Bastardos y Borbones: Los hijos desconocidos de la dinastía
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A principios del siglo XIX, los cimientos de la dinastía de los Borbones se tambalean: María Luisa de Parma, esposa del rey Carlos IV, confiesa que el monarca no es el padre de ninguno de sus hijos. A partir de ese día, la bastardía será la tónica en este lujurioso linaje desde los numerosos amantes de la reina Isabel II, uno de los cuales fue el verdadero padre de Alfonso XII, hasta Alfonso XIII -conocido como el "rey de los bastardos"-, padre de numerosos hijos ilegítimos, entre ellos, posiblemente un célebre actor español que llegó a interpretarle en el cine, incluyendo a Juan Carlos I, que tampoco se ha librado de que le adjudicasen la paternidad de una hija ilegítima.
Con ayuda de documentos inéditos rescatados de los archivos del Ministerio de Justicia, el Archivo Histórico Nacional y el Palacio Real, así como de valiosos testimonios de amigos y familiares, José María Zavala nos brinda en Bastardos y Borbones un inolvidable recorrido a través de las vidas de todos ellos y sus esperanzas de ser, al fin, reconocidos.
Reseña:
«Muerto prematuramente Juan Balansó, Zavala es quizá el mayor conocedor de las interioridades de los Borbones.»
Carmelo López-Arias Montenegro
José María Zavala
José María Zavala es periodista, escritor y cineasta. Miembro de la Real Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, es Caballero Custodio de la Orden de Calatrava la Vieja y posee la Cruz de Plata con distintivo rojo al mérito profesional. Desde hace trece años colabora con Iker Jiménez en Cuarto Milenio así como en el periódico La Razón, donde publica un artículo todos los domingos. Resultado de sus investigaciones sobre los archivos y la documentaciónde la Casa de los Borbones, ha escrito algunos libros como Dos infantes y un destino, La maldición de los Borbones, Bastardos y Borbones o Infantas. Algunas de sus obras de referencia como El Santo, la biografía del Padre Pío, El secreto mejor guardado de Fátima, Los últimos tiempos ya están aquí o Medjugorje también han merecido numerosas reimpresiones. Además, con Los Doce culminó la bilogíasobre el personaje del Jesús histórico y sus apóstoles que inició con Últimas noticias de Jesús. Ahora, con El Profeta, el autor aborda de la mano de Ediciones B el género de la novela y se centra en la figura de Jesús tras haber publicado El secreto del rey con lamisma editorial en 2013. Zavala también ha dirigido y escrito siete películas estrenadas con gran éxito en más de veinte países.
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Bastardos y Borbones - José María Zavala
A todos los bastardos, reales o no,
despojados de su historia por seres mezquinos
Agradecimientos
«De bien nacidos es ser agradecidos.»
Agradezco por eso a mis editores David Trías y Emilia Lope su inestimable ayuda para alumbrar a la criatura que el lector tiene ahora en sus manos.
Alberto, Leticia, Nuria y Cristina pertenecen también a esa entrañable «familia» de Plaza & Janés, a la que me siento unido desde noviembre de 2003, cuando publiqué Los horrores de la Guerra Civil, que tan calurosa acogida obtuvo entre el público. Lo mismo que La maldición de los Borbones, de quien este nuevo libro es en parte deudor.
Gracias, como siempre, a mi familia en la vida real —Paloma, Borja e Inés— por colmarme de felicidad.
INTRODUCCIÓN
Bastardos y Borbones
—¡Bas-tar-do…!
Además de abrupto al oído, el término originario del francés antiguo bastart resulta hiriente para quien no se resigna a escucharlo.
La Real Academia Española lo reserva, en su diccionario, a quien «degenera de su origen o naturaleza».
Aplicado a la realeza, el desdén con que sigue empleándose hoy es todavía mayor.
Recuerdo, en este sentido, el cruel comentario de Emanuela Dampierre, viuda del infante don Jaime de Borbón y madre del duque de Cádiz, sobre su nieta ilegítima Estefanía de Borbón: «Odio a los bastardos —sentenció por escrito la duquesa de Segovia—. No lo puedo resistir. Siempre acaban acercándose a uno por interés… Ella [Estefanía, hija ilegítima de Gonzalo de Borbón Dampierre] hizo unas declaraciones en las que decía haber echado en falta a un padre. Es muy fácil. Todo el mundo echa en falta aquello de lo que carece, pero ¡qué le vamos a hacer…!».
Parecida frialdad debió estremecer también a Alfonso de Bourbon —«El Borbón desconocido», como se autoproclama este hombre apellidado como el conocido whisky francés— tras sentirse abandonado por quienes un día supo que eran sus padres: Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito del rey Alfonso XIII, y la cubana Edelmira Sampedro.
Alfonso de Bourbon vive en la actualidad su ancianidad en California, Estados Unidos, donde pude al fin localizarlo y entrevistarme con él.
Nadie de su pretendida familia ha brindado jamás un solo desvelo a este caballero distinguido y afable, confiado desde su nacimiento a unas monjitas suizas de la orden de San Carlos Borromeo. Nadie, salvo la reina Victoria Eugenia de Battenberg, quien, según una de las más íntimas amigas de Alfonso de Bourbon, se ocupó a su muerte de dejarle una pensión vitalicia para que pudiese subsistir el resto de su vida.
En 1969, el mismo año que Franco designó a don Juan Carlos como su sucesor en la jefatura del Estado a título de rey, Alfonso de Bourbon visitó a su tío don Juan en Estoril. Meses después pudo conocer a su otro tío don Jaime, en París, donde residía con su segunda esposa, la prusiana Carlota Tiedemann. De ambos recibió luego, en su domicilio de San Diego, una cariñosa felicitación del nuevo año 1970.
Tanto de él como de Estefanía de Borbón, afincada también en Estados Unidos, hablaremos largo y tendido en estas mismas páginas.
Rendiremos igualmente homenaje a otra bastarda ignorada hasta hoy: Mercedes Basáñez, hija natural del rey Alfonso XII y hermana de Alfonso XIII, cuya identidad emerge al fin, con toda justicia, en esta obra.
Mercedes Basáñez era el fruto no deseado del amor insaciable de Alfonso XII, volcado esta vez en la esposa del entonces primer secretario de la embajada de Uruguay en Madrid, Adolfo Basáñez de la Fuente. Al distraído representante de la República del Uruguay pareció no importarle ceder el lecho conyugal al legítimo depositario de la monarquía española. Pero la historia encierra, a menudo, paradojas como ésta.
Mercedes Basáñez regresó a Uruguay con sus padres, siendo una niña. En 1925, con cuarenta años ya, volvió a España convertida en esposa del embajador de Chile en Madrid, Emilio Rodríguez Mendoza. Durante el lustro que permaneció en la capital española, gozó del favor de su hermano Alfonso XIII y del cariño de la infanta Isabel, apodada «la Chata».
Hallándose en el exilio de Fontainebleau, Alfonso XIII encargó a su secretario, el marqués de Torres de Mendoza, que escribiese a su hermana y al marido de ésta agradeciéndoles todo su apoyo en los momentos más duros. La carta y otros valiosos documentos los hallará el lector en estas mismas páginas.
Capítulo especial merece la correspondencia vaticana, que revela detalles de otros dos hijos bastardos de Alfonso XII: Alfonso y Fernando Sanz, frutos de la relación adúltera del monarca con la cantante de ópera Elena Sanz.
Ofrecemos también las cartas del padre Bonifacio Marín, camarero secreto del papa León XIII y confesor de la reina Isabel II, así como las del criado de palacio Prudencio Menéndez, las cuales desvelan extremos tan interesantes como ignorados de esta otra comprometida paternidad de Alfonso XII.
Merecido tributo rendimos también a Juana Alfonsa Milán Quiñones de León, hija natural de Alfonso XIII, de quien aportamos detalles sobre el trayecto final de su vida, ingresada en el hospital madrileño de la Fuenfría a causa de una más que probable demencia senil.
Juana Alfonsa Milán era hija del monarca y de Beatrice Noon, de ascendencia irlandesa, antigua institutriz de los infantes en palacio, a quienes impartía también clases de piano. Expulsada de la corte para evitar el escándalo, Beatrice Noon dio a luz en París a Juana Alfonsa, que adoptó finalmente como primer apellido uno de los títulos históricos de Alfonso XIII: el ducado de Milán.
De su educación se ocupó, al principio, el entonces embajador español en París, José Quiñones de León, convertido en su padre putativo.
Muchos años después, he podido entrevistarme con una persona que la visitó asiduamente durante su larga convalecencia en el hospital de la Fuenfría.
Obnubilada a veces, Juana Alfonsa trató de hacer valer allí su regia condición, como me contaba Carmen Valero: «Llegó incluso a pedir que le hiciesen reverencias. Tenía unos ratos tremendos y otros buenísimos.¡A mí no me levantéis la voz porque soy la hija de Alfonso XIII!
, clamaba. Y eso, en el pueblo [Cercedilla], pues no sentaba bien. Al mismo tiempo, ella tenía mucha falta de cariño. Yo iba todos los días a verla; procuraba que viniera conmigo algún conde o marqués, para que así se sintiera más acompañada».
Sirva este párrafo como anticipo de una entrevista que ilumina con gran nitidez el sombreado perfil de esta hija de rey.
Arrojaremos también luz sobre el que hemos denominado «enigma Picazo», en alusión al célebre actor español Ángel Picazo, señalado por algunos como hijo ilegítimo de Alfonso XIII.
Además de su asombroso parecido físico con el monarca, a quien encarnó en la película Las últimas horas, estrenada en 1966, ofrecemos al lector nuevos indicios sobre la paternidad de este genial actor de cine y teatro, cuya biografía sigue siendo hoy, en gran parte, un misterio. Su mismo certificado de defunción, en lugar de esclarecer sus orígenes, alimenta aún más la intriga, como en uno de los thrillers que tanto le gustaban a él.
De bastardos rebosa la dinastía que reina hoy en España.
Empezando por los ocho hijos ilegítimos de la reina María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, con su apuesto guardia de corps Agustín Fernando Muñoz.
Casada con él en secreto para no perder la regencia ni poner en peligro el futuro reinado de su hija legítima Isabel II, María Cristina debió disimular hasta la extenuación sus constantes embarazos, recurriendo al miriñaque, las ropas abultadas y la abundancia de adornos.
El lector hallará por vez primera el pasaporte a nombre de la «condesa de Isabela», gracias al cual la reina pudo cruzar la frontera de incógnito para visitar a sus hijos instalados en París.
Pero la falsa acreditación de María Cristina es cosa de niños comparada con su decisión de bautizar a cada uno de sus ocho hijos en diferentes parroquias, atribuyéndoles en sus certificados el nombre de otros padres para mantener oculto el engaño. A todo ello aludiremos, respaldados de nuevo con documentos, en el momento oportuno.
Revelaremos también detalles sobre la verdadera paternidad de las infantas Eulalia, Paz y Pilar, hijas de Isabel II; no así de su padre oficial, el rey consorte Francisco de Asís, apodado «Paquita» en las cortes europeas por razones obvias.
Intentaremos descifrar el «misterio de la niña de Alcaudete»: la supuesta hija ilegítima de la infanta Eulalia de Borbón, de la cual publicamos en el anexo documental de este libro sus certificados de nacimiento y de bautismo.
Inscrita como «Eulalia de Borbón» en ambas partidas, la niña abandonada en un hospicio de la villa jienense de Alcaudete vino al mundo el 12 de febrero de 1883, diecinueve años después que su presunta madre, la infanta Eulalia.
La primavera anterior, Eulalia había disfrutado de lo lindo con el futuro rey Carlos I de Portugal en la Feria de Sevilla. Su romance sale a relucir también en la copiosa correspondencia entre ambos, la cual tuve oportunidad de exhumar ya en mi biografía de Eulalia, La infanta republicana, publicada en esta misma editorial.
Bastardos tampoco faltan en la rama carlista de los Borbones de España. Aludiremos así a los tres hijos ilegítimos de la infanta Elvira de Borbón y Borbón-Parma, protagonista en su día de un escandaloso romance tras fugarse, ciegamente enamorada, con el pintor florentino Filippo Folchi. La infanta dio tres hijos al mediocre artista, el primero de los cuales, Jorge Marco de León, nació el 20 de mayo de 1900; cuatro años después lo hicieron los gemelos León Fulco y Filiberto.
Elvira murió repudiada por su padre don Carlos María de los Dolores de Borbón y Austria-Este, jefe de la rama carlista, nominado Carlos VII por sus partidarios.
El 16 de noviembre de 1896, Carlos VII sentenció a su hija a morir en vida declarando en público, sin piedad: «A los carlistas. Sois mi familia, mis hijos queridísimos, y me considero en el deber de anunciaros que una hija mía, la que fue infanta doña Elvira, ha muerto para todos nosotros».
Pero no siempre los adulterios regios dieron frutos palpables. El destino quiso también que todo un monarca como Alfonso XIII cayese rendido a los pies de la cantante francesa Genoveva Vix, convertida así en efímera reina de corazones.
Nacida en Nantes en 1879, Genoveva Vix tenía treinta y seis años la primera vez que el monarca la vio actuar en Madrid. Era realmente bella y distinguida; poseía un don natural para la interpretación y su voz era un torrente desbordado de fuerza y de increíbles matices.
Recién llegada a Madrid, se la escuchó cantar acompañada del genial guitarrista Andrés Segovia, en un gran concierto celebrado en el hotel Ritz que congregó a lo más granado de la aristocracia y de la nobleza.
Alfonso XIII la visitó luego en un pisito alquilado por ella en la calle Almagro. Más tarde volvió a verla en París, donde protagonizó otro apasionado romance con la celebérrima Bella Otero, reina también, pero de la frivolidad. La Bella Otero fue reemplazada muy pronto en el corazón de Alfonso XIII por otra atractiva damisela: la argentina Celia Gámez.
Camuflado bajo el nombre de «Monsieur Lamy», el monarca viajó a París para encontrarse con su diva, a la que había conocido en Madrid cuando el empresario José Campúa la contrató para actuar en el teatro Romea de la calle Carretas. «La Perla del Plata», como era ya conocida Celia Gámez, cantó para Alfonso XIII, en público y en privado, el inolvidable tango «A media luz» que la hizo tan irresistible ante sus ojos.
Otros escarceos amorosos dejaron, en cambio, huellas perceptibles. A una de éstas ya hemos aludido: Estefanía de Borbón, hija secreta de Gonzalo de Borbón Dampierre, hasta que la reconoció en 1983, tras reunirse con ella en Londres, pagado por la revista Hola, en una exclusiva de muchas cifras.
Nadie, fuera de su círculo más íntimo, sabía hasta entonces que don Gonzalo era padre de una hija nacida en Miami, Florida, el 19 de junio de 1968, fruto de su relación con la atractiva Sandra Lee Davies Landry, divorciada a su vez de Gareth Davies en 1965 y más tarde unida al astronauta Alfred Worden, uno de los primeros en viajar a la Luna a bordo del Apolo XV.
Bautizada el 4 de agosto como Stephanie Michelle de Borbón por el reverendo Roger J. Radloff, la hija bastarda de Gonzalo de Borbón fue finalmente reconocida por él mismo, pudiéndose apellidar ya Borbón con todas las de la ley.
Tampoco su primo hermano don Juan Carlos, rey de España, se libró de que le adjudicasen la paternidad de una hija ilegítima. El semanario milanés Oggi salió el 13 de septiembre de 1989 con una sensacional exclusiva que removió los cimientos de La Zarzuela.
Olghina di Robilant, antigua novia de don Juan Carlos en Estoril, dejó boquiabierto a medio mundo con estas palabras: «El rey de España es el verdadero padre de mi hija. Hoy puedo declarar tranquilamente que hubiera podido arrastrar a Juan Carlos a los tribunales, pero hubiese comprometido su futuro».
La Zarzuela jamás desmintió a Olghina di Robilant.
Según publicó el semanario, Paola di Robilant, nacida el 18 de octubre de 1959, era también hija de don Juan Carlos. Con Olghina di Robilant, precisamente, he podido entrevistarme también. La aristócrata, de 76 años, rompe al fin su silencio veinte años después de sus polémicas declaraciones.
El llamativo mutismo de la Casa Real española sobre tan grave acusación, contrastó con su fulminante desmentido sobre otra pretendida paternidad de don Juan Carlos: la de Marie José de la Ruelle, una francesa de cuarenta y siete años que en septiembre de 2001 emprendió acciones legales en París para demostrar que era hija del rey de España y de otra antigua novia suya, la princesa María Gabriela de Saboya.
La noticia pasó casi inadvertida en España. Tan sólo el diario El Mundo se hizo eco de ella con cierto relieve.
Finalmente, el Tribunal de Gran Instancia de Burdeos rechazó las pruebas genéticas que reclamaba la demandante, condenándola a pagar una indemnización.
Antes de profundizar en esta y otras muchas historias sorprendentes de los Borbones de España, quiero advertir al lector que los nombres de algunos entrevistados así como determinadas situaciones han sido alterados por petición expresa de aquéllos, sin que ello afecte en modo alguno al sentido y alcance de cuanto se relata en estas páginas.
EL AUTOR,
en Madrid, a 23 de febrero de 2010
La confesión
MADRID, MAYO DE 2009
Pocas veces he sentido un aleteo tan intenso en mi estómago como el de aquella mañana, mientras aguardaba impaciente a que el oficial del Registro del Ministerio de Justicia posase sobre la mesa de la salita de consulta la carpeta que contenía el «Expediente del Padre Don Juan de Almaraz, confesor de la Reyna María Luisa».
La sensacional historia que a continuación vamos a relatar podría haber inspirado al príncipe de las letras Alejandro Dumas, de haberla conocido, lo cual fue posible pues aconteció en vida de él, su célebre obra El conde de Montecristo.
Mi amigo Juan Balansó, uno de los mayores expertos en casas reales del último tercio del siglo XX, me había hablado varias veces de una reliquia documental que, de existir y conservarse milagrosamente aún, daría un giro copernicano a la ya de por sí convulsa historia de los Borbones de España.
Nadie, durante casi dos siglos, había publicado jamás su contenido íntegro; ni mucho menos había sido capaz de reproducirlo mediante cualquier medio, ni siquiera una simple fotocopia.
Pero entre los papeles privados de fray Juan de Almaraz, confesor de la reina María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV y madre de Fernando VII, guardaba yo entonces la remota esperanza de encontrar al fin el increíble documento.
Balansó (q. e. p. d.) había dado fe de su existencia en dos de sus libros (Trío de príncipes y La Corona vacilante), pero en ninguno de ellos había logrado transcribirlo completo; señal inequívoca de que él nunca pudo tenerlo en sus manos o de que, incluso, alguien debió referírselo tan sólo de palabra.
¿Tendría yo ahora más suerte que él? En efecto, la tuve…
Minutos después, tras apartar algunos documentos del expediente de Almaraz, descubrí un sobre lacrado con una inquietante palabra manuscrita: «Reservadísimo».
Justo debajo, con la misma caligrafía, se indicaba: «Reservado a mi confesor si muero sin ella [sin confesión], nadie lo podrá abrir ni ver más que el confesor».
Pero yo abrí, trémulo, el sobre y quedé pasmado al leer esta asombrosa revelación:
Como confesor que he sido de la Reyna Madre de España (q. e. p. d.) Doña María Luisa de Borbón. Juro imberbum sacerdotis cómo en su última confesión que hizo el 2 de enero de 1819 dijo que ninguno, ninguno [se repite en el original] de sus hijos y [sic] hijas, ninguno era del legítimo Matrimonio; y así que la Dinastía Borbón de España era concluida, lo que declaraba por cierto para descanso de su Alma, y que el Señor la perdonase.
Lo que no manifiesto por tanto Amor que tengo a mi Rey el Señor Don Fernando 7.º por quien tanto he padecido con su difunta Madre. Si muero sin confesión, se le entregará a mi Confesor cerrado como está, para descanso de mi Alma. Por todo lo dicho pongo de testigo a mi Redentor Jesús para que me perdone mi omisión.
Roma, 8 de enero de 1819
Firmado JUAN DE ALMARAZ
Si lo que el sacerdote sostenía era cierto, los Borbones de España no estaban en condiciones de exigir sangres absolutamente puras a sus herederos al trono en el momento de desposarse.
¿Qué sentido tenía entonces descalificar a un sucesor por unirse en santo matrimonio a una persona ajena al círculo de la realeza, es decir, por casarse «morganáticamente»?
Pensé enseguida en cuántas renuncias a los derechos dinásticos y en cuántos sinsabores podían haberse ahorrado no pocos Borbones; empezando por el príncipe de Asturias, primogénito del rey Alfonso XIII, a quien éste obligó a renunciar para que pudiera desposarse con la cubana Edelmira Sampedro-Ocejo, que no era de estirpe regia; sólo tras aquella renuncia y la de su hermano, el infante don Jaime, casado con la noble italiana Emanuela Dampierre, pudo don Juan de Borbón convertirse en príncipe de Asturias y, como tal, en heredero legítimo de la Corona española.
Pero ¡cómo habría cambiado la historia de España si, en lugar de Juan Carlos I, hijo del conde de Barcelona, hubiese reinado cualquiera de sus dos tíos mayores!
Nadie, seguramente, reparó entonces en la existencia del asombroso documento que releía yo aquella mañana, sumido en la perplejidad.
De todas formas, algo barruntó ya en su día la infanta Eulalia de Borbón, tía del rey Alfonso XIII, al aducir que los miembros de su estirpe no podían presumir en modo alguno de sangres cristalinas; entre otras cosas, porque ella misma sabía que no era hija de su padre oficial, el rey consorte Francisco de Asís, a quien apodaban «Paquita» en las cortes europeas por razones obvias, sino de uno de los muchos amantes de su libidinosa madre, la reina Isabel II.
Pero la deslumbrante revelación del padre Almaraz, estampada de su puño y letra en aquel legajo bajo juramento ante el Altísimo, ya en el tramo final de su vida, iba infinitamente más lejos: significaba que si era verdad lo que él decía (y no había razón, en principio, para pensar que un sacerdote probo como él fuese capaz de mentir así en un documento legado a su confesor), la dinastía de los Borbones se había extinguido en España con Carlos IV y María Luisa.
Recuerdo que el inefable Balansó bautizó ya en su día a los Borbones como «la dinastía de los Puigmoltejos», convencido de que el rey Alfonso XII no era hijo del rey consorte Francisco de Asís, sino del apuesto oficial de Ingenieros Enrique Puigmoltó y Mayans (hijo a su vez del conde de Torrefiel), con quien la reina Isabel II había protagonizado un apasionado romance. Los descendientes de Alfonso XII podían considerarse así también ilegítimos.
Pero si lo que Almaraz juraba era verdad, la bastardía del rey Alfonso XII no era exclusiva de él ni de sus cuatro hermanas —las infantas Isabel, la Chata, Pilar, Paz y Eulalia— sino que alcanzaba también de pleno a sus ascendientes más inmediatos: a su madre, la reina Isabel II, y a su abuelo, el rey Fernando VII.
De ahí la extraordinaria importancia del testimonio de Almaraz pues, si era cierto, evidenciaba también que «ninguno» de los catorce hijos de la reina María Luisa de Parma lo era del rey Carlos IV.
«¡Menudo cisma dinástico!», pensé.
Semejante revelación provenía de la supuesta confesión de la reina María Luisa en su mismo lecho de muerte. ¿Podía asegurarse, entonces, que ella también había cometido perjurio en asunto tan embarazoso, minutos antes de rendir su alma ante el Altísimo?
El testimonio de Almaraz suponía así que, tanto el rey Fernando VII como el resto de sus hermanos, eran bastardos.
Veamos a continuación, por orden de nacimiento, a quiénes se consideraba como tales:
– Carlos Clemente, infante de España (1771-1774).
– Carlota Joaquina, infanta de España (1775-1830). Casada con el futuro rey Juan VI de Portugal.
– Luisa, infanta de España (1777-1782).
– María Amalia, infanta de España (1779-1798). Casada con su tío el infante Antonio Pascual.
– Carlos Domingo, infante de España (1780-1783).
– María Luisa, infanta de España (1782-1824). Casada con el príncipe heredero Luis de Parma, futuro rey Luis I de Etruria.
– Carlos Francisco, infante de España (1783-1784).
– Felipe Francisco, infante de España (1783-1784). Gemelo del anterior.
– Fernando VII, rey de España (1784-1833).
– Carlos María Isidro, infante de España (1788-1855). Impulsor de las guerras carlistas tras oponerse a que su sobrina, Isabel II, sucediese a su padre Fernando VII.
– María Isabel, infanta de España (1789-1848). Casada en primeras nupcias con el futuro rey Francisco I de las Dos Sicilias y, en segundas nupcias, con Francesco del Balzo.
– María Teresa, infanta de España (1791-1794).
– Felipe, infante de España (1792-1794).
– Francisco de Paula, infante de España (1794-1865). Casado con la princesa Luisa Carlota de las Dos Sicilias y más tarde, tras enviudar, con Teresa Arredondo. Padre del rey consorte Francisco de Asís, desposado con Isabel II.
Por si fuera poco, además de los catorce partos, la reina sufrió en sus entrañas diez abortos fruto también, probablemente, de sus relaciones extramatrimoniales, de acuerdo con el testimonio de Almaraz.
En cualquier caso, tan frenético historial obstétrico tuvo su reflejo en la apariencia física de la reina, quien en 1789, a la edad de treinta y un años, era ya vieja, a juzgar por el testimonio del embajador ruso Zinoviev, que la pintó así: «Partos repetidos, indisposiciones, y, acaso, un germen de enfermedad hereditaria, la habían marchitado por completo: el tinte amarillo de la tez y la pérdida de los dientes fueron el golpe mortal para su belleza».
El expediente inexplorado de Juan de Almaraz, conservado en el archivo del Ministerio de Justicia, es una auténtica caja de sorpresas. Cuando juzgué concluida mi tarea, tras localizar la increíble confesión manuscrita del sacerdote, volví a toparme con otro documento inédito no menos sobrecogedor: una carta secreta del gobernador de Peñíscola.
PEÑÍSCOLA, FEBRERO DE 1834
Fechada en la localidad castellonense, el 13 de febrero de 1834, la carta del principal mandatario de Peñíscola produce aún hoy escalofríos al leerla.
Dice así:
El gobernador de aquella Plaza
Dice que al tomar posesión del Gobierno de la misma [Peñíscola] ha encontrado en un encierro al sacerdote D. Juan de Almaraz, que fue conducido a ella a consecuencia de una Real Orden de que acompaña copia, expedida por este Ministerio en 21 [de] octubre de 1827, en la cual se califica de reo de alta traición al referido Almaraz y se encargaba fuese incomunicado vigorosamente y vigilado bajo la responsabilidad personal del gobernador, y como desde aquella fecha no haya podido alcanzar aquel desgraciado ningún alivio en su dura prisión, a pesar de los beneficios decretos dictados por el magnánimo corazón de V. M. en bien de todos los españoles, cree su deber hacer presente que la conducta observada en la prisión por este reo ha sido la correspondiente a su respetable carácter que su edad de sesenta y siete años, sus enfermedades dimanadas de su senectud y sus padecimientos de seis años y medio de encierro sin comunicación, le hacen inepto para el mal como para el bien: y que todo lo que puede formar la felicidad de este respetable anciano es que V. M., tendiéndole su mano, beneficie para que no muera en su encierro, le permita volver a Extremadura, su patria, y acabar sus días en el seno de su familia.
El máximo funcionario de la prisión quedó horrorizado al abrir la mazmorra y contemplar, instantes después, a un anciano de largos y enmarañados cabellos y barba blanca crecida hasta la cintura que se le arrojó sollozando a sus pies.
Aquel espectro viviente dijo ser el fraile Juan de Almaraz, incapaz ya casi de articular palabra tras casi siete años de silencio e incomunicación.
Parecida impresión debió de llevarse, cuatro años atrás, el arzobispo de México, Pedro José Fonte, al penetrar en la lóbrega celda y ver aquel mismo fantasma arrodillado ante él implorando la indulgencia de un superior.
Sucedió a mediados de 1830, mientras Fonte era administrador de la sede metropolitana de Valencia, donde halló refugio tras ser expulsado meses atrás por los insurrectos de su diócesis en el país hispanoamericano.
Debido a su fama de hombre prudente y conciliador, y a su cercano parentesco con el ministro de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo Calomarde, el prelado Fonte fue elegido por Fernando VII para intentar invalidar ante él y ante la historia el terrible testimonio de fray Juan de Almaraz.
¿Cómo acabar con aquella horrible pesadilla, que arrebataba el sueño a un monarca sin escrúpulos como Fernando VII?
Muy sencillo: Fonte recibió el regio encargo de arrancar con sigilo al prisionero una retractación de lo que éste había escrito sobre la confesión de la reina María Luisa. Con tal fin se presentó en la fortaleza de Peñíscola, mostrando al gobernador una real orden para que le dejara comunicarse con Almaraz.
Una vez ante éste, trató de consolarle, prometiéndole que si se desdecía de su «horrible calumnia» contra la dinastía de los Borbones obtendría el perdón del rey y podría administrar de nuevo los santos sacramentos.
El preso no lo dudó y estampó su firma en un documento en el que enmendaba su testimonio rubricado en 1819, pidiendo a la vez humildemente perdón al monarca.
Con aquella rectificación por escrito en sus manos, Fernando VII respiró de momento aliviado; pero sólo de momento pues, a juzgar por su actuación posterior, el soberano demostró no tenerlas todas consigo.
Transcurrió, en efecto, el tiempo y Almaraz siguió confinado en su celda, en el mismo régimen de incomunicación.
Ante esta nueva injusticia, el arzobispo Fonte recurrió a Calomarde para tratar de que el monarca cumpliese su palabra. Alegó el prelado que su propia conciencia había quedado también comprometida, tras haberse ofrecido como instrumento del rey para obtener, mediante juramento, la ansiada retractación del prisionero.
Pero el ministro de Gracia y Justicia le previno del peligro de su insistencia en liberar al preso, replicándole —en palabras del propio José Muñoz Maldonado, conde de Fabraquer, oficial mayor de la Secretaría de Gracia y Justicia— que «el rey había visto con el más alto desagrado su recuerdo, debiendo borrar completamente de su memoria aquel asunto, como si nunca hubiera tenido conocimiento de él. Que había cumplido bien la misión que se le había confiado; pero que, terminada ésta, no debía volver a pensar en ella si no quería exponerse a recibir una muestra terrible del desagrado de Su Majestad».
El miedo atenazó para siempre la voluntad del arzobispo, que desde aquel día corrió un tupido velo sobre la suerte del infeliz Almaraz.
De todas formas, dos años después, el 29 de octubre de 1832, en vida aún de Fernando VII, el nuevo gobernador de Peñíscola volvió a reparar en la reclusión de Almaraz en esta otra misiva «reservada», esperando obtener algún favor para el desgraciado clérigo:
Hace presente, se halla en aquel castillo sin comunicación desde el 24 de septiembre de 1827 el Reo D. Juan de Almaraz: que habiendo leído el Real Decreto de Amnistía lo hace presente a V. M. para si lo tiene a bien se digne decirle si esta soberana gracia comprende al referido Almaraz o si podrá tener algún alivio.
El gobernador de Peñíscola pecó entonces de ingenuo al pasar por alto que difícilmente el mismo rey que había encarcelado al fraile para que no revelase el gran secreto de su auténtica filiación y la de sus trece hermanos, iba a correr ahora el riesgo de que lo hiciese.
Pero cuando el nuevo gobernador tomó posesión de la plaza, en febrero de 1834, Fernando VII ya había muerto. Al frente del Estado estaba ahora, como regente, su cuarta esposa María Cristina de Borbón, reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija Isabel II.
Ante esta nueva circunstancia, se entiende que el gobernador de Peñíscola insistiese sobre la suerte de Almaraz, haciendo constar al pie de su escrito: «Recuérdose a la Junta de Sres. Ministros con la mayor urgencia».
Añadamos que al régimen absolutista de los últimos años de Fernando VII, sucedió el régimen liberal, una de cuyas medidas fue la concesión de una amnistía para toda clase de delitos políticos, mediante el decreto de 16 de enero de 1834.
Sólo entonces el oficial mayor de la Secretaría de Gracia y Justicia, conde de Fabraquer, reveló al presidente del Consejo de Ministros, Francisco Martínez de la Rosa, la existencia del prisionero de Peñíscola, cuya identidad había sido escamoteada del registro por orden de Fernando VII para no dejar una sola huella de su comprometedora existencia.
Martínez de la Rosa consultó el caso con la reina gobernadora, la cual ignoraba la flagrante injusticia cometida por su esposo. María Cristina otorgó finalmente el perdón a fray Juan de Almaraz, a quien jamás había condenado un tribunal por delito alguno, sino tan sólo en virtud de sentencia dictada y ejecutada por el poder absoluto de un rey.
Otro preso no tuvo en cambio «tanta suerte» como él. Me refiero al célebre bandido madrileño Luis Candelas, a quien la reina gobernadora negó el perdón por más que éste se lo imploró en una desconocida carta en la que, entre otras cosas, le decía:
¡Ah, Señora! Esa grandiosa prerrogativa de ser árbitra en momento de su vida, empleadla con el que ruega, próximo a morir. Si los servicios que prestaría a V. M. si se dignase perdonarle son de algún peso, creed Señora que no los escaseará. Si esta exposición llega a vuestras manos, ¿será posible que no alcance gracia de quien tantas ha dispensado?
Candelas, conocido como «el bandido de Madrid», fue ejecutado a garrote vil el 6 de noviembre de 1837.
Almaraz falleció sólo trece días después que él, habiendo alcanzado al fin la libertad. En su expediente hallé un sobre lacrado, con la siguiente anotación manuscrita:
Según un parte del Jefe político de Castellón del 20 de noviembre de 1837, falleció el Padre Almaraz el día 17 del mismo mes, cuyo parte está entre los papeles del Obispado de Cuenca, en el cual poseía un beneficio.
Tenía así Almaraz setenta años cuando le sobrevino la muerte, pues había nacido en 1767, como reza su partida de bautismo:
En la Ciudad de Badajoz, a 24 días del mes de febrero de mil setecientos sesenta y siete, yo Don Juan Rodríguez Romero, Cura Theniente del Sagrario de esta Sta. Iglesia Catedral, Bauticé y puse los Santos óleos a Juan Francisco Thomas León, que nació el día veinte de este dicho mes, hijo de Juan Almaraz, difunto, y de María Thorivia Falcato, naturales de esta ciudad. Fue su madrina Ana Falcato […] Fueron testigos Félix Almaraz, su abuelo paterno, Joseph Falcato, su abuelo materno.
Cuando Juan de Almaraz vino al mundo, ignoraba su atribulado destino; no sabía que Dios le llamaría a convertirse en presbítero profeso de la orden de los Agustinos Calzados, ni mucho menos que, en el tramo final de su vida, un monarca malvado y sin escrúpulos dispondría su encarcelamiento con su acostumbrada vileza…
EL DESAFÍO
Se preguntará el lector, con razón, cómo descubrió Fernando VII el secreto de confesión de su madre, según el cual su verdadero padre no era el también rey Carlos IV, sino uno de los numerosos amantes de la reina.
Pues bien, todo empezó al fallecer la reina María Luisa. En su testamento, la soberana legó cuatro mil duros a su confesor. Pero, por más que éste reclamó la cantidad durante siete interminables años, desde 1819 hasta 1826, no percibió ni un solo duro.
Y eso que la reina había pedido encarecidamente a su hijo, el rey de España, que cumpliese a rajatabla su última voluntad.
Al clérigo, sumido en la pobreza, se le agotó finalmente la paciencia. En 1826 elevó una reclamación al monarca para que cumpliese la cláusula testamentaria de su madre. Pero Fernando VII ni siquiera le contestó.
El heredero acudió entonces a los infantes, hermanos del rey, para que le expusiesen su justa petición; pero, por más que hablaron éstos con el monarca, no lograron que aquél accediese a pagar al sacerdote lo que le correspondía.
Fue entonces cuando el imprudente clérigo empezó a jugar con fuego, pasando de las súplicas a las amenazas. No se le ocurrió otra cosa que escribir al mismísimo Fernando VII para explicarle que su madre María Luisa le había dicho en confesión, autorizándole a revelarlo después de su muerte, que «ninguno» de sus hijos lo era del rey Carlos IV y que la dinastía de Borbón era así papel mojado en España.
Por si fuera poco, además de revelar al rey el peor pecado contra el legitimismo dinástico, le conminó a que reuniese al cuerpo diplomático para hacerle partícipe de aquel increíble secreto en descargo de su propia conciencia. Si el rey no lo hacía, entonces estaba dispuesto a hacerlo el sacerdote, en vista de lo mal que aquél le trataba.
Nadie, como era natural, pudo persuadir ya a Fernando VII de que eran «hijos legítimos los demostrados por constante y no interrumpido matrimonio»; por más que sus consejeros le aseguraron que contra aquel axioma legal carecían de validez incluso los testimonios de los mismos padres, una obsesión casi patológica se apoderó del monarca: hallar el modo de sellar para siempre los labios del osado sacerdote.
LA REAL TRAMPA
Los papeles reservados de fray Juan de Almaraz me hicieron partícipe aquella mañana de otro descubrimiento: una importantísima carta manuscrita de Fernando VII al papa León XII, que rezumaba perfidia de principio a fin.
Dice así:
Beatísimo Padre:
Sabe bien Vuestra Beatitud las amarguras que trae consigo la Soberanía. Entre las que me han rodeado, y que no cesan, sobresale una que me causa un mal sacerdote y peor vasallo: éste es Don Juan de Almaraz: tengo en mi poder las pruebas más concluyentes del Plan más infame que medita contra el bien de esta Monarquía, atacándola en su raíz.
Vuestra Santidad conoce que en este delito no hay que atender a fuero alguno. No obstante, para la prosecución y conclusión de la causa intervendrá la autoridad Eclesiástica en todo lo que así lo requieren las piadosas leyes de estos mis Reynos; mas ahora sólo trato de asegurar la persona de Don Juan de Almaraz, que se la ponga en absoluta incomunicación y a disposición de mi Encargado de Negocios, Don José Narciso de Aparici, a quien doy las órdenes competentes para la buena asistencia del Reo y demás.
Procedo por mí a dar este paso porque por ahora no estoy decidido todavía a formación de Causa con la esperanza de que acaso en presentándose el dicho Don Juan de Almaraz podrá terminarse todo con menor castigo que el que forzosamente le habría de sobrevenir entregado a un Tribunal, en cuyo caso no me sería ya tan fácil poder usar de mi Real Clemencia, y de lo que daré noticia a Vuestra Santidad.
Mi Encargado de Negocios, que podrá estar en manos de Vuestra Beatitud con mi filial respeto, recogerá la contextación [sic].
Dios conserve la salud de Vuestra Santidad los muchos años que yo le deseo para bien de la Iglesia y exaltación de la fe católica.
Beatísimo Padre
de Vuestra Santidad
afecto y sumiso Hijo,
FERNANDO 7.º
San Ildefonso, 4 de septiembre de 1827
Pero ni con estas ladinas palabras, Fernando VII logró que fray Juan de Almaraz regresase por su propio pie a España, desde Roma, donde había acompañado en su exilio a los reyes padres, Carlos IV y María Luisa.
Aclaremos que Fernando VII jamás permitió a sus padres que retornasen del destierro al que los había condenado Napoleón Bonaparte.
En contra de lo que él mismo había expresado al pontífice, su «Real Clemencia» acabó siendo mucho más cruel e implacable con el padre Almaraz que cualquier tribunal de justicia.
La razón era muy sencilla: por nada del mundo estaba dispuesto Fernando VII a que la sensacional confidencia de su madre, el mismo día de su fallecimiento en Roma, pudiese trascender a la opinión pública si el confesor era procesado ante los tribunales ordinarios.
Almaraz no mordió el infame anzuelo del rey. Y entonces, el monarca ideó la forma de traerlo a España por la fuerza: una noche, en plena via Condotti, el padre Almaraz fue secuestrado mientras dormía en su habitación; poco después se le embarcó en la fragata Manzanares, anclada en Civitavecchia, que arribó finalmente al puerto de Barcelona, donde se hallaba Fernando VII con motivo de la sublevación de Cataluña, en 1827.
Nada más desembarcar, el responsable de la expedición, José Pérez Navarro, oficial de la Secretaría de Marina, comunicó al rey que la víctima se hallaba a buen recaudo en la bodega del barco, añadiendo que poco le había faltado para morirse de miedo durante la travesía.
—Y teniendo, como tenías —alegó el monarca—, orden de no dejarle hablar con nadie, ¿qué habrías hecho si te hubiese pedido confesión?
—Le hubiera absuelto yo mismo —respondió, tajante, el oficial—, y le hubiera traído el cuerpo a Vuestra Majestad conservado en un tonel de
