El país de las últimas cosas
Por Paul Auster
4/5
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«Poderoso, enigmático, imaginativo y tratado con maestría… Uno de los mejores intentos modernos de describir el infierno», The Washington Post.
«Recuerda en muchos sentidos a 1984 de Orwell. Auster crea en estas páginas un lugar tan real que podría ser nuestro propio país, tal vez nuestra propia ciudad», The Atlanta Journal Constitution.
«Una breve obra maestra», Sunday Telegraph.
«Una fábula fascinante y onírica sobre una sociedad peculiarmente reconocible», Publishers Weekly.
«Esta novela implacablemente abstracta se mantiene, sin embargo, arraigada en el mundo cotidiano y, por lo tanto, resuena como verdad moral e histórica. Un logro asombroso», Kirkus Reviews.
«El país de las últimas cosas es el futuro distópico de Paul Auster; una novela tensa y cautivadora, tan desgarradora e intelectualmente lúdica como Beckett», Time Out.
En el país de las últimas cosas todo tiende al caos, las calles desaparecen y ya no hay nacimientos. Anna Blume cuenta en una carta lo que sucede allí: llegó para encontrar a su hermano William y descubrió una tierra en la que la búsqueda de la muerte ha reemplazado a los avatares de la vida. Para sobrevivir, Anna se convierte en una recolectora de objetos del pasado que vende a cambio de comida y refugio. Pero también encontrará esperanza en este mundo desolado.
Maravillosa incursión de Paul Auster en el terreno de lo distópico, su aportación al género es tan inquietante como bella. Ambientada en un futuro distante pero turbadoramente reconocible, nos envuelve en una atmósfera al mismo tiempo tensa y fascinante; un lugar en el que resuena más fuerte que en ningún otro sitio la pregunta de qué es lo que nos hace realmente humanos.
Auster de nuevo ponía al límite su talento con un texto «poderoso, enigmático, imaginativo y tratado con maestría… Uno de los mejores intentos modernos de describir el infierno» (The Washington Post), un reto imaginativo y formal que acabó cristalizando en «una breve obra maestra» (Sunday Telegraph).
Paul Auster
Paul Auster was the bestselling author of 4 3 2 1, Bloodbath Nation, Baumgartner, The Book of Illusions, and The New York Trilogy, among many other works. In 2006 he was awarded the Prince of Asturias Prize for Literature. Among his other honors are the Prix Médicis Étranger for Leviathan, the Independent Spirit Award for the screenplay of Smoke, and the Premio Napoli for Sunset Park. In 2012, he was the first recipient of the NYC Literary Honors in the category of fiction. He was also a finalist for the International IMPAC Dublin Literary Award (The Book of Illusions), the PEN/Faulkner Award (The Music of Chance), the Edgar Award (City of Glass), and the Man Booker Prize (4 3 2 1). Auster was a member of the American Academy of Arts and Letters and a Commandeur de l’Ordre des Arts et des Lettres. His work has been translated into more than forty languages. He died at age seventy-seven in 2024.
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Comentarios para El país de las últimas cosas
596 clasificaciones17 comentarios
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jun 22, 2025
A dreamlike dystopian novel about a woman's plight to find her missing brother in an unnamed city where society has collapsed. Any means of making money is past, except by scavenging what has been left behind. The book has a strange structure; it's essentially a long letter written by the narrator, Anna, to a close friend. Overall, reading "In the Country of Last Things" is an extremely unsettling, inconclusive and haunting experience. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
May 2, 2024
Me ha gustado, aunque reconozco que al principio no me enganchó. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Mar 12, 2024
Muy intensa, lo peor de la condición humana, se refleja en este libro, no hay personajes excéntricos, pero simpáticos típicos de Auster, es como una especie de fábula ,quedan cosas por explicar y termina de forma abrupta, aún así a mí me ha gustado mucho la verdad. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jun 6, 2022
Muchas recomendaciones me hicieron acerca de este libro para la decepción que me ha causado. Nada que me intrigue o me motive a seguir leyendo. Sin más - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Nov 22, 2021
Quizás a dónde nos traslada Auster es al infierno mismo, con toda la crudeza que este ofrece, quizás también es una manera de criticar al capitalismo y su fiel discípulo “el individualismo”.
En esta novela, a través de una carta nos cuenta las andanzas de la protagonista en el más desolador de los escenarios, y cómo transita cada uno de sus días hasta el final. Por fin el amor llega en algunas escenas y produce una luz de esperanza que nos hace olvidar del hambre, las injusticias y de ese país de las últimas cosas. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Nov 28, 2020
Me pareció un relato muy 'visual' casi una película en palabras. Es una historia donde se pone de manifiesto la 'humanidad' de los personajes (si buscas súper héroes aquí no los encontrarás), y por ende es el condimento principal.
Es una lectura amena, divertida y de fácil entendimiento. Muy recomendable, pero me dejó un saborsito a poco....quizás, a mi modestisima opinión, debió ahondar algunos personajes. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Jan 19, 2020
Una de las mejores distopías que he leído en mi vida. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Dec 10, 2018
In the Country of Last Things is a sublime dystopian novel which, from what I've seen, doesn't get a lot of attention. It was the first Paul Auster book I read and it turned me into a lifelong fan. Very dark, as is to be expected given the genre. Let's hope things don't go to this extreme in the real world. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Aug 31, 2018
Una gran distopía, una historia brillante sobre el fin de la civilización. Tuve pesadillas siendo un saltador que busca acabar con su vida, en una ciudad cuyo gobierno cumple la única función de distribuir la miseria a partes iguales entre sus asociados; tal como ocurre hoy día en muchas de las mayores urbes de latinoamerica, donde los servicios de ejecución son tan eficaces como en la novela, aunque mucho menos altruistas. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jun 7, 2018
odd but compelling novel - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Apr 11, 2018
Magnifico en la forma y en el fondo. Una da las primeras que leí de Paul Auster, que me hizo buscar muchas más. - Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Mar 13, 2018
mi primer libro que me llevo a leer sus obras literarias. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Dec 15, 2015
In the Country of Last Things was a journal about a womans life as she hunts for her lost brother during the colapse of civilization. Even though a name is never give to the city for some reason I always pictured it as New York. Auster descriptions danced around me as I read about the trials and tribulations of Anna.
Paul Austers writing was sparce, not a word was wasted. I wish there had been more. I could have read for much longer.
I would definitly recomend this book to others. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Feb 26, 2015
Amazing voice, compelling and it sucked me in immediately... very dark, amazing book I am ashamed for having not read until now. - Calificación: 2 de 5 estrellas2/5
Mar 19, 2012
I have nothing against post-apocalyptic stories. I'm not a fan of despair. Sadly, "In the Country of Last Things" used the setting merely as a conveyance mechanism for despair, without stopping to teach us anything of value along the way.
Early chapters provide a sort of grand tour of a bleak, poverty-stricken cityscape, in which the last vestiges of the old world are sloughing off, revealing the inhumanity of its inhabitants. Our narrator, Anna, then switches to a tale of how she came to be there, and the various events and misadventures that beset her along the way.
At no point are we allowed to see Anna as any more than a weary, desperate remnant of a person. Even the "good" times she describes are filtered through the smoky glass of her present reflection.
I question how well the author was able to get into his narrator's head. Several passages rang particularly untrue; the lesbian scene and its immediate aftermath felt gratuitous and hollow. In other places, Auster managed to adequately convey the grinding torment of Anna's existence, though not in a way that made me sympathize with her.
The novel does end with a note of hope, but without anything approaching what might be termed a climax. Thus, the novel reveals itself for what it is: a tired and tiring travelogue to a place we would never want to visit, in the company of a character I would never care to know. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Jul 25, 2010
Grim dystopian society related by narrator and yet there are moments where she finds joy even among the rubble of society. Not a light read but I enjoyed it. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5
Sep 24, 2007
Anna Blume arrives in an unnamed city to search for her brother - a journalist who has vanished without a trace. The city is one of unspeakable destruction and horror, where dead people lie in the street (either by their own hand, or from hired assassins, or from starvation or violence). Things disappear daily along with memories. To survive, Anna becomes an object scavenger, gathering up things from the past to sell for food and shelter. Who and what can survive in this bleak and desolate city?
Paul Auster's novel is written from Anna's point of view - and presented in a letter she writes to someone in her past. For Anna, there is no going back "home."
Unable to go back, and uncertain about going forward, the reader learns how Anna survives and what she finds in a place where everything seems to be lost.
The novel is not particularly hopeful - the characters not only lose the past, but also their faith.
The novel is well written and I found myself turning the pages seeking the same answers that Anna seeks. Auster offers a glimmer of promise - but, ultimately I finished the book with a feeling of disappointment.
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El país de las últimas cosas - Paul Auster
Índice
Portada
Biografía
Dedicatoria
Cita
El país de las últimas cosas
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Biografía
Paul Auster nació en Newark, Nueva Jersey, el 3 de febrero de 1947. Es escritor, traductor y cineasta. Es autor de los libros La invención de la soledad (1982); La trilogía de Nueva York (1987), compuesta por las novelas Ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y La habitación cerrada (1986); El país de las últimas cosas (1987); El Palacio de la Luna (1989); La música del azar (1990); Pista de despegue (1990); Cuento de Navidad (1990); Leviatán (1992); El cuaderno rojo (1992); Mr. Vértigo (1994); A salto de mata (1997); Tombuctú (1999); Experimentos con la verdad (2000); El libro de las ilusiones (2002); La historia de mi máquina de escribir (2002); La noche del oráculo (2003); Brooklyn Follies (2005); Viajes por el Scriptorium (2006); Un hombre en la oscuridad (2008); Invisible (2009); Sunset Park (2010) y Winter Journal (2012); y de los guiones de las películas Smoke (1995) y Blue in the Face (1995), en cuya dirección colaboró con Wayne Wang, y Lulu on the Bridge (1998) y La vida interior de Martin Frost (2007), que dirigió en solitario. Ha editado el libro de relatos Creía que mi padre era Dios (2001). Ha recibido numerosos galardones, entre los que destacan el Premio Médicis por la novela Leviatán, el Independent Spirit Award por el guión de Smoke, el Premio al mejor libro del año del Gremio de Libreros de Madrid por El libro de las ilusiones, el Premio Qué Leer por La noche del oráculo y el Premio Leteo; ha sido finalista del International IMPAC Dublin Literary Award por El libro de las ilusiones y del PEN/Faulkner Award por La música del azar. En 2006 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Es miembro de la American Academy of Arts and Letters y Comandante de la Orden de las Artes y las Letras de Francia. Su poesía completa será publicada próximamente en Seix Barral. Su obra está traducida a más de cuarenta idiomas. Vive en Brooklyn, Nueva York.
Para Siri Hustvedt
No hace mucho tiempo, penetrando a través
del portal de los sueños, visité aquella región
de la tierra donde se encuentra la famosa
Ciudad de la Destrucción.
NATHANIEL HAWTHORNE
Éstas son las últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.
No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está aquí un día y al siguiente desaparece. Una calle, por la que uno caminaba ayer, hoy ya no está aquí. Incluso el clima cambia de forma continua: un día de sol, seguido de uno de lluvia; un día de nieve, luego uno de niebla; templado, después fresco; viento seguido de quietud; un rato de frío intenso y hoy, por ejemplo, en pleno invierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no necesitas llevar más que un jersey.
Cuando vives en la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos un momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena perder el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin.
Así es como vivo —continuaba su carta—. No como mucho, sólo lo suficiente para mantenerme en pie, no más. A veces me siento tan débil que me parece que no podré dar otro paso. Pero lo logro, a pesar de los períodos de abatimiento, me mantengo activa. Deberías ver qué bien lo hago.
En la ciudad hay muchas calles por todos lados, pero no dos iguales. Pongo un pie delante del otro, luego el otro frente al primero, y sólo espero poder volver a repetirlo todo otra vez. Sólo eso. Me gustaría que entendieras cómo es mi vida ahora: me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible. No importa lo que digan los demás; lo único importante es mantenerse en pie.
¿Recuerdas lo que dijiste antes de que me fuera? Me dijiste que William había desaparecido y que por más que buscara, nunca lo encontraría. Ésas fueron tus palabras. Entonces yo te contesté que no me importaba lo que dijeras, que iba a encontrar a mi hermano. Luego me subí a aquel barco espantoso y te dejé. ¿Cuánto tiempo hace de aquello? Ya no puedo recordarlo; años y años, supongo. Pero sólo lo adivino; hablando con franqueza, creo que he perdido el rumbo y ya nada podrá arreglarse para mí.
Lo cierto es que si no fuera por el hambre ya no sería capaz de seguir. Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo, intenta quitarle la vida. No hay salida, lo logras o no lo logras; si lo haces no puedes estar seguro de conseguirlo la próxima vez; si no lo haces, no habrá próxima vez.
No sé muy bien por qué te estoy escribiendo. Para serte franca, apenas si he pensado en ti desde que llegué. Pero de repente, después de todo este tiempo, siento que tengo algo que decir y que si no lo escribo rápidamente, mi cabeza estallará. No importa si lo lees, ni siquiera importa si voy a enviar estas líneas, suponiendo que eso pudiera hacerse. Tal vez te escriba sólo porque no sabes nada, porque estás lejos de mí y no sabes nada.
Hay personas tan delgadas —escribía— que a veces las arrastra el viento. El viento de la ciudad es brutal, siempre irrumpiendo en ráfagas desde el río y zumbando en tus oídos, empujándote hacia delante y hacia atrás, arremolinando papeles y basura a tu paso. No es extraño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas, aferrados los unos a los otros, sirviéndose de lastre contra la ventolera. Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan que es mejor esperar tranquilamente en un rincón que ser arrojados contra las piedras.
Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos. Vagan por las calles al acecho a todas horas, hurgando entre la basura por un bocado, corriendo enormes riesgos por la migaja más insignificante. No importa cuánto puedan conseguir, nunca será suficiente; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal, escarbando con sus dedos huesudos y sin cerrar jamás las mandíbulas. Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados.
Resulta evidente que la comida es un asunto complicado y que a menos que uno aprenda a aceptar lo que se le ofrece, no se sentirá nunca en paz consigo mismo. El desabastecimiento es frecuente y el alimento que un día te brindó placer, casi con seguridad, faltará al siguiente. Los mercados municipales son, probablemente, los lugares más seguros y fiables para comprar, pero los precios son altos y el surtido miserable. Un día sólo hay rábanos y, al siguiente, tarta de chocolate rancia. Cambiar de dieta tan a menudo y de forma tan drástica puede ser muy malo para el estómago; pero los mercados municipales tienen la ventaja de estar custodiados por la policía y al menos uno sabe que lo que compra acabará en su estómago y no en el de algún otro. El robo de comida es tan común en las calles que ya ni siquiera es considerado un crimen. Además, los mercados municipales constituyen la única forma legal de distribución de alimentos. A lo largo de la ciudad, muchos vendedores se dedican a la venta privada, pero corren el riesgo de que les confisquen la mercancía en cualquier momento; incluso aquellos que pueden sobornar a la policía para continuar su negocio, sufren la amenaza constante de los ladrones. Los ladrones también constituyen una plaga para los clientes del mercado privado, y las estadísticas prueban que una de cada dos compras acaba en robo. No vale la pena, creo yo, arriesgar tanto a cambio del placer fugaz de comerse una naranja o un trozo de jamón cocido. Pero la gente es insaciable; el hambre es una maldición que acecha cada día y el estómago es un abismo sin fondo, un agujero tan grande como el mundo. A pesar de los obstáculos, el mercado privado hace un buen negocio, se retira de un sitio y se muda a otro, sin parar nunca, irrumpiendo en un lugar por una o dos horas y desapareciendo luego de la vista. Sin embargo, cabe una advertencia: si uno debe proveerse de alimentos en el mercado privado, tendrá que eludir a los tenderos tránsfugas, ya que el fraude está muy difundido y hay gente capaz de vender cualquier cosa con tal de obtener beneficios, huevos y naranjas rellenos de serrín, botellas con pis simulando cerveza... La gente es capaz de cualquier cosa y cuanto antes te des cuenta de ello, mejor te irá.
Cuando caminas por las calles —continuaba ella—, debes dar sólo un paso por vez. De lo contrario, la caída se hace inevitable. Tus ojos deben estar siempre abiertos, mirando hacia arriba, hacia abajo, adelante, atrás; pendientes de otros seres, en guardia ante lo imprevisible. Chocar con alguien puede ser fatal; cuando dos personas chocan comienzan a golpearse con los puños o, en su lugar, se dejan caer y no intentan levantarse nunca más. Antes o después llega el momento en que uno ya no intenta levantarse. El cuerpo duele, ya ves, no existe ningún remedio contra esto y aquí resulta mucho más terrible que en cualquier otro sitio.
Los escombros constituyen un problema aparte. Para evitar tropezar y hacerse daño hay que aprender a andar sobre surcos invisibles, inesperados montículos de piedras y senderos llanos. Lo peor de todo son las ruinas, y hay que ser muy hábil para esquivarlas. En medio de la calle, allí donde se han caído edificios o se ha juntado basura, se levantan enormes montículos impidiendo el paso. Los hombres construyen estas barricadas siempre que tienen los materiales a mano y se suben a ellas armados con porras, rifles o ladrillos, esperando en sus puestos a que pase alguien. Si uno quiere pasar, tiene que darles lo que ellos piden, a veces dinero, otras comida o sexo. Las palizas son un lugar común y cada cierto tiempo te enteras de que ha habido un asesinato.
Se levantan nuevas ruinas y las antiguas desaparecen. Es imposible saber por qué calles se puede caminar y cuáles hay que evitar. Poco a poco, la ciudad te despoja de toda certeza, no hay ningún camino inmutable y sólo puedes sobrevivir si aprendes a prescindir de todo. Debes ser capaz de cambiar sin previo aviso, de dejar lo que estás haciendo, de dar marcha atrás. Al final todo se reduce a esto, por lo tanto es necesario aprender a descifrar los signos. Si los ojos fallan, la nariz puede resultar útil. Mi sentido del olfato se ha vuelto más agudo de lo habitual; a pesar de los efectos secundarios —las náuseas repentinas, el mareo, el temor que invade mi cuerpo junto con el aire fétido— me protege al doblar las esquinas, allí donde el peligro es mayor. Las ruinas despiden un hedor particular que uno aprende a reconocer, incluso a una gran distancia. Compuestos por piedras, cemento y madera, estos montículos también contienen basura y restos de yeso; el sol fermenta la basura produciendo las más repulsivas emanaciones y la lluvia actúa sobre el yeso, astillándolo y derritiéndolo, de modo que también despide su propio olor, y cuando uno se mezcla con el otro, en los períodos consecutivos de sequía y humedad, la pestilencia de las ruinas comienza a florecer. Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos; incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes. No importa cuántas veces, siempre debe ser la primera. Esto es casi imposible, ya lo sé, pero es una regla absoluta.
Uno piensa que tarde o temprano todo llegará a su fin; las cosas se desmoronan o desaparecen y no se crea nada nuevo. La gente muere, pero los niños se niegan a nacer; en todos los años que llevo aquí, no recuerdo haber visto ningún bebé recién nacido y, aun así, siempre hay gente nueva reemplazando a aquellos que desaparecen. Llegan en multitudes procedentes del campo o de poblaciones vecinas, empujando carros repletos con sus pertenencias, sacando chispas con sus coches destrozados; todos ellos hambrientos, todos sin hogar. Hasta que aprenden las leyes de la ciudad, estos recién llegados resultan víctimas fáciles. Muchos de ellos son despojados de su dinero antes de que acabe su primer día aquí. Algunos pagan por apartamentos que no existen, a otros se les induce a entregar comisiones por trabajos que nunca se materializarán y otros más gastan sus ahorros en comida que al final resulta ser cartón pintado. Estos son sólo los trucos más comunes; yo conozco a un hombre que se gana la vida poniéndose enfrente del viejo ayuntamiento y pidiendo dinero a los recién llegados cada vez que éstos miran el reloj de la torre. Ante cualquier disputa, su asistente simula, con actitud indiferente, cumplir con el ritual de mirar el reloj y pagar por ello, de modo que el extraño crea que ésta es la práctica habitual. Lo más asombroso no es que existan estos estafadores, sino que les resulte tan fácil hacer que la gente les entregue su dinero.
Aquellos que tienen un sitio donde vivir corren siempre el riesgo de perderlo. La mayoría de los edificios no son propiedad de nadie y, por lo tanto, nadie tiene derechos como inquilino, no hay ningún contrato, ninguna base legal a la que aferrarse si algo sale mal. Es frecuente que se desaloje a la gente de sus casas; una banda irrumpe con porras o rifles obligándolos a salir y, a no ser que uno piense que puede vencerlos, ¿qué otra cosa puede hacer? Esta práctica es conocida como asalto de casas y hay muy poca gente en la ciudad que no haya perdido su hogar de este modo en un momento u otro. Pero incluso si uno tiene la suerte de salvarse de esta forma peculiar de desalojo, nunca puede prever si será víctima de uno de los falsos propietarios. Éstos son chantajistas que aterrorizan prácticamente a todos los barrios de la ciudad, obligando a la gente a pagar dinero por el solo hecho de permitirles permanecer en sus apartamentos. Se presentan a sí mismos como dueños del edificio, estafan a sus ocupantes y casi nunca encuentran oposición.
Para aquellos que no tienen un hogar, sin embargo, la situación es desesperante. No hay ninguna vivienda desocupada pero, aun así, las agencias inmobiliarias siguen con su negocio: se anuncian cada día en los periódicos, ofreciendo apartamentos falsos, con el fin de atraer gente a sus oficinas y cobrarles por sus servicios. Nadie resulta engañado por esta práctica y, sin embargo, mucha gente está dispuesta a invertir hasta su último céntimo en estas promesas vacías. Llegan a las oficinas a primera hora de la mañana y esperan pacientemente haciendo cola, a veces durante horas, sólo para sentarse ante un agente durante diez minutos y contemplar fotografías de casas con habitaciones confortables situadas en calles arboladas, de apartamentos amueblados con alfombras y mullidos sillones de cuero; plácidas escenas que evocan el olor del café humeando en la cocina, el vapor de un baño caliente, los brillantes colores de las plantas en sus macetas sobre el alféizar. A nadie parece importarle que estas fotografías tengan más de diez años.
¡Tantos de nosotros nos hemos convertido otra vez en niños! No es que lo hayamos buscado, ya me entiendes, ni que seamos conscientes de ello. Pero cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza,
