros, a ratos derechos y a ratos torcidos y nos hacían también saltar

    —No te preocupes que no se va a dar cuenta nadie

    un conejo desapareció, no se va a dar cuenta nadie, casi debajo de nosotros, seguro que no lo atropellamos porque el asiento no osciló o si no porque el conejo de fieltro como los muñecos de juguete, sin huesos, una de mis hermanas

    Amélia

    tuvo uno de pequeña, con alambres en las orejas para que se mantuvieran estiradas, por más que se lo pidiese no me lo prestaba, si me acercaba a él me daba en la muñeca

    —Quietecito

    y yo obedeciendo tragándome las lágrimas, más tarde me vengué cortándole el flequillo con las tijeras del pescado ella estaba durmiendo y el resultado fue que pasé quince días castigado sin comer, yo al herborista

    —Claro que no

    postre, porque llevamos un mes, más de un mes preparando todo esto, mi hermana aún hoy, con cuarenta y pico años, me critica por la ausencia del flequillo dejando a la vista la cicatriz de una caída de niña que ahora solo se notaría pasando un dedo por encima pero quién le pasa un dedo por la piel y después el maquillaje, y después esquiva, somos cinco hermanos, dos chicas, tres chicos, mi madre con un suspiro cansado

    —¿Quién no carga con su cruz?

    y las otras personas mayores con lástima de ella, si estuviera en el instituto no envejecería nunca, como acabó el instituto hace mucho tiempo ahora montones de verrugas, el divorcio la estropeó la pobre, y después la soledad volviéndola a amar, yo al herborista

    —Si seguimos sin errores

    amarga, feroz, la furgoneta a la izquierda en dirección al almacén esquivando piedras de las que el herborista se libró por un pelo obligándome casi a aplastar la cabeza contra el techo, llevamos más de un mes preparando todo esto porque el hombre no paraba, me pareció que un zorro atravesando el camino pero a lo mejor me equivoqué, de quejarse de nosotros, cartas al juzgado, cartas a la policía, un abogado insistente, si por casualidad nos veía a lo lejos por la calle se cambiaba de acera, nosotros que hemos sido amigos desde que nacimos, me acuerdo de que hace siglos, éramos chavales, besé a una prima suya que se llamaba Leoncia y fue más por el nombre que por otra cosa, la única Leoncia que he conocido en la vida, murió de no sé qué pocos años después, dicen que de un aneurisma pero qué es un aneurisma, ya no podía caminar mucho, se cansaba enseguida, quién me asegura que el beso no perjudicó su salud, era muy delgadita, después del beso me dijo

    —Ahora cuando crezcamos nos tenemos que casar

    yo que todavía no me afeitaba ni me quería casar con nadie, quería ser el Oso del Cáucaso campeón de lucha libre, le respondí

    —Vale

    y huía de ella como el demonio de la cruz, Leoncia palabra de honor, el herborista a mí, girando el volante a derecha e izquierda para evitar los baches, tranquilizándome

    —No nos van a coger

    tocándome la rodilla

    —¿En qué estás pensando?

    yo ocupado con el recuerdo de Leoncia pensando en unos zapatos azules en un bautizo

    —En nada

    y en nada es verdad, Leoncia ya polvo, en unas horas el hombre también polvo, el cuidado que hemos tenido preparando todo esto, el herborista y mi hermano se pasaron días enteros perfeccionando el plan, sin cadáver no hay, Leoncia, crimen, quién puede condenarnos, nuestros padres nos llevaron a su funeral y no miré al ataúd, no fui capaz de verla pero el olor de los crisantemos alrededor de la tumba aún hoy me perturba, de repente una especie de camino con huellas de tractor donde el automóvil casi no daba saltos, un bulto oscuro a lo lejos, el herborista señalándolo con el mentón

    —El almacén

    del que el dueño, compadre suyo, le había prestado la llave, el herborista le explicó que era para guardar unos bidones durante tres o cuatro días, el hombre no me pareció triste por la muerte de la prima, me pareció asombrado, vestido de domingo entre la madre y el padre, yo radiante por ya no tener que casarme, un chaval de quince años con una alianza en el dedo es raro, me acuerdo de, durante la misa, tocarme con alivio la ausencia de anillo en la mano izquierda, mi madre bajito pellizcándome la nuca

    —Ponte derecho

    y yo derecho, sin joroba, observando las gafas del cura que la llama de las velas volvía elásticas, la furgoneta en una especie de explanada a la izquierda del almacén y la luna a la que le habían cortado un trozo surgió entre dos nubes, si el herborista y mi hermano seguros de que nadie nos descubriría para qué preocuparme, por mí tal vez me habría traído también a la niña pero con gorros hasta el cuello cómo iba a saber quiénes éramos y después una niña de siete u ocho años lo más natural es que lo confunda todo, qué puede decir, qué juez la tomaría en serio y en caso de que lo hiciera no nos relacionaría con aquello, yo a mi mujer

    —Tengo una reunión en el Colegio

    mi mujer metiéndose la cena para dentro

    —¿Una reunión en el Colegio?

    sin mirarme, para qué, hace mucho tiempo que hemos dejado de mirarnos, sirvo para cerrar cremalleras y mi mujer sirve para que yo olvide a Leoncia de vez en cuando, las dioptrías del cura, el ataúd blanco, las llamas torcidas de los cirios, todas inclinadas en dirección al biombo, tal vez el alma salga también por ahí, el horror de las manos más blancas todavía cruzadas en el pecho, de vez en cuando su padre, al otro lado de las flores, desaparecía en el pañuelo abierto, cuando se lo volvía a guardar en el bolsillo la cara cambiada, con las cejas, los labios, todos los rasgos dentro pero en sitios diferentes, si nos, las narices, si nos frotamos con un pañuelo después quedamos alterados, o sea tardamos un rato en volver a ser nosotros, mi mujer atacando el flan

    —Las reuniones en el Colegio tienen las espaldas anchas

    y es precisamente por eso por lo que voy tesoro, subir la cremallera y volverlas más estrechas, si aun así necesitara maquillaje la llamo y mi mujer bajito

    —Imbécil

    palabra de honor que no estoy mintiendo, mi mujer

    —Imbécil

    deseando el pañuelo del padre de la difunta y como no tenía bolsillos se lo guardaba arrugado en el interior de la manga, salí dando un portazo después de prometerle que más tarde nos ocuparíamos del

    —Imbécil

    con la profundidad, el herborista, que el tema merecía, fingiendo no escuchar el

    —Hoy no estoy bien perdona

    que me cogió en el felpudo, el herborista rodeó un cubo de cemento alrededor del cual habían cortado la hierba hasta aparcar junto a la furgoneta vacía, claro que al volver a casa no iba a pegarle o mejor en principio no habría necesidad de pegarle, un empujón contra la cómoda, con las aristas fingiendo bronce, sería suficiente, me acordé de mi padre a mi hermano y a mí

    —Estribos altos jóvenes estribos altos con las yeguas siempre estribos altos

    y mi madre que presenciaba la conversación ni pío, enseñada como debe ser, sumisa, mientras con nosotros, pobres corderos inocentes, brava, al final se vengó cuando la trombosis empujó a mi padre al sillón, a ratos hasta pellizcos le daba bajo la manta, no exactamente a mi padre, a su mitad aún viva, la palma de la mano de la mitad aún viva sobre la palma de la mano de la mitad ya muerta y como consecuencia la mitad aún viva de la garganta

    —Joder

    él que no decía palabrotas furioso con su enfermedad, mi madre por fin vencedora, con la nariz casi contra su

    —Desgraciado

    sin aplastarle el plátano de la cena, resultado entrábamos en el comedor y veíamos a nuestro padre observando el plátano intacto de una manera que hasta a mi hermano y a mí, poco dados a sensiblerías, casi nos, el herborista llamó a la puerta del almacén asustando a los murciélagos más oscuros que la oscuridad, orientados por gritos fosforescentes, amarillos, morados, verdes, casi nos emocionaba, los ojos de mi padre a nosotros

    —Matadla

    los ojos de mi padre

    —Matadla por favor

    mi hermano y yo mirándonos

    —Padre

    incapaces de matarla

    —No diga eso padre

    mi hermano saliendo peor que tropezándose con los muebles, con las alfombras, tropezándose consigo mismo, no con los zapatos, tropezando con el interior de sí mismo que es el tipo de tropiezo que provoca las caídas más graves

    —No aguanto

    aunque chocara también con los aparadores, con la mesita de juego, con el santo enorme, tallado, que nuestro abuelo convenció al prior para que lo vendiera y dentro del almacén los dos encargados de los cobros sentados en cajas y el hombre con las muñecas y los tobillos atados tumbado en el suelo en silencio, sin mirarnos, imposible de reconocer porque le faltaban casi todos los dientes y las facciones desordenadas, torcidas, tanta sangre en la cabeza, una oreja deshecha, un solo ojo que nos atravesaba sin vernos, fuimos juntos a la escuela, fuimos juntos al gimnasio, íbamos juntos al cine, su hermana no quería salir conmigo y él la

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