El yo soberano: Ensayo sobre las derivas identitarias
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El fenómeno de la «asignación de identidad» ha ido tomando fuerza en los últimos veinte años, hasta el punto de involucrar a la sociedad en su conjunto. Así lo atestiguan la evolución de la noción de género y las metamorfosis de la idea de raza. ¿Qué ha pasado para que los compromisos emancipatorios del pasado, en particular las luchas anticoloniales y feministas, hayan se hayan replegado sobre sí mismos de tal manera? El derribo de estatuas en nombre del antirracismo es desconcertante, y la violencia con la que se manifiesta el odio a los hombres en el seno de la lucha feminista plantea interrogantes.
En décadas recientes, se han reinterpretado hasta el exceso instrumentos de pensamiento ricos y de gran fineza —de las obras de Sartre, Beauvoir, Lacan, Césaire, Foucault, Deleuze o Derrida— para sostener unos ideales nuevos cuya prioridad no es alcanzar una sociedad más justa. En paralelo, la noción de identidad nacional regresa en los discursos de la extrema derecha, habitados por el terror. Estos valoran lo que los identitarios del otro lado rechazan: la identidad blanca, masculina, viril, colonialista, occidental. Identidad contra identidad, por tanto.
En esta reflexión valiente y audaz sobre las trampas de las políticas identitarias, clave para entender el mundo de hoy, Élisabeth Roudinesco ofrece algunas pistas para huir del laberinto de la esencialización de la diferencia y de lo universal.
La crítica ha dicho:
«Una investigación inspirada en la obsesión contemporánea de asignar una identidad a cada persona: un manual de progresismo pragmático».
Le Monde
«Una obra notablemente investigada que analiza, con talento y meticulosidad, la naturaleza y los peligros de las derivas identitarias, dondequiera que surjan. No era fácil entrelazar los hilos que unen los debates sobre la identidad, el Islam, la República, el colonialismo, etc., para dar sentido a los cambios contemporáneos en la relación con la alteridad. Como historiadora, pero con todos los recursos de las ciencias sociales, la autora consigue el tour de force de arrojar luz sobre el asunto con una coherencia que sorprenderá a la mayoría de los lectores».
Nonfiction
Élisabeth Roudinesco
Élisabeth Roudinesco (París, 1944), historiadora y psicoanalista, lleva desde 1991 un seminario de Historia del Psicoanálisis en la École Normale Supérieure (ENS, Ulm). Cofundadora, junto con Olivier Bétourné, de Institut Histoire et Lumières de la Pensée, es presidenta de la Sociedad Internacional de Historia del Psicoanálisis. Ha escrito numerosas obras, entre las que destacan Jacques Lacan. Esquisse d’une vie, histoire d’unsystème de pensée [Jacques Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento], Sigmund Freud en son temps et dans le nôtre [Freud. En su tiempo y en el nuestro], Dictionnaire amoureux de la psychanalyse [Diccionario amoroso del psicoanálisis] y Soi-même comme un roi [El yo soberano]. Sus libros han sido traducidos a una veintena de lenguas.
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El yo soberano - Élisabeth Roudinesco
Cuanto más clara es la luz, más negra es la oscuridad... Es imposible apreciar correctamente la luz sin conocer las tinieblas.
JEAN-PAUL SARTRE
Prólogo
Desde hace unos veinte años parece que los movimientos de emancipación han variado el rumbo. Ya no se preguntan cómo cambiar el mundo para que sea mejor, sino que se dedican a proteger a las poblaciones de lo que las amenaza: desigualdades crecientes, invisibilidad social, miseria moral.
Por consiguiente las reivindicaciones son lo contrario de lo que habían sido durante un siglo. Se lucha menos por el progreso, y a veces, incluso, se rechazan sus logros. Se exhiben los sufrimientos, se denuncia la ofensa, se da rienda suelta a los afectos, señas de identidad que expresan un afán de visibilidad, en ocasiones para expresar indignación y en otras para reclamar el reconocimiento.[1] Las artes y las letras tampoco se libran del fenómeno, porque la literatura nunca ha estado tan preocupada por la «vivencia» como hoy en día. En la novela, más que la reconstrucción de una realidad global, se busca una manera de contarse a sí mismo sin distancia crítica, recurriendo a la autoficción[2] o incluso a la abyección, de modo que el autor puede desdoblarse indefinidamente afirmando que todo es verdad porque todo está inventado. De ahí el síndrome del camaleón: «Se le coloca sobre algo verde y se vuelve verde, se le tiende sobre algo azul y se vuelve azul, se le sitúa sobre una manta escocesa y se vuelve loco, estalla, muere».
Hace poco Gérard Noiriel, historiador de movimientos sociales, señalaba que a los archivos de las bibliotecas acudían menos historiadores profesionales y más «aficionados a la historia», que muchas veces se dedicaban a reconstruir su árbol genealógico para «contar la historia de su aldea, de sus antepasados, de su comunidad, etc.».[3] Por lo tanto, esta autoafirmación —transformada en hipertrofia del yo— sería el signo distintivo de una época en la que cada cual trata de ser él mismo soberano, como un rey, y no como otro.[4] Pero, en cambio, se impone otra manera de someterse a la mecánica de la identidad: el repliegue. Puede haber varias definiciones de la identidad. Si uno dice «Yo soy mí mismo», «Pienso luego existo», «Quién soy yo si no soy lo que habito» o incluso «Eso piensa donde no existo» o «Yo es otro»[5] o, por qué no, «Dependo de una alteridad» o «Dependo de los demás para saber quién soy», o también «Yo soy Charlie», afirma la existencia de una identidad universal —consciente, inconsciente, habitada por la libertad, dividida, siempre «otro» siendo uno mismo—, independiente de las contingencias del cuerpo biológico o del territorio de origen. En todos estos casos se rechaza la pertenencia, en el sentido del arraigo, para hacer hincapié en que la identidad es ante todo múltiple e incluye lo ajeno en uno mismo.[6] Pero si, por el contrario, la identidad se asimila a una pertenencia, el sujeto se reduce a una o varias identidades jerarquizadas y se borra la idea del «Yo soy yo y eso es todo».[7] Esta segunda definición de la identidad, ampliamente inspirada en los estudios de interpretación psicoanalítica posfreudiana, es lo que se examinará en las páginas siguientes. En el primer capítulo repaso varias formas modernas de la asignación de identidad,[8] a cuál más melancólica, que obedecen a un afán de acabar con la alteridad, reduciendo al ser humano a una experiencia específica. En el segundo analizaré las variantes que han afectado a la noción de «género». A fuerza de derivados, esta ya no se utiliza como una herramienta conceptual destinada a aquilatar un enfoque emancipador de la historia de las mujeres —como ocurrió hasta el año 2000—, sino para sostener, en la vida social y política, una ideología de la pertenencia normativa que llega a anular las fronteras entre el sexo y el género.
Los tres capítulos siguientes se ocuparán de las distintas metamorfosis de la idea de «raza». Después de que en 1945 se erradicara de las ciencias y las humanidades, hoy la han desempolvado los estudios llamados «poscoloniales», «subalternistas» y «descoloniales», inspirados en varias grandes obras de pensadores de la modernidad: Aimé Césaire, Edward Said, Frantz Fanon o Jacques Derrida. También en este caso, unas herramientas conceptuales creadas con suma sutileza se han reinterpretado y retorcido a ultranza para defender los ideales de un nuevo conformismo de la norma, del que son buenos ejemplos ciertos adeptos del transgenerismo queer, los Indígenas de la República y otros movimientos que andan en busca de una quimérica política identitaria.
En cada etapa de este ensayo analizaré los abundantes neologismos que jalonan el «habla oscura» de todas estas derivas.
En el último capítulo del libro estudiaré el modo en que la noción de «identidad nacional» ha reaparecido en los discursos de los polemistas de la extrema derecha francesa, asustados ante la amenaza del «gran reemplazo» de la identidad propia por una alteridad demonizada: el migrante, el musulmán, Mayo del 68, la gestación subrogada, la revolución francesa, etc. Este planteamiento mitifica un pasado imaginario para maldecir el presente. Con ello, ensalza lo que los identitarios del otro bando rechazan: la identidad blanca, masculina, viril, colonialista, occidental, etc. Para estos otros —que, de hecho, se llaman a sí mismos «Identitarios» (con «i» mayúscula)—, nuestras aldeas de antaño, nuestras escuelas, nuestras iglesias, nuestros valores estarían amenazados por los nuevos bárbaros: Eurodisney, los vientres de alquiler indios, los que tienen nombres impronunciables, las comunidades polígamas, etc.
En conclusión, y al final de esta inmersión en las tinieblas del pensamiento sobre la identidad, donde a menudo se mezclan el delirio, la conspiranoia, el rechazo al otro, la incitación al asesinato y la racialización de las subjetividades, daré algunas pistas que nos ayuden a salir de la desesperanza y a concebir un mundo posible donde cada cual se guíe por el principio del «Yo soy yo y eso es todo», sin negar la diversidad de las comunidades humanas ni esencializar lo universal o la diferencia. «Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos», decía Claude Lévi-Strauss para dar a entender que la uniformidad puede llevar al mundo a su extinción tanto como la fragmentación de las culturas. He ahí el significado profundo de este trabajo.
1
La asignación de identidad
BEIRUT 2005: ¿QUIÉN SOY?
En la velada posterior a un simposio sobre psicoanálisis en el mundo árabe e islámico, celebrado en Beirut en mayo de 2005,[1] tuve la oportunidad de conocer a un gran empresario de prensa, erudito y elegante: Ghassan Tueni. Me saludó con entusiasmo, encantado, decía, de recibir a una «ortodoxa» en su suntuosa morada. Yo, sorprendida, le dije que no era ortodoxa y él, al momento, me contestó: «¡Pero si es usted rumana!» y añadió que él pertenecía a la comunidad griega ortodoxa y que, en primeras nupcias, se había casado con una drusa. De modo que estaba familiarizado con las «identidades mixtas». Después de aclararle que yo no era rumana ni ortodoxa y que, además, en mi familia había judíos y protestantes, agregué que había recibido una educación católica de unos padres más bien descreídos, pero que dadas las escasas tradiciones del culto católico que me habían transmitido, me sentía más bien atea —o «fuera de la religión»—, sin llegar a ser anticlerical: no sabía qué era eso de las «identidades mixtas». Él me replicó, con guasa: «Así que es usted atea cristiana, de origen ortodoxo y de obediencia católica». Como yo no era atea en el sentido de un compromiso, ni verdaderamente cristiana pese a estar bautizada, acabé explicándole que mi madre, partidaria ante todo de la laicidad republicana, había nacido en el seno de una familia alsaciana, protestante por parte de padre e «israelita» parisina por parte de madre, y que ambos preferían la denominación «HSP» (Haute Société Protestante, «Alta Sociedad Protestante») y así eludían la palabra «judío» en nombre de un asimilacionismo militante. Mi padre, por su parte, que procedía de una familia judía de Budapest —muy francófila y no practicante—, odiaba a los popes, a los rabinos y la sinagoga, y abrazaba sin reservas los ideales de la República francesa. Por eso prefería llamarse «volteriano», aunque, por motivos meramente estéticos, era un ferviente admirador de la Iglesia católica romana y sobre todo de la pintura del Renacimiento: Italia era su segunda patria después de Francia, y Roma, su ciudad preferida. Como temía al antisemitismo y aspiraba a estar bien integrado, le encantaba mentir sobre sus orígenes diciendo que su padre era ortodoxo y él se había convertido al catolicismo. Yo veía como un fantasma de otro tiempo esa manera de ocultar su judeidad, ya fuera pretendiendo ser «israelita», ya fuera refiriéndose a una identidad confesional. Entonces, otro invitado se incorporó a nuestra conversación señalándome que, sin ser «francesa de pura cepa», había adquirido la «ciudadanía francesa». Me vi obligada a contestarle que esos términos no me gustaban y que, además, yo no era una ciudadana francesa «de pura cepa», dado que las cepas, como las razas, no existen, ni lo era de adquisición, porque había nacido francesa de padres franceses. Y como me preguntó por la «identidad de Francia», le contesté citando de memoria a Fernand Braudel. La identidad de Francia, dije, no tiene nada que ver con ninguna «identidad nacional», así fuera francesa. La identidad pura o perfecta no existe. De modo que la identidad de Francia siempre estaba dividida —entre sus regiones y ciudades, entre sus ideales divergentes—, aunque la República sea indivisible, laica y social.[2] Francia, ni más ni menos, es la Francia que describe Michelet: varias Francias «cosidas juntas», es decir, la Francia construida alrededor de París que acabó imponiéndose a las distintas Francias. Esa es, pues, la Francia francesa, formada por todos los aportes migratorios llegados del mundo entero con sus tradiciones, su lengua y su bagaje intelectual. La civilización francesa no existiría sin el acceso de los extranjeros a la identidad de Francia:
Lo digo de una vez por todas —señalaba Braudel en 1985—, amo a Francia con la misma pasión, exigente y complicada, que Jules Michelet. Sin distinguir entre sus virtudes y sus defectos, entre lo que prefiero y lo que me cuesta más aceptar [...]. Desearía hablar de Francia como si se tratara de otro país, de otra patria, de otra nación.[3]
Durante este diálogo —que me recordaba a esas bromas judías del tipo: «dices que vas a Cracovia para que crea que vas a Lodz»—, por primera vez en mi vida me vi obligada a explicarle a un hombre de gran cultura, lector de Paul Valéry y admirador del viejo humanismo europeo, que yo era simplemente francesa: ciudadana francesa, de nacionalidad francesa, nacida en París, o sea, en Francia, y que no hablaba ni una palabra de rumano, idioma que mi padre solo usaba cuando se enfadaba con su hermana, mi vieja tía. Me resultaba mucho más sencillo reivindicar esa «francidad» que someter mi identidad a contorsiones como: «soy judeo-rumano-alsaciana-medio-germánica» y, ya puestos, un cuarto de vienesa por mi antepasado materno Julius Popper, conquistador de Patagonia, o incluso marcada con el sello de la «blanquedad». Carcajada: «¡Claro, cómo no! Y yo soy libanés. Pero digamos que usted, de entrada, es ortodoxa, porque tiene un apellido rumano. Por lo tanto ambos estamos vinculados a las iglesias ortodoxas canónicas autocéfalas. A todo esto, le voy a presentar a mi segunda esposa, Chadia, también ortodoxa, librera y apasionada por el psicoanálisis».
Viniendo de un libanés acostumbrado a vivir en un país en guerra y adepto de una de las diecisiete religiones reconocidas por el Estado, no había en esas palabras nada que pudiera sorprenderme. Por otro lado, él solo podía tener una conversación así con un extranjero, ya que poner en duda la identidad de un compatriota suyo libanés habría sido una gran incongruencia en un mundo donde se supone que todos pertenecen a una comunidad confesional. Mientras que la fe es un asunto privado, la identidad es otra cosa, que se define, para cada individuo, con respecto a una obligación, la de pertenecer a una de las diecisiete comunidades, cada una de las cuales posee su propia legislación y sus jurisdicciones en materia de estatuto personal. No puede haber ninguna identidad subjetiva, política, nacional, sexual o social sin esa marca.[4] En esta configuración, la identidad no depende de la religión ni de una fe cualquiera, sino de una dependencia: una tribu, un clan, una etnia. Se supone que este sistema comunitario, creado por la Francia mandataria con la mejor intención del mundo, debe garantizar el respeto a los equilibrios seculares transmitidos de generación en generación; la única manera, dicen, de no borrar o cosificar las identidades. Con todo, durante la conversación, los interlocutores libaneses —y el propio Ghassan Tueni— aprovecharon para decir que no aprobaban este sistema y preferían la Ilustración francesa, la laicidad y el concepto ciudadano de democracia, muy alejados de todas las formas de organización confesionales, de las que eran, al mismo tiempo, víctimas, herederos y protagonistas.
Samir Kassir, periodista e historiador, defensor de la causa palestina, editorialista del diario an-Nahar, cofundador del Movimiento de Izquierda Democrática, había participado en la organización del simposio, convencido de que el psicoanálisis, en sí mismo y con independencia de sus representantes, era portador de una subjetividad peligrosa para los totalitarismos, los nacionalismos y el fanatismo identitario. Había tenido muchos encontronazos con la censura. En su intervención dio fe de su apego a los ideales del humanismo árabe, reiterando su preferencia por el universalismo de la Ilustración y su rechazo al comunitarismo estricto. Estaba en contra tanto de la dictadura siria como de Hizbulá. Varios días después de haber tomado la palabra en este simposio que, como sabíamos, era de alto riesgo, fue asesinado con un coche bomba. En diciembre le llegó el turno a Gebrane Tueni, el hijo de Ghassan.
LAICIDADES
Por mi parte, siempre he pensado que el principio de la laicidad es superior a cualquier otro en aras de garantizar la libertad de conciencia y la transmisión de conocimientos, y eso mucho antes de que en Francia tuviéramos que vérnoslas con las derivas identitarias, aunque ya se planteaba la cuestión del islam. Sin embargo, no siento la menor hostilidad de principio hacia el culturalismo, el relativismo o las religiones en general, y considero que las diferencias son necesarias para la comprensión de lo universal. Rechazo la idea de convertir la laicidad en una nueva religión inspirada en un universalismo dogmático, aplicable a todas las naciones. La diversidad y la mezcla son, a mi juicio, las únicas fuentes de progreso. Pero sin un mínimo de laicidad ningún Estado se libraría del yugo de la religión, sobre todo cuando esta se confunde con un proyecto de conquista política, es decir, cuando saca lo peor de sí misma. Por eso, aunque soy muy consciente de que en el mundo hay muchas formas de laicidad tan respetables y eficaces como la del modelo francés, me atengo a la idea general de que la laicidad como tal genera más libertades que cualquier religión investida de un poder político.[5]
Creo también que solo la laicidad puede garantizar la libertad de conciencia y, sobre todo, evitar que a cada sujeto se le asigne una identidad. Por eso, entre otras cosas, en 1989 estuve a favor del proyecto de ley que prohibía el pañuelo islámico en las escuelas francesas, ya que se trata de niñas y chicas menores. Nunca consideré que dicha ley provocara una supuesta «exclusión neocolonial» de los miembros de una determinada comunidad. En Francia, de hecho, la escuela republicana se inspira en un ideal que tiene por objeto separar, en parte, al niño de su familia, sus orígenes y su particularismo, y hace de la lucha contra toda influencia religiosa el principio de una educación igualitaria. En virtud de este principio, ningún alumno tiene derecho a exhibir, en el recinto de la institución escolar, signo ostentoso alguno de su pertenencia a una religión: crucifijo visible, kipá o pañuelo islámico.[6] Dado que Francia es el único país del mundo que reivindica este modelo de laicidad republicana, es preciso defenderlo con uñas y dientes, porque encarna una tradición surgida de la revolución y de la separación entre la Iglesia y el Estado. Pero esto no supone afirmar que es superior a todos los demás y, por lo tanto, exportable. Querer imponer este modelo a todos los pueblos del mundo sería a la vez imperialista y suicida. Muy distinto de Ghassan Tueni, el padre Sélim Abou, rector de la Universidad Saint-Joseph, presente en la famosa velada de Beirut, era un magnífico jesuita que me hacía pensar en Michel de Certeau. Freudiano convencido, antropólogo anticolonialista, gran conocedor de Latinoamérica y Canadá, había estudiado la trágica epopeya de la república jesuita de los guaraníes, y sus reflexiones sobre la «cuestión de la identidad» le habían llevado a preferir el cosmopolitismo frente a cualquier idea de asignación, incluyendo la confesional.[7] Por otro lado, Abou destacaba que cuanto más se extendía la globalización económica más se intensificaba, en respuesta, una reacción identitaria igual de brutal, como si la homogeneización de las maneras de vivir, bajo el efecto del mercado, viniera acompañada de la búsqueda de unas supuestas «raíces». Desde esta perspectiva, la mundialización de los intercambios económicos producía una exacerbación de las angustias identitarias más reaccionarias: terror a la abolición de las diferencias sexuales, a la disolución de las soberanías y las fronteras, miedo a la desaparición de la familia, del padre, de la madre, odio a los homosexuales, a los árabes, a los extranjeros, etc.[8]
Frente a esta espiral infernal, Sélim Abou se remitía al famoso juicio de Montesquieu:
Si yo supiera de algo beneficioso para mi nación que fuera ruinoso para otra, no se lo propondría a mi príncipe, porque soy hombre antes que francés o, mejor dicho, porque soy necesariamente hombre y francés solo por azar. Si supiera de algo beneficioso para mí y perjudicial para mi familia, lo apartaría de mi mente. Si supiera de algo beneficioso para mi familia y no para mi patria, trataría de olvidarlo. Si supiera de algo beneficioso para mi patria y perjudicial para Europa o beneficioso para Europa y perjudicial para el género humano, lo vería como un crimen.[9]
Ese era el mejor antídoto —decía Sélim Abou— contra las provocaciones exacerbadas de Jean-Marie Le Pen, quien repetía hasta la saciedad su adhesión a los principios de una jerarquía de las identidades basada en la endogamia generalizada: prefiero a mis hijas antes que a mis sobrinas, a mis sobrinas antes que a mis vecinas, a mis vecinas antes que a las desconocidas y a las desconocidas antes que a mis enemigos. Por consiguiente, prefiero a los franceses antes que a los europeos, y por último, entre los demás países del mundo, a los que son mis aliados y aman a Francia.
No hay nada más regresivo para la civilización y la socialización que establecer una jerarquía de las identidades y las pertenencias. Aunque la afirmación de identidad es siempre un intento de oponerse a la marginación de las minorías oprimidas, en ella se advierte un exceso de reivindicación de sí mismo, un deseo loco de no mezclarse con ninguna comunidad distinta de la propia. Y cuando uno adopta este reparto jerárquico de la realidad, se condena a inventar un nuevo ostracismo frente a los que no estarían incluidos en su microcosmos. De modo que, lejos de ser emancipador, el proceso de reducción identitaria reconstruye lo que pretende deshacer. ¿Cómo no recordar aquí a los hombres homosexuales afeminados rechazados por los que no lo son? ¿Cómo no ver que el mecanismo de asignación identitaria es lo que lleva a negros y blancos a rechazar a los mestizos llamándolos mulâtres,[*] y a los mestizos, a apelar a la «gota de sangre» que les permitiría situarse en un campo y no en el otro? Y a los sefardíes a discriminar a los asquenazíes, quienes a su vez desprecian a los sefardíes; a los árabes a fustigar a los negros y, recíprocamente, a los judíos a volverse antisemitas, unas veces por el odio a sí mismos y otras, en fechas más recientes, por adhesión a la política nacionalista de la extrema derecha israelí. En el centro de todo sistema de identidad siempre está el lugar maldito del otro, irreductible a cualquier asignación y condenado a avergonzarse de sí mismo.
LAS POLÍTICAS DE NARCISO
Para entender la eclosión de estas angustias identitarias que han acabado convirtiendo el ideal de las luchas emancipadoras en su contrario, hay que referirse a la aparición de lo que Christopher Lasch llamó «la cultura del narcisismo».[10] En 1979 Lasch observaba que la cultura de masas, tal como se había desarrollado en la sociedad estadounidense, había generado patologías imposibles de erradicar. Y achacaba al psicoanálisis posfreudiano la responsabilidad de haber validado esta cultura, transformando al sujeto moderno en una víctima de sí mismo, incapaz de interesarse por algo que no fuera su ombligo. A fuerza de ocuparse exclusivamente de sus angustias identitarias, el sujeto de la sociedad individualista estadounidense, según Lasch, se había convertido en el esclavo de una nueva dependencia, cuya encarnación es el destino trágico de Narciso, mucho más que el de Edipo. En la mitología griega, Narciso, fascinado por su reflejo, cae al agua y se ahoga porque es incapaz de comprender que su imagen no es él mismo. Dicho de otro modo, se condena a morir porque no entiende la diferencia entre él mismo y la alteridad. Se vuelve dependiente de un anclaje identitario asesino que le lleva a necesitar a los demás para quererse a sí mismo, sin concebir, no obstante, lo que es una verdadera alteridad. Entonces al otro se le considera un enemigo y se niega su diferencia. Como ya no se admite ninguna dinámica conflictiva, cada cual se refugia en su pequeño territorio para pelear contra su vecino. Estar obsesionado por el cuerpo, por una buena imagen de sí mismo, proclamar sus deseos sin sentirse culpable, anhelar el fascismo o el puritanismo, tal sería el credo de una sociedad a la vez depresiva y narcisista, cuya nueva religión sería la creencia en una terapia del alma basada en el culto a un ego hipertrofiado.
En un ensayo posterior, publicado cinco años después, Lasch señalaba que, en una época revuelta como la de los años ochenta, la vida diaria estadounidense se había convertido en un ejercicio de supervivencia:
La gente vive al día. Evita pensar en el pasado por miedo a sucumbir a una «nostalgia» deprimente; y cuando piensa en el futuro lo hace para encontrar la forma de protegerse de los desastres que todos o casi todos esperan. [...] Asediado, el yo se encoge hasta quedar reducido a un núcleo defensivo, armado contra la adversidad. El equilibrio emocional requiere de un yo mínimo, ya no es el yo imperial de antaño.[11]
Lasch tuvo el gran mérito de llamar la atención sobre la aparición de un gran fantasma de pérdida de la identidad. En un mundo recién unificado y desprovisto de enemigo exterior —desde la desafección política de los años ochenta hasta la caída del muro de Berlín—, cada cual podía creerse personalmente víctima de tal desastre ecológico, tal accidente nuclear, tal trama o, simplemente, de su vecino: transgénero, poscolonialista, negro, judío, árabe, blanco, sexista, violador, zombi. La lista es ilimitada. Este fenómeno no ha hecho más que amplificarse a principios del siglo XXI, como si el objetivo de toda lucha fuera la preservación de sí mismo.
BERKELEY 1996
Más tarde, la cultura de la identidad ha ido reemplazando a la cultura del narcisismo y, en un mundo fluido como el nuestro, se ha convertido en una de las respuestas al debilitamiento del ideal colectivo, al declive de los ideales de la revolución y a las transformaciones de la familia. Es entonces cuando se ha podido decir que las luchas llamadas «societales» sustituyen a las luchas sociales. Esta cultura de la identidad tiende a introducir los procedimientos del pensamiento en las experiencias de la vida subjetiva, social o sexual. Con esta perspectiva, todo comportamiento se vuelve identitario: las maneras de comer, de acostarse con alguien, de dormir, de conducir un coche. Cada neurosis, cada particularidad, cada vestido que se lleva puesto remite a una asignación de identidad, según el principio generalizado del conflicto entre uno mismo y los demás.
Tuve ocasión de comprobarlo en septiembre de 1996 durante una estancia en la Universidad de Berkeley, en la costa oeste de Estados Unidos, laboratorio de todas las teorías de vanguardia. Me había invitado mi amigo Vincent Kaufmann, profesor de Literatura, que vivía en el campus con su familia. Me quedé muy sorprendida al ver que él no lograba reunir, para un convite alegre y amistoso,
