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Leonor. El futuro condicionado de la monarquía
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Leonor. El futuro condicionado de la monarquía
Libro electrónico307 páginas4 horas

Leonor. El futuro condicionado de la monarquía

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¿Será Leonor la futura reina de España?
No es mucho lo que sabemos de Leonor de Borbón y Ortiz. Trece años de educación privada y blindaje informativo han mantenido apartada de la opinión pública a la heredera del trono de España. La joven recoge el testigo de una Isabel la Católica que eligió ser princesa de Asturias antes que reina y se prepara para formarse según un plan educativo específico; para hacer equilibrios sobre el alambre jurídico de una función no escrita; para lidiar con una izquierda vigilante y una derecha desafecta; para distanciarse de los escándalos recientes; y para reinar en una Europa... de reinas.
¿Lo conseguirá Leonor? «Depende», responden los políticos preguntados por la autora. Depende de su padre, Felipe VI, y de ella misma. Ambos tendrán que construir su propio relato.Leonor. El futuro condicionado de la monarquía analiza a luz de la ley, la política y la historia los escenarios a los que ya se enfrenta la princesa desconocida.
IdiomaEspañol
EditorialPLAZA & JANÉS
Fecha de lanzamiento6 sept 2018
ISBN9788401022111
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    Leonor. El futuro condicionado de la monarquía - Carmen Remírez de Ganuza

    Prólogo

    Antes de que las imágenes virales de la familia real a la salida de la catedral de Palma dieran la vuelta al mundo el 1 de abril de 2018, muy pocos españoles menores de treinta años habrían acertado a pronunciar de manera instantánea el nombre de la princesa de Asturias. ¿Hay muchos, aún hoy, que sepan que se llama Leonor? Diría que no suman una mayoría técnica. Y, desde luego, serían una exigua minoría los capaces de apuntar alguna característica, no ya de su vida, su entorno o su personalidad, sino de su propia función institucional. Sin embargo, esa niña rubia de sonrisa angelical y mirada ausente, que poco tiempo atrás apenas se colaba en el cuché de las peluquerías y que ya ha irrumpido en la España real, será mediado el siglo... su reina. Y una reina curiosamente inserta en una Europa de reinas de su propia generación, con las raras excepciones de las coronas británica y danesa.

    Claro que Leonor lo será... o no. La monarquía en España tiene un pasado apabullante —aunque intermitente—, un presente cambiante y un futuro inquietante, valga la consonancia. A su favor, cuenta con un sistema, la democracia parlamentaria, jurídica e intrínsecamente vinculado a la Corona en su forma de Estado. En su contra, la desafección de los nuevos partidos de izquierda, la crisis de la propia clase política y unas poderosas fuerzas nacionalistas e independentistas que tensionan la territorialidad de ese Estado y amenazan seriamente su propia estructura. Y, en medio, una sociedad de la información poderosa, apremiante, aduladora y cainita, transparente y volátil, de la que, en última instancia, depende que la balanza se incline del uno o del otro lado.

    No hay manera de culpar a los españoles de no conocer a la heredera. Como no hay manera de discutir la familiaridad con que los británicos incorporan en sus vidas a los príncipes Carlos, Guillermo y Jorge. Sólo en clave histórica, la ininterrumpida y feliz convivencia entre los Windsor y el pueblo anglosajón pesa lo suyo frente a la accidentada relación de los españoles con los Borbones a lo largo de los últimos trescientos años, plagados de guerras intestinas y abdicaciones. En todo caso, y pese a la buena entrada del reinado de Felipe VI, las circunstancias han recibido a Leonor con un perfil particularmente bajo en relación con las demás casas reales europeas. En la eclosión de las redes, la revolución tecnológica y la globalización, la Corona española optó por proteger la infancia de la princesa, si no por esconderla. Y es ahora, en los albores de su adolescencia, cuando la Casa del rey comienza a dar señales de cambio; un cambio lento, hipercontrolado —pese a algún error de bulto, como el ya mencionado—, pero confesado y perceptible, hacia la presentación progresiva de la heredera.

    A lo largo de sus cuatro primeros años, precisamente para asegurar el futuro de la dinastía, el padre de Leonor se concentró en apuntalar su propio reinado. Y lo hizo sobre dos premisas. La de más difícil recorrido, convencer al país tanto de la neutralidad política de la Corona como de su pragmática utilidad. Toda una cuadratura del círculo que Felipe VI acometió en 2016, primero, con el arbitraje del bloqueo postelectoral más largo de la democracia, y luego, en 2017, con su singular e histórico discurso televisado a la nación frente al órdago independentista en Cataluña.

    La otra gran premisa de este arranque de reinado, la más expeditiva, descansó en el borrado del pasado inmediato de la Casa. Se trataba de que la sociedad española desvinculara a la nueva jefatura del Estado de la anterior familia real, y que le perdonara, a él y a su descendencia, no sólo los desvaríos de la infanta Cristina y de su finalmente encarcelado marido, sino los de su propio padre, el rey Juan Carlos. La revocación del ducado de Palma a su hermana, en el primer aniversario de la proclamación de Felipe VI, constituyó el gran «discurso del rey». El primero y más importante, en términos simbólicos, hasta el que pronunció en televisión dos años y medio después, y le descubrió como líder catódico de la unidad de España. En cuanto a su predecesor, el nuevo monarca marcó un pase de página que, salvo en rachas puntuales, lo mantuvo tan desaparecido para los españoles como la propia Leonor. Si el heredero de Franco a título de rey traicionó felizmente a su mentor para traer la democracia, el primer rey constitucional apartaba a su familia —sutil o duramente, según los casos— para, primero, regenerar la institución y salvar su propia dinastía y, segundo, cargar las pilas de la gastada maquinaria constitucional del «régimen del 78» (en el vocabulario de la nueva izquierda). O, al menos, intentarlo.

    Marcados pues sendos propósitos, tocaba poner el foco, muy poco a poco, en algo tan consustancial a la Corona como es la figura de la heredera. La distribución de la primera foto oficial de Leonor (en portada con la fachada del Palacio Real de fondo) en su duodécimo cumpleaños (31 de octubre de 2017) y, sobre todo, la ceremonia de entrega del Toisón de Oro en el Palacio Real (30 de enero de 2018), trasladaron la mejor imagen de la niña y de la propia Corona como institución hereditaria. Ni un solo fallo en aquel arranque. El factor humano entre padre e hija, entre rey y heredera, agrandaba la corrección de un acto institucional y familiar al mismo tiempo, como singularmente corresponde a las monarquías.

    Los españoles recuerdan vivamente a Froilán —primogénito de la infanta Elena y cuarto en la sucesión a la Corona—, cuando siendo niño y vistiendo de gala en la ceremonia nupcial de su tío —el futuro monarca—, se entretenía dando patadas a sus primos. Pero nunca habían visto a Leonor en una postura incorrecta o ligeramente encorvada siquiera... hasta que la reina Letizia cometió el error de enfrentarse a su suegra doña Sofía a la salida de la catedral de Palma. El «manotazo» con que los medios retrataron el gesto de la niña al retirar por dos veces de su hombro la propia mano de su regia abuela —empeñada en vano en hacerse una foto con sus nietas— no fue en realidad un acto de rebeldía sino de ciega obediencia infantil a su vigilante madre; el acto reflejo de una princesa disciplinada... con el estricto entorno en el que ha crecido. No obstante, la escena resultó el primer paso en falso de la ahora mediática princesa, y un aviso serio a la familia real de la fuerza de una opinión pública en contra.

    Hasta la misa de Palma, el sumun de la cotidianeidad en la imagen de la heredera —habitualmente enlatada por los posados de Mallorca o los christmas de Navidad— se había alcanzado, dos años antes, en su puntual visita de abril de 2016 a su primer partido de fútbol, de la mano de su padre, en el estadio Vicente Calderón. Pero, sobre todo, en el reality de la comida familiar difundido por la Zarzuela en enero del 18 con motivo del cincuenta cumpleaños del rey. Pese a lo envarado de la actuación, los españoles pudieron descubrir a una niña, curiosamente zurda, que acertaba educadamente a taparse con la mano derecha la boca entreabierta, escaldada por la sopa.

    Aún con la mayor difusión que permiten las nuevas tecnologías, algunas de estas fórmulas mediáticas marcaron ya en su día la entronización en sociedad del propio príncipe Felipe, quien también acompañó de niño a su padre al fútbol; o posó a la entrada del colegio de la mano de su madre, la reina Sofía. Y, en todo caso, la exposición pública de la actual familia real sigue siendo mucho menor que la que tuvo la antigua.

    Por entonces, en los albores de la Constitución, la desafección hacia la Corona era mayor si cabe que la actual, pero la beligerancia en su contra era políticamente irrelevante. En las Cortes apenas la representaban dos políticos independentistas: Heribert Barrera (Esquerra Republicana) y Francisco Letamendia (Euskadiko Ezquerra). En la XII legislatura, los antimonárquicos suman ya noventa escaños en el Congreso. Ello explica que, décadas atrás, el rey presentara a su hijo de ocho años a la prensa y se dejara fotografiar con él en su despacho; o que la Casa tolerara y hasta alentara la literatura divulgativa acerca del heredero. Se sabía lo que comía, vestía y estudiaba aquel príncipe de anuncio de champú, llamado algún día lejano a reinar en España. Aunque, la verdad, pocos se mataran por conocerlo. Hoy, en cambio, las escasísimas confidencias de las madres de alumnos del colegio de Los Rosales acerca de la pequeña Leonor constituyen el sustento de la escasa bibliografía al uso (Carmen Enríquez, Felipe VI: la monarquía renovada, 2015).

    La política informativa de la Zarzuela es cordial pero férrea e implacable en la disciplina del silencio. Y el acuerdo de la pareja real en preservar la disciplina y la privacidad de la niña sólo se ha visto interrumpido en ocasiones ceremoniales de alto y estricto significado constitucional o dinástico; tan alto como para permitirle —junto a su hermana— abandonar el colegio en día lectivo. Ejemplo de lo primero fue la solemne apertura de las Cortes al cabo del año 2016, el más complicado de la democracia desde el punto de vista institucional. Muestra de lo segundo fue la mencionada ceremonia de entrega del Toisón de Oro, de enero de 2018, en el Palacio Real; la verdadera entronización, de hecho, de la heredera.

    Una ceremonia que llegaba con dos años de retraso desde que Felipe VI concedió la ilustre insignia a su primogénita en su décimo cumpleaños, y que venía a aportar la pompa y el boato que no vivió el rey a la misma edad que Leonor (sólo un año más), cuando se convirtió en Caballero de la Orden, por Real Decreto y de la mano de su padre, Juan Carlos I. Tal vez no fue casualidad que el hoy rey emérito eligiera para llevar a cabo aquel simbólico gesto dinástico la fecha de mayo de 1981, apenas dos meses y medio después del golpe de Estado del 23-F y, por tanto, en plena ola de popularidad. De la misma manera cabe intuir que, al imponer con la mayor solemnidad el Toisón a su heredera, Felipe VI aprovechaba en esa fecha el viento de cola que empujaba a la Corona ante la opinión pública desde su discurso del 3 de octubre de 2017 frente al «golpe» independentista.

    De acuerdo con estos signos, el estreno de Leonor a la vida civil española no está tan lejano. Desde el punto de vista constitucional, tiene marcada una fecha, el 31 de octubre de 2023, día en que la princesa de Asturias cumplirá dieciocho años y, como exige la Carta Magna e hizo su propio padre, jurará la Constitución ante las Cortes. Antes la princesa hará su aparición en Oviedo para presidir los Premios que llevan su nombre y que hoy representan para la Corona española una plataforma de particular prestigio internacional. Desde esa tribuna, aquel año clave de 1981, el príncipe Felipe habló a los españoles a los trece años, la edad que cumplirá Leonor pocos días después de la cita de los Premios de 2018, y que todavía tendrá en la de 2019.

    Pero antes aún la primogénita de Felipe VI pondrá pie de manera oficial en el viejo principado al que su padre, el rey, acudió con nueve años. Será este mismo mes de septiembre de 2018, y será en Covadonga, un lugar emblemático para la Corona. La heredera participará en los actos de celebración del 1.300 aniversario de la victoria de don Pelayo que inició la Reconquista, y del doble centenario de la coronación de «La Santina» y de la creación del Parque Nacional (los Picos de Europa). Toda una ocasión para no ser pasada por alto. En principio no está previsto que la princesa hable —sí lo hará, se entiende, en los Premios de Oviedo—, pero la Casa abre ya la mano a su protagonismo.

    Y es que, de no producirse esta serie de apariciones, la Casa correría dos riesgos. El primero, que la sociedad española se desayunara un buen día —entre la incredulidad y la indiferencia— con la presentación de una princesa ya adulta. El segundo —y ahora ya más evidente—, que la opinión pública sólo se fuera formando de ella la imagen de las fotos no controladas, o las robadas a una adolescente en su etapa más difícil, como de hecho ya ocurrió con su primo Froilán. Por no hablar de las también robadas en 2016, celebrando su undécimo cumpleaños de incógnito y oculta bajo una gorra, al estilo de las estrellas de Hollywood, de la mano de su madre y de su hermana, por las calles de Madrid.

    Sean dos, sean tres o más los que decida la Casa, esos serán pues los momentos que enmarcarán la adolescencia institucional de una princesa destinada a reinar a mediados de siglo. Un destino hoy muy probable para Leonor, pese a las enormes incertidumbres políticas y los coyunturales juicios de la opinión pública, al que quedará subordinada no ya su formación, sino su libertad y hasta su matrimonio. La Constitución española no es una excepción entre las que rigen en las demás monarquías europeas cuando en su artículo 57.4 establece: «Aquellas personas que teniendo derecho a la sucesión en el trono contrajeren matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales, quedarán excluidas en la sucesión a la Corona por sí y sus descendientes».

    La futura Mando Supremo de las Fuerzas Armadas, además, habrá previsiblemente de vestir de uniforme y hacer instrucción militar antes aún de entrar en la universidad, o de formarse en el extranjero, como hizo su padre. Más allá de sus íntimas creencias, Leonor habrá de afinar en la creciente aconfesionalidad oficial de los actuales reyes, pero sin arriesgarse a romper con los signos del catolicismo en el que está siendo educada y que constituyen un intangible de la tradición monárquica. Y habrá de mantener a buen recaudo sus afectos, si no quiere pasar por los mismos apuros que agobiaron y aún agobian a su abuelo, y hasta a sus propios padres, para lidiar o romper con algunas amistades peligrosas —léase el ahora investigado empresario Javier López Madrid— en materia de corrupción. Caminará por el alambre jurídico e institucional a falta, no ya de un aforamiento, pero sí de un Estatuto del heredero y de una ley orgánica de la Corona que resultan ya descartables; tanto o más que esa reforma constitucional para corregir la discriminación de género en la Corona, que habría blindado su propia condición de heredera.

    Pero, sobre todo, Leonor habrá de conectar con su digitalizada generación, y heredar de Felipe VI su discreta afición por la política —además de la historia y el derecho constitucional—, y cultivar la relación con los sucesivos representantes de las instituciones. Más si cabe —como hacía alarde su abuelo— con los que le son especialmente contrarios.

    Así que la pregunta ya no es tanto cómo es hoy la princesa preadolescente sino cómo será la reina. O mejor, cómo se hace una reina para la España democrática y parlamentaria del siglo XXI. Y al cabo, es hora también de tomar el pulso a la clase política para aventurar si, efectivamente, Leonor reinará. Si lo hará en función de que siga vigente esa misma España y ese mismo modelo político dentro de dos o tres décadas; y cuánto dependerá de ella y de su propio padre que los españoles perciban la utilidad y la ejemplaridad de la Corona.

    Si Juan Carlos I trajo la democracia, si Felipe VI está tratando de traer la regeneración y la identificación de la Corona con la unidad del Estado, a Leonor también le hará falta su propio relato. La primera mujer llamada a ocupar el trono de España en doscientos años tal vez se convierta en «la reina de la igualdad»... o tal vez no.

    1

    Esa niña oculta bajo la gorra

    Existen libros muy interesantes acerca de las figuras históricas que habrían inspirado a los actuales reyes el nombre de Leonor para su primogénita. Reinas aguerridas, heroínas del más épico feminismo en pleno Medievo, como la singular Leonor de Aquitania; o su propia hija, Leonor de Inglaterra, que fue la primera de las reinas consortes que trajo el nombre francés a la Corte hispana; o su nieta, Leonor de Castilla, abadesa de Las Huelgas... Incluso llegó a especularse, de manera inexplicable, con uno de los dos personajes femeninos de El doncel de Don Enrique el Doliente de Mariano José de Larra —que Letizia regaló al príncipe en su pedida de mano—, pese a que ninguno de ellos se llama Leonor.

    Pero existe una interpretación mucho más pragmática que la del feminismo y la literatura para la elección de un nombre tan poco común, y es que en la España de hoy, tan afectada por las tensiones nacionalistas, el de la sucesora de Felipe VI no ofrece dudas territoriales. Se lo escuché a un militar ilustre con muchos años de servicio a sus espaldas en los gobiernos de PP y PSOE, y me pareció una teoría tan válida como cualquier otra. Leonor será —decía— la primera soberana con ese nombre en Aragón y en todos los antiguos Reinos de España... Con la rara excepción, cabría apostillar, de Leonor de Navarra, de la dinastía de Évreux; la única soberana «propietaria» —esto es, no consorte— en la Historia hispana que, no obstante, apenas reinó... trece días del año 1479.

    El propio nombre de Felipe (VI) resultó pacífico, porque no hubo ningún rey con ese nombre desde Felipe V, el primero de los Borbones (y el que más años ha reinado, cuarenta y cinco, en la primera mitad del siglo XVIII). De haberse llamado Fernando, por ejemplo, se habría suscitado alguna controversia, ya que al infausto Fernando VII los catalanes lo llamaban Fernando II, por haber tenido antes un Fernando I en la Corona de Aragón.

    Sea cual sea la verdad, estamos aún lejos de averiguarlo. Porque desde el nombre de pila hasta los planes de futuro, pasando por las personas que constituyen su entorno, todo lo que se sabe acerca de la primogénita del rey más teóricamente transparente de la Historia es pura especulación.

    Se conocen datos de carácter administrativo, como que Leonor de Borbón ostenta el número 22 del DNI, entre los cincuenta primeros que el Registro tiene reservados a los miembros de la Casa Real. Pero su propio nacimiento vino envuelto por una espesa capa oficialista que el enjambre de reporteros no llegó a romper. El príncipe Felipe tardó cuatro horas y media en comparecer, desde la 1.46, hora de la cesárea; hasta las intempestivas 6 de la mañana de aquel lunes 31 de octubre de 2005; y su pequeña heredera (3,550 kilos, 47 centímetros) no abandonó el Ruber Internacional, en brazos de su madre, la princesa Letizia (treinta y tres años entonces), hasta ver cumplidos sus primeros nueve días y ocho noches de vida.

    De Cristián de Dinamarca, nacido apenas dos semanas antes (15 de octubre de 2005), se comunicó que fue ingresado unos días porque sufría una leve ictericia neonatal de la que se recuperó sin problemas. También llegó a saberse que Victoria de Suecia fue tratada en Estados Unidos de un problema de anorexia en 1996. En los años sucesivos, sobre las accidentadas operaciones del abuelo de Leonor, el rey Juan Carlos, también se conocieron todos los detalles. Pero sobre la salud de la heredera de la Corona no ha habido noticias de ninguna clase, más allá de las discretas y correctas declaraciones del doctor Luis Ignacio Recasens, bisnieto de Sebastián, el médico que atendió los partos de la reina Victoria Eugenia.

    Claro que tampoco tendría por qué haber noticias en sí mismas, dada la muy saludable apariencia física de Leonor. Y ésta es, desde luego, la explicación más razonable y más certera, si bien de niña cundió un rumor —aún vivo en ambientes políticos cuando la princesa visitó el Congreso en 2016— acerca de un posible problema de audición con el que algunos justificaban el aire despistado y angelical de la heredera y su aparente falta de reflejos ante las llamadas. Hubo en su día quienes llegaron a relacionarlo con el pequeño angioma que el bebé lució bajo la nariz al nacer. Desde la Zarzuela se atendía con desdén a estos comentarios.

    El interés por la salud de la princesa de Asturias tiene en todo caso raíces seculares. No en vano, la Historia de los Borbones y de sus vástagos está plagada de tragedias y enfermedades, derivadas en los siglos XVIII y XIX de la mezcla de sangre, fruto de las bodas concertadas en la propia familia —aunque mitigada en realidad por las infidelidades de las reinas Isabel y María Luisa—, y en el siglo XX, de la hemofilia importada muy a su pesar por la reina Victoria Eugenia.

    Pero está probado

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