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¡Escuchá la murga!
¡Escuchá la murga!
¡Escuchá la murga!
Libro electrónico294 páginas3 horas

¡Escuchá la murga!

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Información de este libro electrónico

Una desaparición sin rastros. Una búsqueda desesperada.
Un thriller a marcha camión en el Uruguay de los 90.
Mientras en la Plaza Independencia, repleta y caótica, los conjuntos se preparan para el desfile inaugural del carnaval, Paula detecta los primeros indicios de un calvario que la atormentará para siempre y que la colocará como protagonista de una investigación impensada: su novio, Jorge, músico y letrista, desapareció sin dejar rastros. No saben de él su tío Eliseo, los colegas de su banda de música popular, el director de la discográfica que está a punto de editar su nuevo álbum ni, incluso, sus compañeros de la murga La Serpentina. Así empieza este thriller: sembrando un entramado de intrigas y sospechas, que tendrá como llave maestra los versos de una enigmática retirada.

¡Escuchá la murga! es la primera novela de Álvaro García, político, exministro de Economía y uno de los más reconocidos letristas de carnaval en Uruguay. La historia se ambienta a finales de los noventa, contemporánea al momento en que García escribió el primer borrador. Aún hoy, la novela mantiene el pulso de esa época.
IdiomaEspañol
EditorialSUDAMERICANA
Fecha de lanzamiento10 feb 2022
ISBN9789915664965
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    ¡Escuchá la murga! - Álvaro García

    NOTA DEL AUTOR

    Este libro fue concebido durante unas vacaciones de tres semanas en Florianópolis, en un lejano 1997, donde y cuando algunos de sus personajes vieron la luz por primera vez en los apuntes borrosos de una libreta de mano.

    Entre arroz y feijão, playa y cerveza, nacieron y crecieron Paula, Jorge, el Pulga, Teresita. Otros, como el viejo, venían anidándose desde algunas escrituras más familiares para mí: las de los libretos de murga en el carnaval de Uruguay.

    A la criatura, esta novela thriller a marcha camión, le reconozco claramente dos paternidades: Juan Grompone y Arturo Pérez-Reverte. Como siempre me sucede, las vacaciones son mi momento de lectura. Y en aquellas vacaciones, me devoré tres novelas de Grompone y dos de Pérez-Reverte. Las cinco tenían un factor común: ser ficciones extremadamente realistas. Y quizás fue eso lo que me atrapó, la posibilidad de usar ese estilo para decir cosas a través de la ficción, de inventar una historia, pero acumulando, mezclando, exorcizando cosas que suceden en la realidad.

    La parte de misterio, pensando mejor, viene de bastante más atrás.

    Veo a un chiquilín, hace medio siglo ya, emocionado, con la atención completa en la lectura apasionada de los libros de aventuras de Los siete secretos de Enid Blyton.

    Y veo a un adolescente, sentado al pie de una acacia en infinidad de tardes veraniegas, con los ojos a toda velocidad sobre las páginas de un puñado de novelas de la gran Agatha Christie. La competencia con la autora por el descubrimiento del asunto antes de que ella se decidiera a develarlo inevitablemente cerca del final, siempre era feroz.

    Esta es una historia de los años noventa. Es bueno tenerlo claro desde el inicio. Y no fue necesaria la reconstrucción de época dado que fue escrita de forma contemporánea. Años complejos los noventa, cuando cualquier utopía parecía impensable. Años en los cuales, particularmente en nuestros barrios del sur de América Latina, los vientos eran tan ajenos como las vaquitas de don Ata.

    Pese a que aparece poco en las páginas de la novela, Brasil tiene mucho que ver con la gestación de esta historia. Además de aquel impulso irrefrenable de las arenas de Floripa, y luego de dedicar muchas horas tempraneras a su escritura bastante metódica, el remate de la novela acontece en San Pablo. En 2002, cambios laborales me llevaron a tierras paulistas, tuve tiempo libre para avanzar, el círculo se cerró y nació ¡Escuchá la murga!

    Tras años de cuelgue en el ropero y de haber salido solamente en un puñado de correos electrónicos hacia personas de mi cercanía y confianza —quienes, dicho con una pizca de reproche, no en todos los casos me hicieron devoluciones—, aparece la posibilidad de publicarla.

    Una de esas entregas fue a Gonzalo Cammarota, quien publicó varias novelas y la primera de ellas es un precioso thriller enmarcado en el carnaval uruguayo. Cuando supe esto le conté que yo tenía una novela con el mismo encare y quedé en que se la mandaba. Tiempo después, me hizo una devolución que valoro muchísimo, y, café mediante, una tarde me convenció de editarla. Así que agradezco a Gonzalo este empuje final.

    También quiero agradecer a la editorial y a su personal. Su apoyo, su profesionalismo y su dedicación. He aprendido mucho en este proceso de edición.

    Cuando avancen en la lectura encontrarán versos, diversos y dispersos. Uno de ellos, el principal, es una autorreferencia a una retirada de murga de la realidad, la de Contrafarsa de 1997. Si, además de leerla, la quieren escuchar, la encuentran en www.retiradasalvarogarcia.net.

    Por último, un breve sermón: nunca dejen de escuchar la murga. Si lo hacen habitualmente, háganlo otra vez, busquen nuevos costados, otras interpretaciones. Van a encontrar nuevas bellezas. Si no lo hacen, si la vida no los ha llevado por la vereda del carnaval, atrévanse, crucen. Arrímense, experimenten y zambúllanse, no se van a arrepentir. En cualquier caso, nunca, nunca dejen de escuchar la murga.

    ÁLVARO GARCÍA, 2022

    Parte 1

    PRESENTACIÓN

    1

    La avenida 18 de Julio era una fiesta cuando Paula Martirena cruzó casi corriendo la Plaza Independencia. No le había sido fácil atravesar la multitud bulliciosa que desbordaba las veredas, y su creciente ansiedad no la dejó escuchar las protestas de la gente que empujó a su paso. No atendió el pedido de un payaso cincuentón en su intento de venderle una rifa de carnaval ni se asustó al rozar la espada de un precoz pirata que perseguía a una brujita de cuatro años. Tampoco se sorprendió al cruzarse con un grupo de jóvenes que estaban vaciando una caja de vino tinto al pie del monumento a José Artigas, y parecían querer compartirlo con el general.

    Al zafar de la multitud, Paula apuró el paso y buscó con desesperación. Sabía que ellos, los murguistas, pronto estarían ahí, esperando el maravilloso momento de encarar la avenida principal para dar comienzo al desfile. Lo que ella no sabía era si ahí, por fin, lo encontraría a él.

    Al recorrer con la mirada los diferentes conjuntos en busca de la murga, se detuvo un instante y tomó consciencia de que se sentía sola desde hacía casi cuatro días. Quizás se dio cuenta en ese momento porque era la primera vez que iba sin su compañía al desfile inaugural del Carnaval de Montevideo; porque no lo tenía a él a su lado para discutir sobre los lujosos trajes de los parodistas o sobre lo que les sobraba o les faltaba a las vedetes de tal o cual comparsa; o porque, un par de veces, en poco rato, estuvo a punto de girar para pedirle un mate, como lo había hecho tantas veces otros años.

    «Soy una reverenda pelotuda», se dijo, intentando encontrar algo de tranquilidad. Para consolarse, pensó que era evidente que él estaba con ellos y que la locura de las últimas jornadas de ensayos, cambios y retoques finales de vestimenta, utilería y etcéteras, lo llevaron a desaparecer de su vida durante cuatro días. «¡Ay, carnaval, carnaval!», suspiró por fin.

    Pero la búsqueda seguía complicada: ella no tenía idea del lugar de salida de la murga, lo que la llevó a recorrer la Plaza Independencia varias veces. Frente al hotel Victoria Plaza, pudo ver a los humoristas Los Buby’s, ganadores del concurso en siete de los últimos ocho años, trepados a un carro de bomberos y vestidos como los soldados del fuego: rojos los trajes, y amarillos los cascos y las mangueras. «Excelente idea —pensó—, la mejor forma de mojar a todo el mundo sin que te mojen; aunque, dentro de esos trajes de plástico, a las tres cuadras van a estar cocinados de calor. ¿Cómo habrán conseguido el carro?».

    Estaba cansada y, como había corrido mucho, se sentó a esperar en uno de los maceteros de hormigón de la plaza. Sacó un cigarrillo y, al prenderlo, se dio un respiro. «Todavía no deben haber llegado», reflexionó, mirando su reloj. Con el humo de la primera pitada, se fue en el recuerdo de una escena que la conmovió: un grupo de gente, algunos con cámaras fotográficas, rodeaba a un viejo director de murga que llevaba un impecable pingüino negro, la cabeza poblada de canas y un fino bigote sobre sus labios. El hombre sonreía, saludaba emocionado y aceptaba todas las fotos. Tito Pastrana estuvo presente más de medio siglo cumpliendo con este ritual carnavalero y, sin embargo, parecía debutar cada año. «Cómo se extraña al Tito y su Nueva Milonga», murmuró.

    En pocos segundos, un poderoso sonido de tamboriles inundó el ambiente. Se acercaba Morenada, la más tradicional de las comparsas de negros y lubolos. Los verdes, rojos y blancos llenaron las pupilas de Paula, que sintió que, a pesar de estar sentada, su cuerpo empezaba a moverse, atrapado por la magia de los golpes sobre esas lonjas que había conocido gracias a él.

    Se acordó de la primera vez que habían ido juntos a las Llamadas hacía varios años. Recordó su asombro al descubrir un mundo nuevo dentro del Montevideo que ella creía conocer y que, en su caso, se resumía básicamente a la zona costera de Pocitos hacia el este y el Centro. Se veía ahora a sí misma en aquella oportunidad, sobre la calle Isla de Flores, con la boca abierta, una sonrisa indecisa dibujada, sus ojos buscando, registrando, sus pies moviéndose no sabía si correctamente, y él a su lado, disfrutando de la fiesta del tambor como un avezado capitán de barco en medio de una tempestad. En aquel momento Paula sonrió y se prometió agradecerle la gestión y la paciencia que él había tenido con ella al descorrerle uno de los velos de la realidad y abrirle las puertas a un país diferente; al enseñarle cuál era el piano, «el tambor más gordo», cuál era el chico, «el sonido del relleno, sin que eso suene peyorativo, ¿sabés lo que hay que tocar para sonar apenas correctamente?», y el repique, «el elegido para los exquisitos, el de los dibujos, el de los golpes imposibles».

    Los recuerdos le trajeron la tranquilidad que estaba necesitando. «Después de todo —pensó—, ahora lo encuentro, lo puteo un poco por borrarse sin avisar y después va a pasar lo de siempre: me lo como a besos y hacemos el desfile atrás de uno de los carteles de nylon de propaganda de la murga, abrazados y bailando». Dio una larga pitada y buscó el cielo con la mirada. Contó trece estrellas, mientras pensaba, no exenta de morbosidad: «Disfrutemos los últimos minutos de aventura, de incertidumbre, porque ya, en un rato, se termina esta vibración, esta nerviosa sensación».

    2

    La bañadera cruzó el semáforo con luz roja, pero en su interior nadie se enteró, ni siquiera el conductor.

    Si querés saber qué pasa

    ¡escuchá la murga!

    Si querés sentir qué pasa

    ¡escuchá la murga!

    Si no entendés nada

    Si la vida te pasó

    Disfrutá entre líneas

    Alguna marcha camión

    ¡Escuchá la murga!

    El impresionante coro de la murga La Serpentina salía por las ventanillas y atraía la atención de quienes caminaban por las veredas del centro de Montevideo. Pocas cuadras más arriba, en 18 de Julio, el desfile estaba en su apogeo. Pero, a pesar de la cercanía, muchos se enteraban del comienzo del carnaval solo por el pasaje de los vehículos que trasladaban a los conjuntos hacia el punto de partida: la Plaza Independencia.

    La gente se sorprendía al ver esas caras cubiertas de color y brillo detrás de las ventanas, en toda clase de actitudes. Si la bañadera frenaba al costado de un ómnibus de línea en un semáforo, la mayoría de los murguistas saludaba y recibía el aliento del público. Otros, amparados en el maquillaje, en el grupo y en la ausencia de límites que habilita la fiesta de Momo, elegían a alguno de los pasajeros y le gritaban ocurrencias en tono de broma. El resto de los que viajaban en el ómnibus festejaban el chiste, mientras la víctima sonreía, indefectiblemente, sobrepasada por la correlación de fuerzas en contra.

    En el interior de la bañadera una botella circulaba con velocidad, cuando el conductor, apurado por llegar en hora, tomó sin frenar la última curva y, con una precisión milimétrica, evitó rozar un carro de venta de panchos y bebidas. Del fondo del vehículo, alguien gritó: «¡Buena, Ayrton!», en clara referencia al glorioso corredor brasileño, y a los pocos segundos el bólido se detuvo, triunfante, en una de las calles que circunvalan la plaza. La puerta delantera se abrió y de ella emergieron raudamente los utileros, que comenzaron a bajar los carteles publicitarios de los auspiciantes, confeccionados en nylon tubular blanco, pintado con los logos de las empresas. Los murguistas descendían, algunos con sus trajes puestos, otros semivestidos o con las caras semipintadas, y eran recibidos por los parientes, hinchas y curiosos, que los esperaban en la plaza.

    Ahí, con una cara de impaciencia que rozaba la irritación, se encontraba un hombre alto, de unos cincuenta años, con una carpeta en sus manos, que, rodeado por varios hombres más, miró preocupado su reloj. Vestía unos impecables pantalones blancos pinzados, camisa color rosa desprendida de tal forma que dejaba ver una cruz de oro macizo sobre su pecho bronceado, y saco azul cruzado, pero sin abotonar. Tenía el pelo ligeramente canoso, abundante en la nuca y escaso en la frente, peinado para disimular la inminente calvicie. Completaba su vestuario con un par de mocasines blancos y medias del mismo color. Fue uno de los primeros en acercarse a la bañadera, seguido por el resto de los hombres y, luego, muchos hinchas que se agolparon sobre la puerta. Uno de ellos, un veterano de lentes gruesos, lo saludó:

    —Alberto, ¿cómo andás?

    Sin mirarlo y sin detenerse, el hombre de la cruz de oro le contestó:

    —Caliente, ¿cómo querés que ande? Te cuesta mucha guita sacar una murga a la calle, y el primer día estos pelotudos te llegan tarde al desfile —le respondió. Y después, sin ocultar su enojo, increpó al conductor: —¿Dónde mierda estaban, carajo? ¡Hace quince minutos que estoy aguantando a los largadores! ¡Vamos, vayan corriendo para la largada y armen inmediatamente!

    Fue una orden. Los murguistas, que estaban saludando a sus conocidos, salieron corriendo de a grupos y se perdieron entre los otros conjuntos que esperaban la salida.

    El director escénico de la murga aún no había bajado. Estaba en el fondo de la bañadera, terminando de maquillarse. Vestía un flamante traje negro con detalles en lentejuelas del mismo color, botas y galera también negras, y se abocaba a ponerse brillantina en la cara, frente a un espejo de mano que sostenía un utilero. De repente, fue interrumpido por el hombre alto de la cruz de oro, Alberto Lobo Guillén, dueño de La Serpentina, quien, ya en medio del pasillo ahora desierto, le gritó:

    —¡Vamos, Tachuela, salí como estés! ¡No hay tiempo que perder!

    3

    Cuando Paula llegó a la bañadera, solo encontró al conductor sentado en uno de los asientos delanteros, apoyado contra la ventanilla y fumando un cigarrillo negro sin filtro. Era un hombre de cincuenta y tantos años, bajito y canoso, que parecía estar absolutamente por fuera del bullicio exterior. Ella subió el primer escalón y, luego de mirar hacia el interior del vehículo, preguntó:

    —Hola, ¿y la murga?

    —Acaban de salir de apuro para la largada del desfile. Llegamos bastante atrasados.

    —¿No sabe si Jorge, el letrista, venía en la bañadera?

    —¿Cuál es Jorge? ¿Uno morocho de lentes? —preguntó, a su vez, el conductor.

    Paula suspiró. Jorge no usaba lentes.

    —Es uno alto, de pelo castaño, barba. Estaba en todos los ensayos.

    —¿Es murguista?

    —No, Jorge no sale. Es el letrista, ¿no lo vio?

    —Mirá, aparte de la murga, venían varios más, pero yo no los conozco muy bien. Ahora, si vino, tiene que estar con ellos. Si te apurás, capaz que los agarrás antes de que salgan…

    —Muchas gracias —dijo Paula, saltó de la bañadera y salió corriendo, sin dar tiempo a que el conductor terminara la frase.

    Otra vez la multitud. Paula corrió entre el público, los murguistas, los lubolos, los grupos de tamboriles templando lonjas alrededor de pequeñas fogatas hechas con papel de diario, los niños con bombitas de agua, los vehículos con parlantes estridentes. Las casi tres cuadras de plaza que recorrió lo más rápido que pudo le parecieron eternas. Sabía que tenía que llegar antes de que la murga comenzara a desfilar por 18 de Julio, porque, si llegaba después, no la dejarían pasar. El control en la largada era relativamente estricto, lo suficiente como para cortar el paso a cualquier persona que los organizadores sospecharan que no tenía ninguna función que cumplir allí. Para peor, ella solo conocía de vista a algunos integrantes de la murga, con excepción de Gonzalo, un amigo de Jorge a quien él había llevado al conjunto a cantar y que debutaba ese año en carnaval. Si bien Paula tampoco tenía mucho trato con Gonzalo —lo había visto dos o tres veces en los ensayos y habían intercambiado muy pocas palabras—, sabía que la reconocería de inmediato. Preveía todo esto, obviamente, en caso de no ver a Jorge, ya que, si lo hacía, esa circunstancia normalizaría de inmediato el nivel de su ritmo cardíaco y haría desaparecer su miedo, ese que lentamente crecía y amenazaba con transformarse en desesperación.

    Fue repartiendo muchos «permisos» y «gracias» a su paso y muy pocos «disculpe» o «perdone». La búsqueda se dificultaba, además, por el hecho de que ella no sabía cómo eran los trajes de los murguistas —era la noche del debut, nunca los había visto antes—, y por eso intentaba encontrar rostros conocidos bajo la pintura en cada una de las murgas con las que se cruzaba.

    Por supuesto, a la pasada, reconoció de inmediato a la Antimurga BCG, cuyos murguistas se encontraban enfundados en ambos y ternos, grises y marrones. «Es una reliquia. Se lo debe haber robado del ropero al abuelo», pensó Paula, mientras observaba a uno de los integrantes. El antiguo atuendo estaba combinado con corbatas coloridas y las clásicas alpargatas, y el conjunto se remataba con un embudo invertido sobre la cabeza que oficiaba de sombrero, del que emergía una flor.

    Paula se sobresaltó al ver, apenas a media cuadra de 18 de Julio, a un grupo de murguistas que perfectamente podrían pertenecer a La Serpentina;

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