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Momias: La derrota de la muerte en el Antiguo Egipto
Momias: La derrota de la muerte en el Antiguo Egipto
Momias: La derrota de la muerte en el Antiguo Egipto
Libro electrónico738 páginas6 horas

Momias: La derrota de la muerte en el Antiguo Egipto

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"Las momias –nos dice José Miguel Parra Ortiz- son mucho más de lo que a simple vista parece. Gracias a ellas podemos profundizar nuestro conocimiento de la civilización faraónica y de las personas que la crearon y vivieron". No se trata tan sólo de las de los faraones: hay millones de momias –tantas que en la Edad Media se exportaron a Europa por centenares de miles para emplearlas en medicina y en el siglo XIX se las usó como combustible en los ferrocarriles-, de modo que a través de ellas nos es posible conocer, no sólo las creencias y los mitos de los egipcios, sino sus propias formas de vida.

En un libro que aúna la seriedad de la información con un planteamiento divulgador y ameno se nos habla de las pirámides y las tumbas reales, de las tumbas de los pobres, de rituales y amuletos, de lo que nos revelan sobre las enfermedades del pasado o de la arqueología de la muerte, pero también de la falsedad de las leyendas sobre supuestas maldiciones o de las trampas y falsificaciones de los traficantes de antigüedades egipcias.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Crítica
Fecha de lanzamiento27 oct 2015
ISBN9788498922776
Momias: La derrota de la muerte en el Antiguo Egipto
Autor

José Miguel Parra

José Miguel Parra (Madrid, 1968) es licenciado y doctor en Historia Antigua por la Universidad Complutense de Madrid, donde también obtuvo un máster en Traducción. Especialista en el Reino Antiguo, sobre todo en complejos funerarios con pirámides, forma parte del equipo del «Proyecto Djehuty», que excava las tumbas de dos nobles de la XVIII dinastía (Djehuty y Hery) en el cementerio de Dra Abu el-Naga, en la orilla occidental de Luxor. Ha impartido seminarios y conferencias sobre el antiguo Egipto en diversas universidades españolas, así como en numerosas asociaciones culturales y sociedades de amigos de la egiptología. Colaborador habitual de publicaciones como Historia National Geographic, Enigmas y Revista de Arqueología, es autor de una importante obra sobre los más diversos aspectos de la historia y la sociedad del antiguo Egipto, donde destacan títulos como  Los constructores de las grandes pirámides (1998), Cuentos Egipcios (1998), La vida amorosa en el antiguo Egipto (2001), Las pirámides. Historia, mito y realidad (2001), Gentes del valle del Nilo (2003), Historia de las pirámides de Egipto (2ª ed. 2008) e Historia de Egipto. Sociedad, economía y política (2009).

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    Momias - José Miguel Parra

    Índice

    Portada

    Dedicatoria

    Agradecimientos

    Introducción

    Cronología

    Mapa de Egipto

    1. Las primeras momias egipcias en Europa

    2. Los orígenes de una costumbre ancestral

    3. El proceso de la momificación

    4. Los rituales de enterramiento

    5. Amuletos, estelas, sarcófagos...

    6. Tumbas de ricos y pobres

    7. Las tumbas de los reyes

    8. Las momias de las pirámides

    9. Los despojos de los creadores del imperio

    10. Las momias reales de Tanis

    11. La paleopatología

    12. La arqueología de la muerte

    13. Las momias de animales

    14. Las momias en otras culturas

    15. La maldición de la momia

    Conclusión

    Bibliografía

    Lista de figuras

    Lista de fotografías

    Fotografías

    Notas

    Créditos

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    Para Candela,

    que para eso están los padrinos

    Agradecimientos

    Quisiera comenzar este apartado agradeciendo a las siguientes personas su aportación a la documentación gráfica que acompaña el texto: a Covadonga Alcaide, por las fotos de los sarcófagos; a Nacho Ares, por las fotos del ushebty y las de las momias, animales y humanas; a José Manuel Galán/Proyecto Djehuty, por su permiso para reproducir la «Dama blanca»; a Laura di Nobile, por las fotos de los sarcófagos y máscaras de Tanis; a Bernardo Arriaza y su página web (www.momiaschinchorro.com), por las fotos de las momias Chinchorro; a F. Cervera Arqueología y al hospital veterinario Los madroños por la foto y la radiografía del halcón; a Renée Friedman/ Hieracómpolis Expedition, por la foto de «Paddy», una de las primeras momias egipcias; a Rafael González Antón, director del Museo Arqueológico de Tenerife, por la foto de la momia guanche llamada de San Andrés; a Jaromir Malek y el Griffith Institute de Oxford, por la foto del desvendado de la momia de Tutankhamon; al Museo Nacional de Dinamarca, por la foto de Lennart Larsen del Hombre de Tollund; al Museum of Fine Arts de Boston, por la foto de la propietaria de la mastaba G 2220 de Guiza; a Richard Parkinson, por su dibujo de la tumba de Ipuy; a Johan Reinhard por la foto de la doncella mayor de Llullaillaco; a Ann Macy Roth, por su dibujo de la presentación de ofrendas; a Carlos Spottorno por la foto de la «Dama blanca», extensible a Salima Ikram, por permitirme utilizarla cediéndome una diminuta parte de su preferencia de publicación; a Eugen Strouhal y Miroslav Verner/Czech Institute of Egyptology, por las fotos de las momias encontradas en la pirámide de Neferefre y el cementerio de la familia de Djedkare Izezi, y al primero de ellos, además, por la foto de la momia encontrada en la pirámide de Djoser y la de la decoración de la tumba de Senedjem; a SGI y John J. Taylor, por la imagen del TAC realizado a la momia de Nesperennub; a Fred Wendorf, por la foto de los masacrados de Djebel Sahaba; a Jacobo Storch, por la foto de las «momias» de Pompeya; y a la York University y The Trustees of the British Museum, por la foto de Nigel Macbeth de uno de los «hombres de arena» de Sutton Hoo.

    En cuanto al cuerpo del texto, tengo la fortuna de contar con amigas estupendas, que no sólo me aguantan, sino también me hacen las veces de correctoras y críticas cuando se lo pido, como ha sucedido de nuevo con este libro: Isabel Olbés buscó un hueco para dedicárselo entre sus clases y sus alumnos; Gemma Menéndez lo halló mientras cumplía con sus obligaciones para con el Proyecto Djehuty y su tesis doctoral, al igual que hizo Margarita Conde, que terminó de leérselo mientras bregaba con los primeros meses de edad de su hija; Cristina Carracedo fue leyendo en los poquitos ratos que le dejaban libres sus hijas y su trabajo; Begoña Gugel consiguió leerlo mientras continuaba investigando para su tesis doctoral y cumplía con su labor en el Museo Arqueológico Nacional; Ana Navajas pudo hacerlo sin dejar de escribir sus artículos y continuar su investigación posdoctoral en Oxford; por su parte, mi hermana Olga encontró tiempo sin dejar de atender con su habitual diligencia a los clientes de la empresa para la que trabaja. Gracias a su atenta lectura del manuscrito y a su habilidad para atrapar erratas e indicarme despistes e inconsistencias en la redacción, el texto ha mejorado, pero quede claro que sigo siendo el único responsable del resultado final. Mi agradecimiento también a Ana Cisneros, cuyo trabajo y buen hacer como editora sólo son equiparables al número de sonrisas que es capaz de derrochar por minuto. ¡Un millón de gracias a todas!

    Introducción

    Fascinado por el texto, el arqueólogo comienza a leer en voz alta el papiro que tiene entre las manos, sin darse cuenta de que al fondo de la sala, dentro del ataúd donde la ha encontrado, la vida parece recorrer de nuevo el cuerpo inerte de la momia... Aunque pura ficción, la escena es un perfecto reflejo de lo que sucede cuando se estudian las momias con todos los recursos de la ciencia moderna: dejan de ser meros amasijos de tela, huesos y carne reseca para convertirse en testigos vivos de la civilización faraónica. Nos hablan entonces de cuando siendo niños siempre andaban con hambre, o del terrible accidente que les costó una pierna mientras construían el templo, o de lo bien que les fue al final de su vida, cuando el faraón les regaló un precioso sarcófago y unos amuletos de oro.

    Las momias son un elemento tan característico del antiguo Egipto como puedan serlo las propias pirámides. Más incluso, pues éstas apenas pasan del centenar y las momias se cuentan por millones. Las hay de todos los tamaños, todas las épocas y todos los estilos. Unas veces se trata de meros caparazones de tela enyesada sobre cuerpos sin tratar, y otras de perfectos envoltorios de vendas de lino, que ocultan en su interior un cadáver desecado con natrón.¹ Todos podían ser momificados, personas y animales. Los primeros, para revivir en la otra vida y dotar a las partes inmateriales del ser humano de un punto de referencia en este mundo. Los segundos, para acompañar a sus amos en el más allá, o como ofrendas funerarias, ofrendas votivas para los dioses o incluso como dioses encarnados.

    La tradición de preservar los cuerpos de forma artificial comenzó en Egipto antes de que empezara a formarse el Estado en el valle del Nilo y continuó hasta bien entrada la época romana. El entorno desértico en el cual enterraban a sus muertos era perfecto para desecarlos de forma natural; pero en realidad los egipcios comenzaron a momificar sus difuntos por motivos ideológicos, no para imitar a la naturaleza. Con el tiempo, la momificación se convirtió en un elemento imprescindible, junto con la propia tumba y las ofrendas funerarias, del modo de entender la muerte de los egipcios.

    Transformadas en plena Edad Media en un remedio milagroso contra todos los males, comenzó entonces un fluido tráfico que incorporó las momias egipcias al imaginario europeo. Llegaron al continente por centenares de miles y, cuando sus virtudes sanadoras quedaron arrinconadas en los libros de alquimia, comenzaron a utilizarse como abono y luego como curiosidad con la que deleitar al público en conferencias y fiestas selectas. El resultado de semejante difusión es que no hay museo en el mundo que no conserve y exponga con orgullo unos cuantos ejemplares.

    En las páginas siguientes se ofrece una visión general sobre el mundo de las momias egipcias que esperamos permita al lector satisfacer su curiosidad al respecto, así como comprender un poco mejor qué se oculta tras esas polvorientas tiras de lino. En el capítulo 1 se indaga en los motivos que llevaron a las momias a convertirse en una medicina y cómo lentamente han llegado a ser consideradas una fuente imprescindible para el conocimiento del antiguo Egipto. Las páginas del capítulo 2 están dedicadas a comprender las razones que llevaron a los egipcios a querer preservar la integridad física de los cadáveres de sus seres queridos y cómo la momificación se convirtió en un elemento básico de sus creencias funerarias. El capítulo 3 trata de la descomposición de los cadáveres y de los medios utilizados en el valle del Nilo para atajarla. En el capítulo 4 se describen los rituales que rodeaban tanto el embalsamamiento como la inhumación de los egipcios y en el capítulo 5 se hace lo propio con todos los elementos del ajuar funerario. El capítulo 6 y el capítulo 7 están dedicados, respectivamente, al estudio de las tumbas de la gente corriente y de los faraones. Los capítulos 8, 9 y 10 tratan de las momias de los reyes egipcios que han llegado hasta nosotros, ya se hayan encontrado dentro de las pirámides, en el Valle de los Reyes o en cementerios olvidados del Delta. El capítulo 11 profundiza en las momias como fuente de información biológica sobre los egipcios: sus enfermedades, su aspecto físico, sus hábitos alimentarios, etc., mientras el capítulo 12 indaga en el tipo de información complementaria (capacidad económica, modo de vida, aspectos sociales) que nos ofrece un enterramiento. Las momias de animales, las más numerosas de todas, son el motivo de ser del capítulo 13. En el capítulo 14 abandonamos las Dos Tierras para ir a recorrer el mundo y echar un vistazo somero a las momias de algunas otras culturas. Por último, el capítulo 15 demuestra que no hay que tenerle ningún miedo a la maldición de los faraones.

    Adelante, amigo lector, levanta la tapa del sarcófago y habla con las momias, te sorprenderás de todos los secretos que te pueden revelar; llevan miles de años esperando una oportunidad como ésta para contarle al mundo cómo era vivir a orillas del Nilo.

    Cronología

    ¹

    Período Predinástico (4000-2920)

    Dinastía 0, reyes anteriores al Estado unificado (c. 3000-2920)

    Período Dinástico Temprano (2950-2650 a. C.)

    I dinastía, tinita (2950-2775)

    II dinastía, tinita (2775-2650)

    Reino Antiguo (2650-2125 a. C.)

    III dinastía, pirámides escalonadas (2649-2575)

    IV dinastía, grandes pirámides de caras lisas (2575-2450)

    V dinastía, pirámides y templos solares (2450-2325)

    VI dinastía, pirámides estandarizadas (2325-2175)

    VII/VIII dinastía, numerosos reyes efímeros (2175-2125)

    Primer Período Intermedio (2125-1975 a. C.)

    IX dinastía, heracleopolitana (2125-2080)

    X dinastía, heracleopolitana (2080-1975)

    XI dinastía, tebana (2080-1975)

    Reino Medio (1975-1640 a. C.)

    XI dinastía, todo Egipto (1975-1940)

    XII dinastía, pirámides de ladrillo (1938-1755)

    XIII dinastía, unos setenta reyes efímeros (1755-1630)

    XIV dinastía, reyes menores, quizá coetánea a las dinastías XIII y XV

    Segundo Período Intermedio (1630-1520 a. C.)

    XV dinastía, hyksos (1630-1520)

    XVI dinastía, reyes hyksos menores, coetáneos a la XV dinastía

    XVII dinastía, reyes tebanos (1630-1540)

    Reino Nuevo (1539-1075 a. C.)

    XVIII dinastía, período imperial (1539-1292)

    XIX dinastía, Ramsés II y sus sucesores (1292-1190)

    XX dinastía, faraones ramésidas (1190-1075)

    Tercer Período Intermedio (1075-715 a. C.)

    XXI dinastía (1075-945)

    XXII dinastía (945-715)

    XXIII dinastía, varios reyes coetáneos (830-715)

    XXIV dinastía, saíta (730-715)

    XXV dinastía, Nubia y Tebas (770-715)

    Baja Época (715-332 a. C.)

    XXV dinastía, Nubia y Egipto (715-657)

    XXVI dinastía (664-525)

    XXVII dinastía, persa (525-404)

    XXVIII dinastía (404-399)

    XXIX dinastía (399-380)

    XXX dinastía (380-343)

    XXXI dinastía, segundo período persa (343-332)

    Período helenístico (332-30 a. C.)

    Los macedonios (332-305)

    Dinastía ptolemaica (305-30)

    Período romano (30 a. C.-395 d. C.)

    1

    Las primeras momias egipcias en Europa

    ¿Cuándo empezó a saberse en Europa de la existencia de las momias egipcias? Sin duda, la costumbre faraónica de la momificación fue conocida por los pueblos vecinos de Egipto desde el momento mismo en que entraron en contacto con la cultura del valle del Nilo. Los enterramientos no eran algo secreto en Egipto —más bien al contrario— y menos aún el proceso preservador sufrido por los difuntos. Grecia fue la primera de las actuales naciones europeas en entablar una relación continuada con Egipto y, según fue aumentando el grado de contacto entre ambas culturas, más curiosos se mostraron los griegos al respecto de las momias egipcias. En el siglo VII a. C. los faraones egipcios empezaron a recurrir de forma habitual a mercenarios helenos para reformar las fuerzas egipcias en combate. Tanto fue así, que aquéllos terminaron asentándose en el propio Egipto; concretamente en el Delta, en ciudades como Náucratis, fundada para ellos. Es entonces cuando podemos considerar que las momias egipcias llegaron a Europa por primera vez, sobre todo por la presencia en la ciudad de numerosos mercaderes. No resulta nada extraño pensar que alguno se llevara como recuerdo a la Grecia continental una pequeña momia de animal para sorprender a sus vecinos y amigos. Más complicado parece pensar un suceso semejante con una momia humana, pero ¿quién sabe?

    Es Heródoto (484-425 a. C.) el primero que nos ofrece, en el siglo V a. C., una descripción del modo de proceder de los embalsamadores egipcios, un claro indicio del interés que tales prácticas despertaban ya entre sus lectores. Pocos siglos después, durante la época de los Ptolomeos, la cultura macedónica del grupo gobernante y la cultura faraónica del pueblo egipcio coexistieron en el valle del Nilo durante centenares de años, sin mezclarse, como el agua y el aceite. Las momias siguieron siendo entonces parte vital del devenir funerario de los egipcios; más que antes incluso, pues ahora la momificación se había abaratado y estaba al alcance de las personas con menos posibles. Todo el mundo helenístico, heredero del desmembrado imperio de Alejandro Magno (356-323 a. C.), conocía las momias egipcias. Cuando Julio César (100-44 a. C.) y Marco Antonio (83-30 a. C.) convirtieron Egipto en una provincia del Imperio romano, la existencia de estas momias terminó por alcanzar el corazón de Europa. De hecho, como demuestran los retratos de El Fayum (Fig. 1.1), no fueron pocos los romanos asentados en el valle del Nilo que terminaron adoptando la práctica funeraria egipcia. Las momias habían pasado a ser un referente cultural más del mundo latino, exótico por su procedencia, pero inequívoco de la amplitud del imperio.

    FIGURA 1.1. Retrato de mujer romana anónima. Saqqara (325-350 d. C.).

    Las circunstancias que, siglos después, terminarían por desposeer a las momias egipcias de su nombre autóctono (sah ) comenzaron a gestarse también en la época romana. Durante este proceso acabaron por adquirir el nombre que hoy es universalmente empleado para referirse a ellas —con sus variantes nacionales, claro está—. El responsable, inocente, del comienzo del bautizo no fue otro sino Plinio el Viejo (23-78 d. C.); veamos cómo. En una de sus obras glosó las notables virtudes terapéuticas de un producto exótico recogido en las llanuras de la lejana Persia, donde afloraba de forma natural. Se trataba de una sustancia gomosa y negra de penetrante olor, que hoy conocemos como betún y los persas llamaban mumia. El tratado médico de Dioscórides (40-90 d. C.) y el de Avicena (980-1037 d. C.) también se hacen lenguas de esta sustancia, remedio eficaz, tanto inhalada como ingerida, para tratar abscesos, erupciones, fracturas, epilepsias, vértigos... una auténtica maravilla. No es de extrañar que su uso se difundiera rápidamente por Europa. Comenzó entonces un próspero negocio de importación-exportación de una medicina que, hoy día, empleamos para asfaltar las calles.

    Convertida en la aspirina de la época, la demanda de mumia aumentó tanto que terminó por agotar los recursos persas.¹ Negociantes al fin, los mercaderes orientales no tardaron en encontrar un sustituto al preciado y escaso producto. Como veremos en el capítulo 3, durante el proceso de la momificación el cuerpo era embadurnado entre otras sustancias con resinas y aceites que, al secarse, endurecerse y oxidarse terminaban adquiriendo un color y consistencia casi idénticos a los del betún natural. Los avispados mercaderes egipcios consideraron que esta resina seca encontrada en las momias era la sustancia perfecta para sustituir al betún original. Estamos a años vista de la aparición de la egiptología como ciencia, de modo que a nadie le preocupaba todavía el destino de unos restos humanos y animales viejos y polvorientos. Además, como en Egipto existían millones de momias de todo tipo, eran fáciles de conseguir y el suministro quedaba asegurado por mucho tiempo.

    Siempre atentos a los últimos avances de la farmacopea, los médicos occidentales consideraron que el cambio del betún por la resina seca de la momificación había sido para mejor. Según su versada opinión, los músculos y la carne humana adheridos ocasionalmente a la nueva variedad de mumia poseían características particulares que mejoraban las propiedades terapéuticas de la misma. En 1581, en Fráncfort del Meno se vendían tres variedades de momia: 1) Mumia arabus, Mumia sepulchorum, Mumia factitia, pissasphaltum, seu picibitumen factitium; 2) Mummia Arabus vulgaris; y 3) Mumia Grecorum, pissasphaltum, picibitumen. El evidente aspecto antropófago de la práctica no debe sorprendernos demasiado, porque hoy día se sigue haciendo algo semejante: los médicos han utilizado la glándula pituitaria de cadáveres para preparar remedios contra las deficiencias en la producción de la hormona del crecimiento. No obstante, no todos los galenos de la época estaban a favor de la mumia como panacea médica. El francés Ambroise Paré (1509-1590) dejó clara su opinión contraria en su Discours de la momie (1582):

    Pero el efecto de esta malévola droga es tal que no sólo no mejora nada a los enfermos, como he visto numerosas veces por propia experiencia en aquellos a los que se les hace tomarla, sino que les causa un gran dolor en el estómago, con apestosidad en la boca, grandes vomitamientos, que son origen de conmociones en la sangre y más la hace salir de los vasos que la detiene.²

    Dado que incluso los reyes la utilizaban (Francisco I de Francia [1499-1547] viajaba siempre con una pequeña reserva personal por si un acaso de enfermedad o herida, que tomaba mezclada con polvo de ruibarbo), la demanda de mumia en Europa era brutal y los saqueadores de tumbas se las veían y deseaban para abastecer al mercado. En vez de ensuciarse las manos buscando necrópolis antiguas, los menos escrupulosos de los mercaderes de Alejandría recurrieron, ya desde el 1200 d. C., a la momificación de asesinos ajusticiados y personas fallecidas sin identificar. Adecuadamente tratados, estos cuerpos daban el pego a los menos conocedores de la mercancía. Guy de la Fontaine (1517-1590), médico del rey de Navarra, descubrió la superchería en 1564, cuando tras ver la colección de momias del principal vendedor de la ciudad le preguntó por los procedimientos de momificación de los antiguos egipcios. Riéndose de su ingenuidad, éste le confesó entonces que eran momias falsas, unas treinta o cuarenta, que él mismo había estado haciendo en los últimos cuatro años a partir de los cuerpos de esclavos y otras personas. Sólo en el siglo XVIII se consiguió detener este tipo de falsificación, justo cuando en Europa comenzaba la decadencia de la mumia como remedio de botica. Pese a ello, poco dados al cambio y mucho a copiarse unos a otros, algunos sesudos tratados de medicina de la época siguieron nombrándola. Terminada la demanda también lo hizo el tráfico y la mumia desapareció de los botiquines europeos; pero no sin antes dejar como herencia su nombre a los millones de seres muertos —hombres y animales— cuyo proceso de descomposición se ha detenido, ya sea por causas naturales o artificiales. Tanto éxito tuvo la sustitución del betún por la resina de embalsamar reseca que el continente —los cuerpos desecados (Fig. 1.2)— terminó por adquirir el nombre del contenido —la sustancia resinosa.

    FIGURA 1.2. Momia de mujer encontrada por los miembros de la expedición napoleónica a Egipto.

    Con todo, el uso de las momias egipcias como medicina no ha sido ni el único ni el más degradante de los sufridos por ellas. Los pintores del siglo XVIII, por ejemplo, les descubrieron otra utilidad. Triturado y mezclado en las justas proporciones con los aglutinantes adecuados, un trozo de momia se transformaba en una excelente pintura de color marrón. Entre las virtudes del «marrón de momia» se contaban su tono brillante y, en especial, su capacidad para secarse sobre el lienzo sin agrietarse.

    Otro uso bastante especial de las momias fue el de materia prima para la fabricación de papel. La cosa sucedió, cómo no, en Estados Unidos. Primero se trató de una mera especulación teórica por parte del Dr. Isaiah Deck (1819-1862), quien en 1855 publicó un artículo en el Sycaruse Standard en el que llegaba a la conclusión de que importar momias desde Egipto para aprovecharlas como materia prima sería muy rentable económicamente. Una momia está enfajada, como término medio, por unos 16 kilos de vendas de lino. Importada desde Egipto, esa tela alcanzaba un precio de 6 centavos por kilo, es decir, la mitad que idéntico material fabricado en Estados Unidos. Eso sin contar con las valiosas resinas y aceites aromáticos que acompañaban al cuerpo, recuperables tras un proceso de purificación no muy caro. Deck no fue más allá en su lucubración, pues no llegó a sugerir en su artículo el uso de las vendas para fabricar papel. Un año después, sin embargo, llegó a los periódicos la noticia de que alguien en Nueva York las estaba utilizando justo para eso. Aquí quedó la

    cosa hasta el estallido de la guerra de Secesión, que tantos estragos humanos y económicos causó en el país. La tela era necesaria para vendas y uniformes, de modo que los imprescindibles trapos para la fabricación de papel no tardaron en escasear.³ Lógicamente, su precio subió. Tanto que en 1863 dos avispados industriales —Augustus Stanwood y William Tower— importaron desde Egipto varios cargamentos de momias destinadas a servir como materia prima para la pasta de papel. El resultado fue un basto papel de estraza, vendido a fruterías y tiendas de ultramarinos para envolver sus mercancías.

    Siendo chocante como es, la reutilización del lino de las momias con fines industriales no lo es tanto como la noticia de que, durante un decenio largo, los ferrocarriles egipcios calentaron sus calderas usando momias como combustible. Bien pensado, la idea no resulta tan descabellada. En una momia puede haber hasta 24 kilos de material altamente inflamable: tela, huesos, papiros, resinas, aceites... Es innegable que su poder calórico es muy alto. Con todo, se trata de un dato que merece ser considerado con la mayor de las reservas. Es cierto que la fuente es uno de los más incisivos reporteros norteamericanos de la época, bien conocido por su capacidad para analizar con agudeza y acierto el mundo en que vivía, pero también, y sobre todo, por ser uno de los más guasones y ácidos miembros del gremio: Mark Twain (1835-1910). En su obra Inocentes en el extranjero (1903), relato de sus sufrimientos como turista, nos habla de los ferrocarriles egipcios, de los cuales tuvo conocimiento de primera mano durante su estancia en el valle del Nilo (cap. LVIII):

    No hablaré de los ferrocarriles, pues son como cualquier otro ferrocarril. Sólo diré que el combustible que utilizan para la locomotora está compuesto por momias de tres mil años de antigüedad, adquiridas con ese propósito a tanto la tonelada o en el cementerio y que, en ocasiones, uno escucha al profano ingeniero decir malhumorado en voz alta: «J---r con estos plebeyos, no se queman nada... pásame un rey».

    De cualquier modo, según comenzaron a hacerse más populares los viajes turísticos a la tierra del Nilo, el destino más habitual de las momias fue el de terminar como mero souvenir. Un europeo recién llegado a Egipto, ansioso por disfrutar de todo el sabor del misterioso país de los faraones, estaba más que dispuesto a conseguir algo realmente exótico que llevarse a casa. Sabedores de esta predisposición, los guías no tardaban en ofrecerle la posibilidad de una interesantísima caza del tesoro, destinada a encontrar unas cuantas momias. En ocasiones las tumbas profanadas eran monumentos antiguos, pero eran las menos. La mayor parte de los «tesoros» de momias descubiertos por los turistas eran agujeros preparados al efecto, rellenos de momias de todo pelaje. Igual que ir de caza mayor, bastaba con situarse en el lugar indicado por los monteros y esperar para cobrar la pieza. Uno de los turistas más conocidos en recibir semejante tratamiento fue el hijo de la reina Victoria y futuro rey de la Gran Bretaña, Eduardo VII (1841-1910). El por entonces príncipe de Gales tuvo la increíble «fortuna» de encontrar un importante conjunto de momias de tremendo valor, le aseguraron (Fig. 1.3). Regresó a casa tan encantado con la experiencia que incluso sufragó de su bolsillo la publicación de una noticia del acontecimiento.

    FIGURA 1.3. Descubrimiento de una momia en una excavación cerca de Tebas en presencia de su alteza el príncipe de Gales, 18 de marzo de 1862.

    Las anécdotas al respecto de las momias-recuerdo son innumerables, sobre todo desde que a mediados del siglo XIX la creación del Servicio de Antigüedades y el comienzo de la protección oficial del patrimonio egipcio convirtieran su exportación en un delito. Fue sin duda el deseo de sentir la adrenalina corriendo por sus venas, el origen del fallido intento de dos turistas —las señoritas Brocklehurst— por convertirse en contrabandistas de momias. Habiendo viajado por el Nilo en su casa flotante, regresaban a El Cairo completamente decididas a escamotear su botín ante los ojos de los aduaneros. Sólo dos circunstancias pudieron al fin disuadirlas: la cercanía de la aduana y la tremenda peste, cada vez más penetrante, emitida por el cuerpo en descomposición. La liberadora llegada de la noche les permitió deshacerse de las pruebas de su casi delito.

    Otro turista, más firme o afortunado a la hora de sortear la aduana cairota, llegado a Europa se libró por los pelos de un mal encuentro con la justicia. Tras conseguir sacar de Egipto dos momias y embarcarlas en un tren camino a casa, se quedó estupefacto cuando la policía se dirigió a él muy escamada. Convenientemente asustado por la presencia de la autoridad, fue sometido a un decidido interrogatorio. La cosa comenzó cuando, en una revisión rutinaria, las momias fueron descubiertas en el vagón de equipajes. Dado el macabro contenido de sus maletas, creyeron ver en nuestro turista a un sanguinario asesino que intentaba deshacerse de los cuerpos del crimen, nunca mejor dicho. Suponemos que los amuletos egipcios de los supuestos asesinados terminaron por convencer a los policías de la inocencia del escamoteador de momias, pero ¡vaya susto! Con cadáveres sí que trató nuestro siguiente turista, encantado con la ganga conseguida en Asuán, una momia auténtica nada menos. El problema fue que, una vez analizada, la supuesta antigüedad faraónica resultó ser el cuerpo de un ingeniero inglés fallecido apenas unos años antes. Los egipcios le habían dado al turista gato por liebre. No es de extrañar: en el caso de las momias, en ellos es una costumbre inveterada, llevan haciéndolo miles de años.

    La probidad de la mayor parte de los artesanos de las momias fue pareja a la falta de escrúpulos de algunos embalsamadores, en especial de época ptolemaica y romana. Por ejemplo, en algunos casos el problema de unas piernas demasiado largas para el sarcófago se solucionó partiendo los tobillos del difunto; se consiguió así la reducción de la momia en unos centímetros, que permitieron apañar el encargo. Si, después de ser extraídos, los órganos internos del cadáver se perdían o estropeaban antes de ser convenientemente momificados, la solución era sencilla, reemplazarlos por réplicas: los intestinos por cuerda, el hígado por una piel de vaca y los demás órganos por trozos de cuero y trapos. Un caso mucho más sangrante es el de la supuesta momia de un niño de época grecorromana que, al ser desvendada por William Mathew Flinders Petrie (1853-1942), resultó ser un fémur (para simular la longitud adecuada) unido a una tibia y un cráneo viejo relleno de barro (para conseguir la forma precisa de la cabeza y el torso). Lo más chocante es que el conjunto fue cuidadosamente vendado, introducido en un ataúd y luego enterrado. ¿Una falsificación para ganar tiempo y dinero o un cuerpo desaparecido por un desgraciado accidente? Imposible saberlo.

    Con todo, las momias falsificadas en mayor número fueron las de animales. En época ptolemaica y romana, la costumbre de ofrendarlas a los dioses se volvió universal (véase el capítulo 13). Tanto que se han encontrado multitud de necrópolis con millones de animales momificados: ibis para el dios Thot, cocodrilos para el dios Sobek, toros para el dios Apis... Se ha llegado a sugerir, incluso, que junto a los templos los sacerdotes mantenían criaderos de animales destinados al sacrificio y a ser vendidos a los fieles. La momificación de estos animales se convirtió en un proceso casi industrial, destinado a satisfacer una elevada demanda. Esta circunstancia espoleó la picaresca de algunos, que se dedicaron a vendar cualquier material susceptible de pasar por el animal deseado una vez tratado: trapos, huesos, ladrillos, trozos de cerámica, etc. (Foto 1). No es de extrañar que el cuerpo del ingeniero inglés acabara siendo vendido transformado en una «legítima» momia faraónica. Muchos son los museos que cuentan con este tipo de falsificación en sus vitrinas. Como vemos, las momias egipcias nunca han dejado de ser un producto del que se podían conseguir importantes beneficios, no siempre legítimos.

    En realidad, el sistema más sencillo de obtener ganancia de las momias era saquearlas. El robo de momias ha sido una constante en Egipto desde que los cuerpos comenzaron a enterrarse con ajuar funerario, es decir, desde antes de la aparición del Estado. La cantidad de riqueza inhumada era tan grande como la tentación de conseguirla mediante unas pocas horas de trabajo. Petrie nos habla en sus memorias de excavación de tumbas predinásticas halladas intactas por sus hombres; pero que demostraron haber sido saqueadas apenas unos días después de haberse realizado el enterramiento original, millares de años atrás. Acompañadas por valiosos amuletos de materiales preciosos y un importante ajuar, las momias suponían una tentación demasiado grande. Tentación que aumentaba cuando la tensión económica soportada por la sociedad era mayor, como sucedió a finales de la XX dinastía. Los reinados de Ramsés IX y Ramsés XI debieron de ser especialmente propicios para ello, puesto que nos han proporcionado los sumarios de dos importantes juicios habidos contra los responsables del robo de tumbas en las necrópolis de Tebas.

    Por aquellas fechas el saqueo estaba completamente institucionalizado. Existían varios grupos establecidos de ladrones, en algunos casos apoyados por funcionarios de categoría, que saqueaban a placer las tumbas. En realidad, todo el mundo conocía los turbios negocios despachados por la noche en la necrópolis, pero a nadie le preocupaba demasiado. A algunos porque al final recibían una parte del robo y a otros porque la gente implicada contaba con apoyos que hacían peligrosa la delación. De hecho, todo el asunto estalló por los celos entre dos altos funcionarios. Uno de ellos decidió acusar al otro de connivencia en los robos con la intención de hacerlo desaparecer como contrincante político. Destapado el caso, las autoridades actuaron. No tardaron en encontrar a los culpables —a parte de ellos al menos— y los interrogatorios dieron su fruto. Los diligentes escribas tomaron nota de todo y ésta es la transcripción de la confesión de un tal Imenpanefer sobre su participación en los hechos:

    En el año 13.º del faraón, vida, salud, fuerza, nuestro señor, partimos para saquear los monumentos funerarios según nuestro modo de hacer, al que nos entregábamos con mucha regularidad [...]. Después, pasados algunos días, los cuidadores de Tebas se enteraron de que habíamos cometido saqueos en el Occidente. Se hicieron con nosotros y me encerraron en el lugar del gobernador de Tebas. Tomé los veinte deben⁴ de oro que me habían tocado como parte. Se los di al escriba del distrito de Tameniu, Khemopet: me liberó. Me reuní con mis cómplices y ellos me dieron una parte. Hasta el día de hoy me seguí dedicando a la práctica de saquear las tumbas de los dignatarios y de las personas de la región que reposan en el occidente de Tebas, junto con los demás saqueadores que me acompañan, una gran cantidad de gentes de la región, que se dedicaban también al saqueo y que se encuentran agrupadas en equipos.

    Papiro Amherst-Leopold II.

    No está mal para una sociedad de hace tres mil años: robos, saqueos, funcionarios corruptos, sobornos, juicios escandalosos, celos profesionales... Las momias eran una fuente de riqueza y todos lo sabían. El ladrón detenido por la policía no tuvo más que ofrecer su parte del botín al carcelero para ser liberado y poder continuar con el saqueo. Las momias no sólo beneficiaban a los ladrones, sino también a los encargados de protegerlas, pero ¿quién vigilaba al vigilante? En realidad los saqueadores no eran desechos de la sociedad, sino personas de clase media baja, que buscaban en ellas un sobresueldo para conseguir un mejor pasar. Su temor a ser sorprendidos no era demasiado grande, pues caso de ser atrapados tenían la seguridad de poder librarse sin demasiados problemas. Pese a sus propias creencias funerarias —con seguridad la idea de ver su propia momia profanada los molestaba enormemente—, no mostraban ningún respeto por los cuerpos momificados. Así describe el informe final de la Administración la técnica de los ladrones para hacerse rápidamente con el botín:

    Se constató que los saqueadores las habían profanado todas, que habían arrancado a sus

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