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Cisne y murciélago
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Cisne y murciélago
Libro electrónico702 páginas9 horas

Cisne y murciélago

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Información de este libro electrónico

El nuevo libro del mejor autor de novela negra en Japón.
Un homenaje a Crimen y castigo en la compleja y contradictoria sociedad nipona.
Tsutomu Godai, detective de la Sección de Delitos Violentos de la policía, investiga el asesinato de un abogado de prestigio del que todo el mundo solo habla para bien. Conforme avanzan las pesquisas, un hombre llamado Tatsuro Kuraki es detenido y acaba declarándose autor del crimen. Según su confesión, la razón del asesinato se remonta a más de treinta años atrás y está relacionada con otra muerte violenta, de la que también se autoinculpa Kuraki, la de un ciclista al que había atropellado y que le estaba extorsionando, un crimen por el que un hombre inocente fue acusado. Tanto el hijo del acusado como la hija de la víctima están convencidos de la inocencia de sus respectivos padres y juntos conducirán una investigación paralela a la de la policía que sacará a la luz la verdad.
«Quiero que la gente lea mis libros para comprender cómo piensan, aman y odian los japoneses».
Keigo Higashino
La crítica ha dicho:

«Higashino es una figura fundamental del frecuentemente ignorado thriller nipón».

Ramón de España, El Periódico de Catalunya
«Diabólicamente inteligente».
Publishers Weekly
«Con cada nueva obra Higashino lleva el misterio contemporáneo a una forma literaria más intensa e inventiva».
Library Journal
«Personajes realistas y descripciones cautivadoras… encantará a quienes buscan misterios poco convencionales».
Library Journal
«Inteligente e impredecible».
Bookreporter
IdiomaEspañol
EditorialEDICIONES B
Fecha de lanzamiento25 may 2023
ISBN9788466674287
Cisne y murciélago
Autor

Keigo Higashino

Born in Osaka and currently living in Tokyo, Keigo Higashino is one of the most widely known and bestselling novelists in Japan. He is the winner of the Edogawa Rampo Prize (for best mystery) and the Mystery Writers of Japan, Inc. Prize (for best mystery), among others. His novels are translated widely throughout Asia.

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    Cisne y murciélago - Keigo Higashino

    1

    Otoño de 2017

    La mitad inferior del cielo que se veía al otro lado de la ventana era roja, en tanto que la superior estaba gris. Y es que unos densos nubarrones habían empezado a extenderse sobre el cielo del atardecer, a pesar de que en la predicción meteorológica que había consultado antes en internet no aparecía el símbolo de la lluvia.

    —Nakamachi, ¿has traído paraguas? —preguntó Tsutomu Godai al joven detective de policía que tenía a su lado.

    —No, no he traído. ¿Ya ha empezado a llover?

    —Me preocupa que lo haga de un momento a otro, por eso te he preguntado.

    —¿No había por aquí una tienda de esas que abren veinticuatro horas? Si se pone a llover, ya iré yo a comprar uno.

    —No, no hace falta, tampoco es para tanto.

    Godai miró su reloj. Estaban a punto de ser las cinco de la tarde. Ya habían entrado en noviembre y el frío se dejaba sentir en la piel. Deseó que no se pusiera a llover. Eso de que los detectives de la comisaría local se vieran obligados a ejercer de recaderos le hacía sentirse incómodo.

    Los dos se encontraban en las oficinas de una pequeña fábrica en el distrito de Adachi. El sitio no disponía de nada tan elegante como una sala de visitas, de modo que un sencillo espacio, acotado mediante unos simples tabiques removibles, hacía las veces de zona de recepción de invitados. En los estantes de al lado de la pared había varias muestras de productos: manguitos, válvulas, juntas... Al parecer, en aquella fábrica se dedicaban sobre todo a la producción de material de fontanería.

    Al notar que se aproximaba alguien, Godai volvió la mirada. Un joven entró y saludó con una inclinación de cabeza. Su luminoso cabello castaño combinaba extrañamente bien con el mono de trabajo gris que llevaba puesto.

    Dijo llamarse Yuta Yamada.

    Godai se puso en pie y, tras mostrarle la placa de policía e identificarse como detective del Grupo Primero de la Jefatura Superior de Policía, presentó también a Nakamachi.

    Tras ello, Godai y Nakamachi se sentaron a un lado de la mesa de juntas y Yamada al otro.

    —Nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre el señor Kensuke Shiraishi. Usted lo conoce, ¿verdad?

    Yamada respondió afirmativamente a la pregunta de Godai. Era un tipo delgado, con una barbilla afilada. Que mantuviera su mirada hacia abajo sin cruzarla con ellos seguramente se debía a que los detectives de policía no le hacían mucha gracia.

    —¿Qué relación tiene con él?

    —¿Relación?

    —Sí, su relación con él. ¿Podría hablarnos de ella?

    Yamada alzó por fin la vista y miró a Godai. Sus ojos reflejaban desconcierto.

    —Bueno, ya lo saben... Por eso han venido a verme, ¿no?

    Godai le dirigió una sonrisa.

    —Ya, pero es que nos gustaría que nos lo contara usted directamente, por favor.

    Tras poner una cara que denotaba una mezcla de frustración, inseguridad y perplejidad, Yamada volvió a bajar la mirada y comenzó a hablar.

    —Él fue quien me defendió cuando tuve aquel incidente.

    —¿Cuándo fue ese incidente y en qué consistió?

    Yamada frunció levemente el ceño como preguntándose por qué aquellos tipos se molestaban en interrogarle sobre algo que ya sabían perfectamente.

    Hacer que sea el propio interesado quien exponga directamente su versión es la regla de oro de toda investigación criminal. Pero hay también otra razón: exasperar al interlocutor ayuda a hacer que aflore su sinceridad. Las personas irritadas no son buenas mintiendo.

    —Fue un caso de lesiones, hace aproximadamente un año. Golpeé al jefe del karaoke en el que trabajaba y le causé algunas heridas, pero me acusaron también de robo porque decían que, además, había huido luego llevándome la recaudación del establecimiento. Yo esto siempre lo negué, pero la policía no me creyó... Y el abogado que me defendió entonces en el juicio fue el señor Shiraishi.

    —¿Lo conocía usted de antes?

    —No —respondió Yamada al tiempo que negaba con la cabeza.

    Godai hizo un gesto de asentimiento. Ya había comprobado que Kensuke Shiraishi había sido el abogado de oficio de Yamada.

    —¿Y cuál fue el resultado del juicio?

    —Me condenaron, pero con suspensión de la ejecución de la pena por tres años, gracias a que el señor Shiraishi descubrió que lo del robo había sido una equivocación... O, mejor dicho, una mentira del jefe del karaoke. Es más, incluso demostró que el jefe me maltrataba constantemente. De no ser por eso, seguramente yo habría tenido que ingresar en prisión.

    La historia de Yamada coincidía efectivamente con lo que Godai y su equipo habían investigado con anterioridad.

    —¿Ha quedado con el señor Shiraishi últimamente?

    —Vino a verme aquí hace unas dos semanas. Justo durante la pausa del mediodía.

    —¿Para qué?

    Yamada ladeó ligeramente la cabeza en un gesto de duda.

    —Para nada en concreto. Dijo que se había pasado solo para ver qué tal estaba.

    —¿Y de qué hablaron? ¿Podría contárnoslo, si no tiene inconveniente?

    —Pues de nada importante. Me preguntó si me había acostumbrado a este trabajo y cosas así. Es que fue el señor Shiraishi el que me recomendó a esta empresa.

    —Eso parece. ¿Y cómo estaba él? ¿Se le notaba algo distinto? Por ejemplo, ¿no mencionó si había algo que le preocupara o alguna cosa por el estilo?

    Yamada volvió a ladear la cabeza y se quedó pensativo.

    —No puedo afirmarlo a ciencia cierta, pero me dio la impresión de que no estaba bien del todo. Siempre que venía, acostumbraba a darme muchos ánimos, pero ese día no lo hizo. Me pareció que tenía la mente ocupada en otras cosas. De todos modos... —Yamada hizo un gesto de negación con la mano—. Esto es solo mi impresión. Es muy posible que sean solo figuraciones mías, que le doy demasiadas vueltas a la cabeza, así que no me hagan mucho caso, por favor. Pueden ignorar tranquilamente todo esto.

    Parecía temer que a su declaración se le concediera demasiada importancia. Como persona que ya sabía lo que era pasar por un juicio, seguramente habría caído en la cuenta de que un comentario a la ligera podía acarrear consecuencias insospechadas.

    —¿Está usted informado del caso que nos ocupa? —preguntó Godai.

    —Sí, lo sé... —respondió Yamada bajando levemente la barbilla. Su rostro se notaba algo tenso.

    —¿Y qué opina?

    —¿Que qué opino? Bueno, pues me ha sorprendido mucho...

    —¿Por qué?

    —Pues porque me parece increíble. Mira que matar al señor Shiraishi... No puedo entender cómo ha podido alguien hacer algo así.

    —Entonces, no tiene idea de a qué ha podido deberse...

    —No —dijo Yamada con tono fuerte.

    —¿Y no sabe de ninguna persona que tuviera algo contra él?

    —No. Ni creo que la haya. Si la hay, es un perfecto imbécil. Un imbécil de lo peor. Un tipejo que lo mejor que podría hacer es morirse. Que alguien odiara al señor Shiraishi me parece absolutamente imposible...

    El tono de Yamada irradiaba pasión. Al principio de la conversación había evitado cruzar su mirada con la de los policías, pero ahora la tenía clavada en los ojos de Godai.

    2

    Todo empezó con una llamada de teléfono.

    Se trataba de un aviso para que acudieran a hacerse cargo de un vehículo sospechoso que estaba mal aparcado. Según el registro del centro de atención telefónica, la llamada se había producido a las 7.32 del día 1 de noviembre y había sido efectuada por un guardia de seguridad de una empresa cercana.

    En cuanto al lugar, se trataba de una calle próxima al muelle de Takeshiba, por la zona de Kaigan, dentro del distrito de Minato. El vehículo era un sedán azul oscuro que estaba ilegalmente estacionado a un lado de la calle que discurre paralela a la línea costera del ferrocarril Yurikamome.

    Inicialmente se hizo cargo del asunto la sección de tráfico de la comisaría más próxima, pero el caso pasó enseguida a la sección de asuntos penales. Se había hallado el cuerpo sin vida de un hombre en el asiento trasero del automóvil. Vestía traje oscuro y había sido apuñalado en el abdomen. El arma homicida, una navaja, todavía permanecía clavada en su cuerpo y, probablemente por ello, la sangre no había manado en abundancia.

    La billetera no le había sido sustraída. La hallaron en el bolsillo interior de su americana, junto con los aproximadamente setenta mil yenes en efectivo que contenía, también intactos. Como también llevaba el carnet de conducir, la identificación de la víctima resultó muy sencilla.

    Se llamaba Kensuke Shiraishi, tenía cincuenta y cinco años y residía en la zona de Minami Aoyama, en el distrito de Minato. Por las tarjetas de visita que portaba, se pudo saber que se trataba de un abogado que tenía su gabinete cerca de la avenida de Aoyama. No se encontró ningún tipo de teléfono móvil.

    El número de teléfono de su domicilio particular fue fácil de averiguar gracias al formulario de contacto para caso de emergencia que el propio interesado había rellenado y entregado en la comisaría de su barrio. Cuando uno de los investigadores se puso en contacto con la familia, esta estaba ya a punto de denunciar la desaparición a la policía. El fallecido tenía una esposa un año menor que él y una hija de veintisiete años. Estaban preocupadas porque había abandonado el domicilio familiar la mañana del día anterior y desde entonces no había regresado ni habían podido contactar con él. Ambas identificaron el cadáver en la morgue, afirmando entre llantos que no había duda de que se trataba de Kensuke Shiraishi.

    Según ellas, Shiraishi tenía dos teléfonos móviles, uno normal y otro de tipo inteligente. Usaba el normal para su trabajo y el smartphone para las comunicaciones con su familia. Al parecer, ambos habían sido sustraídos por el autor del crimen y, aunque el teléfono normal no daba la más mínima señal, el smartphone sí parecía seguir conectado.

    Al poco tiempo, el teléfono inteligente fue hallado, gracias a su función de localización GPS, en un área de paseo ajardinada llamada Sumidagawa Terrace, situada cerca del puente de Kiyosubashi, al pie del terraplén, en la ribera del río Sumida. La zona concreta del distrito de Koto en la que estaba se llama Saga. Había varias manchas de sangre en el suelo y también en el propio teléfono. El examen determinó sin ningún género de dudas que se trataba del smartphone de Kensuke Shiraishi. El otro teléfono no apareció.

    Ese mismo día quedó establecida la sede central de investigaciones para el caso. Godai y otros miembros del Grupo Primero de la Jefatura Superior de Policía fueron convocados para la primera reunión a la una de la tarde. El jefe del departamento de asuntos criminales de la comisaría a cargo les hizo una sinopsis.

    Los pasos que había seguido la víctima quedaron bastante claros tras analizar el registro de geolocalización del smartphone. Salió de su domicilio en Minami Aoyama alrededor de las 8.20 del día 31 de octubre y llegó a su despacho a las 8.30. Tras ello, permaneció allí todo el tiempo hasta pasadas las 18.00, hora en la que comenzó a desplazarse en coche. Unos treinta minutos después, llegó al barrio de Tomioka, en el distrito de Koto. Al parecer, aparcó su vehículo en el parking de monedas contiguo al santuario Tomioka Hachimangu y, tras esperar allí unos diez minutos, comenzó a moverse de nuevo. Finalmente llegó a Sumidagawa Terrace, el lugar en el que más tarde se encontraría su smartphone, poco antes de las 19.00.

    A la vista de las manchas de sangre halladas en su teléfono, era muy posible que aquel hubiera sido el lugar del crimen. Dado que las 19.00 tampoco era una hora tan tardía, en condiciones normales debería haber habido por allí bastante gente paseando o haciendo footing. Pero lo cierto era que, a esa hora, las circunstancias debían de ser bien distintas, porque, debido a las labores de mantenimiento de la estación de bombeo que había justo al lado, el acceso estaba cortado y en ese momento no se podía acceder al área de paseo. Al parecer, aquello se había convertido en una suerte de callejón sin salida, un lugar ideal para cometer el crimen. Y, si el autor había conducido a la víctima hasta ese sitio sabiendo de antemano que estaría cortado, debía de ser alguien que conocía muy bien el terreno.

    Tras ello, el cadáver habría sido trasladado al asiento trasero del automóvil. La víctima era de complexión delgada, pesaba solo unos sesenta kilos, por lo que una persona con cierta fuerza física podría haberlo movido con facilidad. El vehículo fue encontrado en una calle ribereña del distrito de Minato, pero no se sabía a ciencia cierta si se desplazó directamente al lugar del crimen o pasó antes por algún otro sitio. Se creía que quien trasladó el automóvil fue el propio autor del crimen, pero hasta el momento se desconocía con qué intención.

    Terminada la explicación, se abordaron las líneas de actuación que debían seguirse durante la investigación, al tiempo que se establecía el reparto de tareas entre los investigadores. A Godai le tocó formar pareja con Nakamachi, uno de los agentes del Departamento de Asuntos Criminales de la comisaría local territorialmente competente. Nakamachi era un detective de elevada estatura y facciones viriles. Tenía veintiocho años, lo que quería decir que era exactamente diez años más joven que Godai. Este se preocupó un poco pensando en lo fastidioso que iba a resultar trabajar con él, si era uno de esos jóvenes rebosantes de vitalidad que se apasionan en exceso, pero, tras charlar un poco con Nakamachi, comprobó aliviado que era más bien de los que abordan las cosas con sensatez y serenidad.

    A ellos les tocó ocuparse de investigar las relaciones personales y el entorno próximo de la víctima. Así las cosas, lo primero era ir a ver a la familia.

    La casa de Kensuke Shiraishi en Minami Aoyama era una pequeña y coqueta vivienda unifamiliar de estilo occidental. Godai estaba un poco sorprendido porque, por la zona en la que estaba ubicada y por la profesión de abogado de su propietario, había imaginado que se trataría de una mansión más suntuosa.

    Cuando Ayako, la esposa de Shiraishi, y Mirei, su hija, los recibieron en la sala de estar, ambas parecían haber recobrado ya la serenidad. Entre las dos se habían repartido las tareas para comunicar el fallecimiento a amigos y allegados, y estaban organizando ya el velatorio y el funeral. Ayako era una mujer menuda y de rasgos muy japoneses, pero Mirei tenía unas facciones más llamativas. Comparándolas mentalmente con las del difunto, Godai pensó que la hija se parecía más a este.

    Tras expresarles sus condolencias, Godai empezó preguntando cómo estaba Kensuke Shiraishi la última vez que lo vieron antes de salir de casa.

    —No creo que hubiera nada de especial en él ayer —comenzó a responder Ayako con gesto abatido—. Tampoco dijo que fuera a verse con nadie fuera del trabajo ni que llegaría tarde a casa. Eso sí, estos últimos días daba la impresión de que no se encontraba muy bien. Lo veía muchas veces cavilando, pensativo... Creí que tal vez tuviera un juicio problemático a la vista o algo así.

    Ni la esposa ni la hija sabían en qué tipo de asuntos estaba trabajando Shiraishi. Ambas coincidieron en afirmar que rara vez hablaba de sus casos con ellas.

    Godai continuó con las preguntas de rigor: si tenían alguna idea sobre el origen del crimen, si habían notado algo raro últimamente, etcétera.

    —No tenemos ni la más remota idea —aseveró Ayako con rotundidad—. No creo que él hiciera nada que le pudiera granjear la animadversión de nadie. Siempre lo afrontaba todo con un gran sentido de la honestidad. De hecho, recibía numerosas cartas de agradecimiento de sus clientes.

    —Bueno, pero consistiendo su trabajo en defender a personas acusadas penalmente de haber cometido delitos, tampoco sería de extrañar que hubiera alguna inquina hacia él por el lado de las víctimas.

    Ante esta réplica de Godai, la esposa no supo cómo responder. Fue la hija quien la rebatió.

    —Ciertamente, desde la posición de las víctimas podía ser visto como un enemigo, pero él tampoco tomaba partido a ciegas por los acusados. Mi padre nunca nos contaba los detalles de sus casos, pero sí nos hablaba a menudo de su vida como abogado. Decía que, cuando alguien era culpable, él no se limitaba a buscar una mera reducción de la pena, sino que antes se aseguraba de que el autor hubiera comprendido bien la gravedad de su delito. Según él, la base de toda defensa consistía en estudiar el caso con detenimiento para poder sopesar esa gravedad con precisión. Así era mi padre. Me parece absolutamente impensable que alguien lo odiara tanto como para querer matarlo —dijo Mirei. Tal vez porque a medida que hablaba se había ido enardeciendo, su voz sonaba ahora mucho más aguda. Y sus ojos se habían enrojecido.

    Por último, Godai les preguntó sobre el comportamiento de Shiraishi en los días previos a su asesinato y si no les decían nada los nombres de lugares como Tomioka Hachimangu, Sumidagawa Terrace o Kaigan, en el distrito de Minato.

    Madre e hija ladearon sus cabezas en un gesto de duda y aseguraron no haber oído nunca a Kensuke Shiraishi nombrar esos sitios.

    En definitiva, no obtuvieron de ellas ninguna información que pudiera calificarse de útil. Tras dejarles sus tarjetas y pedirles que, si se les ocurría algo, les llamaran, abandonaron la casa.

    El siguiente lugar al que se encaminaron fue el despacho de abogado de la víctima, situado cerca de la avenida de Aoyama. Estaba ubicado en el cuarto piso de un edificio de brillantes paredes plateadas, en cuya planta baja había una cafetería.

    En el despacho los estaba esperando una mujer con gafas llamada Setsuko Nagai. El cargo que figuraba en la tarjeta de visita que les entregó era «asistente». Tendría unos cuarenta años, pero, al parecer, llevaba ya quince trabajando a las órdenes de Kensuke Shiraishi.

    Según la señora Nagai, Shiraishi llevaba sobre todo casos de derecho penal, de accidentes de tráfico y de menores. También estaba adscrito al turno de oficio y era habitual que lo llamaran para defender a alguien por ello.

    Godai le preguntó si algún cliente, descontento por haber recibido una condena inusitadamente severa, se había mostrado resentido con él achacándole que había hecho una mala defensa o algo similar.

    —Bueno, ya sabe, hay gente para todo... —respondió Setsuko Nagai sin negar la posibilidad—. Gente que dice lo primero que se le ocurre: que si yo no he hecho nada, que si soy inocente... Pero, si a ojos del señor Shiraishi aparecían claramente como culpables, él intentaba persuadirlos por todos los medios. Les explicaba que, desde el punto de vista del resultado del juicio, lo mejor era decir la verdad. Y si, a pesar de todo, el interesado insistía en mantener su versión, le hacía ver que así no había forma de defenderlo, que lo único que cabía era reproducir su absurda versión de los hechos en el juicio. Y, naturalmente, eso afectaría negativamente a la formación de la convicción por parte del juez y haría imposible solicitar una rebaja de la pena, pero... En fin, es gente que se cava ella misma su propia tumba, pero haberlos, los hay, y es posible que alguno la tuviera tomada con el señor Shiraishi.

    Godai estaba de acuerdo con eso. Entre las personas que él había detenido en el pasado, también había algunas de ese tipo.

    —Sin embargo, una vez que las penas de esas personas devenían firmes, él seguía ocupándose igualmente de sus casos, y creo que al final la mayoría quedaban satisfechos con su labor. En varias ocasiones, gente que en el momento de recibir su sentencia le había reprochado el mal resultado vino a darle las gracias tras cumplir la pena.

    Oyendo lo que decía Setsuko Nagai, a Godai le vino a la mente una palabra: «bondadoso».

    Godai le preguntó, al igual que había hecho con la esposa y la hija de Shiraishi, sobre la posibilidad de que se hubiera granjeado el odio de alguna de las víctimas. Setsuko Nagai aclaró que, aunque baja, dicha posibilidad existía.

    —Más de una vez estuvieron a punto de agredirlo cuando estaba negociando para intentar alcanzar un acuerdo extrajudicial. Tampoco era de extrañar. A fin de cuentas, es lógico que la gente del lado de la víctima esté enfadada. Seguramente les parecería que su actitud al procurar zanjar el asunto de modo amistoso era una especie de engaño. De todos modos, no se me ocurre ningún caso que pudiera generar contra él tanta animadversión como para matarlo —añadió—. No conozco a muchos abogados, pero creo que el señor Shiraishi era una persona de moral muy recta y que, a la hora de ejercer la defensa, no solo tenía en cuenta a su propio cliente, sino también a la otra parte. Se me antoja muy difícil que lo mataran por odio o por resentimiento. Por supuesto, en este mundo hay gente muy rara, así que no me atrevo a decir que eso sea del todo imposible, pero...

    Godai le preguntó cuál creía entonces ella que podría haber sido el móvil del crimen. Setsuko Nagai soltó un suspiro lastimero.

    —Hay algunos juicios que se alargan mucho en el tiempo, pero el hecho de matar al abogado no supone ninguna ventaja para la otra parte. ¿No sería por alguna razón personal ajena a su trabajo? Pero creo que no tenía problemas económicos y tampoco oí nunca que tuviera líos de faldas... ¿No lo mataría sin más alguien que no estaba en su sano juicio? Es lo único que cabe pensar...

    Godai también le preguntó a la asistente si le resultaban familiares los nombres de Tomioka Hachimangu, Sumidagawa Terrace o Kaigan, en el distrito de Minato, y la respuesta de Setsuko Nagai fue que no le sonaban de nada.

    Godai y Nakamachi abandonaron el despacho llevándose consigo, entre otras cosas, distinta documentación relacionada con los asuntos en los que el abogado estaba trabajando últimamente y una copia del listado de llamadas telefónicas recibidas. La documentación relativa a los juicios de los que se había hecho cargo hasta el momento se la entregaron a los responsables de material probatorio.

    Tras ello, ambos se fueron a visitar a algunos clientes y exclientes del abogado para entrevistarse con ellos. Todos se mostraron sorprendidos al saber que Kensuke Shiraishi había sido asesinado y dijeron prácticamente las mismas palabras: «Me parece increíble que alguien pudiera odiar a ese hombre».

    3

    Finalizada la visita a Yuta Yamada, Godai y Nakamachi decidieron cenar temprano. Mientras pensaban a dónde podrían ir, a Nakamachi se le ocurrió una idea interesante: propuso que fueran a Monzen-nakacho.

    —Muy bien, buena idea —dijo Godai mostrando su conformidad.

    Monzen-nakacho estaba en el camino de regreso a la sede central de investigaciones. Se trata de una zona que se desarrolló como puerta de acceso al templo. Sus famosas calles comerciales siguen plenamente activas hoy en día y constituyen el área más representativa del barrio de Fukagawa. Pero, por encima de todo, allí se halla también el santuario de Tomioka Hachimangu.

    Cuando, tras hacer transbordo, llegaron a la estación de Monzen-nakacho, eran ya más de las seis de la tarde.

    Como no tenían ni idea de qué establecimiento sería recomendable para cenar, Nakamachi buscó con su teléfono móvil algunos restaurantes cercanos. Una de las posibles opciones era un asador de brochetas a la brasa estilo robatayaki, en el que ofrecían como plato estrella el fukagawa-meshi o arroz al estilo de Fukagawa, preparado al vapor en cestillos de bambú. Solo con leer la descripción ya se les hizo la boca agua, así que decidieron ir a ese sitio.

    Estaba muy cerca de la estación del metro. Nada más entrar, había un mostrador en forma de U, tras el cual un hombre ataviado con un mandil blanco asaba a la brasa todo tipo de verduras y mariscos. Como todavía quedaban muchos sitios libres, Godai eligió una mesa al fondo del restaurante. Consideró que allí les sería más fácil mantener una conversación privada que sentados en el mostrador.

    Cuando la joven camarera fue a tomarles nota, pidieron cerveza de barril, edamame y yakkodofu, un bloque de tofu que se toma con salsa de soja como aperitivo. Eran conscientes de que regresar a la sede oliendo a alcohol no estaría bien visto, pero por el camino habían convenido que por una cerveza tampoco pasaba nada.

    —Todos cuentan prácticamente la misma historia, ¿no? —dijo Nakamachi dejando escapar un leve suspiro mientras abría un pequeño cuaderno de notas.

    —Sí. Ninguno cree que pudiera haber nadie que odiara a Shiraishi. Bueno, en realidad es muy posible que así fuera. Como dijo la señora Nagai, parece que atendía todos sus asuntos de un modo muy honesto. La de abogado es una profesión en la que resulta fácil ganarse la animadversión de la gente y, de hecho, no es la primera vez que asesinan a uno. Pero en la práctica es muy raro odiar a un abogado hasta ese punto. Tal vez deberíamos descartarla como posible móvil del delito.

    Les sirvieron las cervezas y el edamame. Tras alzar su vaso frente a Nakamachi y desearle salud, Godai dejó deslizar la cerveza a través de su garganta y sintió cómo aquel líquido, con su justo toque de amargor, se filtraba por su cuerpo cansado después de tanta caminata.

    —Bueno, y si no es animadversión, ¿qué ha podido ser? La señora Nagai dijo que tal vez fuera por algo personal, no relacionado con su trabajo.

    —No sé... —repuso Godai ladeando la cabeza y alargando su mano hasta el plato de edamame—. No tenía problemas financieros y tampoco estaba envuelto en nada relacionado con mujeres... Otra cosa en la que cabría pensar serían los celos.

    —¿Celos? ¿Quiere decir envidia?

    Godai sacó su libreta de notas del bolsillo de la americana.

    —Kensuke Shiraishi. Nacido en el distrito de Nerima, Tokio. Poco después de graduarse en la facultad de Derecho de una universidad pública, aprueba el examen estatal de acceso a la abogacía y comienza a trabajar de letrado en un bufete de Iidabashi. A los veintiocho años se casa con una compañera de clase con la que salía desde su época de estudiante. A los treinta y ocho años decide independizarse y abre su actual despacho. Cuando a alguien le van las cosas viento en popa como a él, no es de extrañar que haya quien sienta celos de esa vida.

    —Ciertamente, pero... ¿hasta el punto de llegar a matarlo? A mí me parece que, para ser abogado, su vida era relativamente normal...

    —¿Y no te parece que puede haber quien sienta envidia de esa normalidad? Por ejemplo, un rival de cuando era estudiante o algo así. No son pocos los que han tenido que renunciar a su sueño de ser abogados por no conseguir aprobar el examen de acceso.

    —Ah, pues sí, eso resulta factible.

    —De todos modos, supongo que, en tal caso, la intención de matarlo surgiría como algo impulsivo, no premeditado. Tengo la impresión de que esta hipótesis no encaja bien con el hecho de tener preparada un arma y apuñalarlo. Ya sé que resulta raro que sea yo ahora quien la niegue, después de haberla lanzado como teoría, pero... —Godai se encogió de hombros y volvió a guardar la libreta en su bolsillo.

    Godai había usado la expresión «viento en popa», pero, según la esposa de Shiraishi, su esposo sabía perfectamente lo que era el sufrimiento. La familia en la que nació y se crio no era en absoluto adinerada. Él siempre había ido a la escuela pública, y además perdió a su padre en un accidente cuando estaba en secundaria. Luego, mientras estudiaba en el instituto, trabajó a tiempo parcial para ayudar en la economía doméstica. Su madre, que había fallecido hacía dos años, sufría de demencia, pero Shiraishi también colaboraba en sus cuidados. Así que era una persona bastante curtida por la vida. Y tal vez porque era ese tipo de persona decidiera llevar también casos del turno de oficio, con los que, según se dice, no se gana gran cosa.

    Tras tomarse el edamame y el yakkodofu a modo de aperitivo y apurar sus cervezas, pidieron el famoso fukagawa-meshi.

    —De todos modos, ¿qué demonios vendría a hacer él a este barrio? —preguntó Godai mientras miraba el cartel de la pared con la explicación del fukagawa-meshi.

    —No sé qué tipo de relación podría tener la víctima con un sitio como este, la verdad. Siento curiosidad.

    Godai cruzó los brazos en silencio con aire meditabundo.

    El día de los hechos, Kensuke Shiraishi salió de su oficina y, en primer lugar, se desplazó en coche hasta el estacionamiento de monedas situado al lado del santuario de Tomioka Hachimangu. En las imágenes captadas por las cámaras de seguridad del lugar aparecía su vehículo sin ningún género de dudas. Unos diez minutos después de estacionar, se podía ver a Kensuke Shiraishi entrando y saliendo del automóvil para pagar el parking. Pero no había nadie más que se aproximara al coche.

    Una posibilidad a considerar habría sido que Kensuke Shiraishi hubiera aparcado el automóvil en ese estacionamiento siguiendo instrucciones del asesino, pero que luego este hubiera contactado nuevamente con él mientras estacionaba y le hubiera dicho que fuera hasta Sumidagawa Terrace, el lugar del crimen.

    Obviamente, la elección del lugar era cosa del asesino. Pero los investigadores insistieron mucho en que el primer sitio en el que Shiraishi había aparcado su coche había sido Tomioka Hachimangu, pues habían averiguado, gracias al historial de geolocalización del smartphone, que ese mes Kensuke Shiraishi había ido otras dos veces a Monzen-nakacho.

    La primera había sido el 7 de octubre, y quedó registrado que ese día dio bastantes vueltas por el lugar. La segunda había sido el 20 de octubre, fecha en la que entró directamente en una cafetería de la avenida Eitai. Y, en ambas ocasiones, el lugar en el que estacionó su automóvil fue el mismo que esta vez.

    Un detective a cargo de la investigación de campo fue a interrogar al personal de la cafetería y pudo comprobar que las cámaras de seguridad habían grabado a Kensuke Shiraishi entrando y saliendo del establecimiento. Vestía traje y únicamente llevaba consigo un maletín. Por desgracia, ningún empleado recordaba haberlo visto. Y eso era tanto como decir que seguramente no había tenido ningún comportamiento extraño.

    ¿Qué había ido a hacer a ese barrio Kensuke Shiraishi? Según los de material probatorio, hasta el momento no habían encontrado a nadie relacionado con el juicio que viviera, trabajara o estudiara allí.

    Por fin les llevaron el fukagawa-meshi. Al percibir el aroma que emanaba del cestillo de bambú, Godai no pudo evitar esbozar una leve sonrisa.

    —Propongo que nos olvidemos del caso por un rato, ¿vale?

    —Secundo la moción —respondió Nakamachi sin apartar su mirada del arroz.

    Terminada la cena, decidieron ir a echar un vistazo a la cafetería en cuestión. Estaba a tan solo unos cincuenta metros del restaurante en el que habían cenado.

    El establecimiento tenía dos pisos, pero en la planta que daba a la calle solo estaba el mostrador para hacer los pedidos. Tras adquirir unos cafés, subieron con ellos a la planta superior. Había asientos libres en las mesas, pero el espacio entre ellos les pareció demasiado estrecho, así que decidieron sentarse en los de la barra que daba a la ventana.

    —Según el registro de geolocalización del smartphone, Shiraishi permaneció en este sitio durante casi dos horas. ¿Qué haría durante todo ese tiempo en la cafetería de un barrio que ni le iba ni le venía, con el que no tenía nada que ver?

    —Lo más probable es que hubiera quedado con alguien, ¿no?

    —Así es. Pero, como bien sabes, porque también asististe a la reunión, en las imágenes de las cámaras de seguridad Shiraishi aparece siempre solo, tanto al entrar como al salir. Que al entrar estuviera solo, vale, pero, de haber quedado con alguien, lo lógico sería que, al menos al salir, lo hubiera hecho acompañado, ¿no te parece?

    —Hum... —murmuró Nakamachi—. Es verdad. Pero ¿qué hace alguien en un sitio como este durante nada menos que dos horas si no ha quedado con nadie? ¿Dedicarse a la lectura? Bueno, tal vez se entretuviera haciendo algo así... —Al decir eso, Nakamachi señaló hacia atrás con su pulgar.

    Godai se volvió discretamente para mirar. Casi todos los clientes de las mesas estaban absortos manipulando sus teléfonos móviles.

    —No creo... —dijo Godai forzando una sonrisa—. ¿Cómo iba a venir solo para eso hasta un barrio con el que no tenía nada que ver? Si es por cafeterías, disponía de una en la misma planta baja de su despacho...

    —¿Y qué tal que la víctima fuera un gran amante del café y se hubiera desplazado expresamente hasta aquí en busca del que sirven en esta cafetería porque tiene muy buena fama? Tampoco, ¿no?

    —Es una hipótesis interesante, pero esto es una cadena de cafeterías.

    —Tiene razón —dijo Nakamachi con un gesto de desánimo antes de llevarse el vaso de cartón a los labios.

    Godai también tomó un sorbo y se volvió a girar. Desde la ventana se podía ver la avenida Eitai. De pronto, algo vino a su mente y se rio. Su risa fue acompañada de un resoplido de aire al atravesar su nariz.

    —¿Qué pasa? —preguntó Nakamachi.

    —Entrar en una cafetería solo y, sin dedicarse a leer ni a toquetear el móvil, quedarse ahí durante dos horas. Vale que la gente normal no hace eso. Pero también hay quien lo hace porque no le queda más remedio, ¿no crees?

    Nakamachi no parecía entender qué había querido decir. Godai apuntó con su dedo hacia el perplejo rostro del joven detective antes de proseguir.

    —Nosotros. La policía. Cuando nos toca apostarnos en un sitio para labores de vigilancia, a menudo tenemos que pasar horas en él.

    —¡Ah! —exclamó Nakamachi dejando su boca entreabierta.

    Godai señaló el trasiego de coches que se producía en la avenida.

    —Fíjate. ¿No te parece que este es un lugar ideal para observar? Los principales comercios de Monzen-nakacho se extienden a lo largo de esta calle. Así que desde los establecimientos de enfrente se puede ver perfectamente quién entra y en qué sitio. Además, tanto la gente que viene a este barrio como la que sale de él suele hacerlo por esta avenida.

    Nakamachi miró hacia abajo a través de la ventana.

    —Es cierto —murmuró—. ¿Quiere decir que tal vez esa fuera la razón por la que la víctima entró en esta cafetería? ¿Que estaba vigilando a alguien?

    —No sé si el término «vigilancia» es el más apropiado. A fin de cuentas, el señor Shiraishi no era un detective. Tal vez estuviera esperando a que apareciera alguien.

    —¿Un peatón?

    —No lo sé. Podría ser. O tal vez alguien que hubiera aparcado su coche a un lado de la calle, o un cliente que estuviera dentro de una tienda y tarde o temprano tuviera que salir... Son demasiadas posibilidades. Lo único que podemos afirmar es que este es, sin duda, un lugar ideal para la vigilancia. Y, además, te puedes tomar un café...

    A Nakamachi le brillaron los ojos.

    —¿Informamos de esto a los de arriba?

    Godai esbozó una sonrisa mientras hacía un leve gesto de negación con su mano.

    —Dejémoslo por ahora. No se trata de una verdadera deducción. Es solo una mera elucubración sin demasiado fundamento. De prestar atención a todas y cada una de estas conjeturas, los jefes no darían abasto.

    —Ah, vaya... —dijo Nakamachi sin ocultar su decepción—. Es que tenía ganas de regresar a la sede llevándoles algún buen regalo.

    —Te comprendo. Pero no debes sentirte culpable por la falta de resultados. No es culpa del perro que no aparezca la presa. En todo caso la culpa es de quien suelta al perro en un sitio en el que no hay presas. Volveremos a la sede con la frente bien alta —repuso Godai dando un suave golpecito en el hombro del joven detective.

    Transcurrieron cuatro días desde que fuera descubierto el cadáver. Corroborando las preocupaciones de Nakamachi, el equipo de investigación del entorno próximo de la víctima seguía, al igual que el resto, sin obtener ningún hallazgo relevante.

    Partiendo de los historiales de llamadas de ambos teléfonos, el ordinario y el smartphone, Godai y Nakamachi investigaron a las personas que habían tenido algún contacto reciente con Kensuke Shiraishi. El teléfono móvil ordinario seguía sin aparecer, pero consiguieron su historial de llamadas salientes a través de la empresa de telefonía. El número de teléfono de Yuta Yamada estaba en él.

    El número de personas que habían interrogado hasta el momento superaba la treintena, y entre ellas había no solo clientes y exclientes del abogado, sino también colegas letrados o asesores fiscales con los que la víctima había tenido relación profesional. Fueron incluso a visitar la peluquería a la que solía acudir. Pero todos repetían la misma cantinela: no tenían ni la más remota idea de lo que había podido suceder. Uno de los abogados les llegó a decir que, si atraparan al criminal y le encomendaran a él la defensa, se querría quitar el caso de encima como fuera. Tal vez se refiriera a que, con independencia del motivo del crimen, iba a ser imposible que aplicaran algún atenuante para reducir la pena.

    Cuando regresaron a la sede central de investigaciones, ya eran más de las 20.30. Como Tsutsui, el subinspector a cargo de la investigación de proximidad, todavía estaba allí, le informaron del resultado de sus indagaciones.

    Tsutsui tenía un rostro anguloso sobre el que destacaban unas prematuras canas. El informe de resultados infructuosos de sus subordinados no hizo que variara apenas su expresión. Sabía que, en ese trabajo, dar palos de ciego formaba parte de la rutina diaria.

    —Gracias por vuestro esfuerzo, chicos. Dejadlo ya por hoy. Volved a casa y descansad. Además, mañana te toca ir de viaje —dijo mientras le entregaba un documento a Godai.

    —¿A dónde? —preguntó Godai tomando el documento en su mano. Era una copia de un permiso de conducir. La foto de carnet mostraba el rostro de un varón delgado. Tendría unos sesenta años.

    Su domicilio estaba en la ciudad de Anjo, en la prefectura de Aichi.

    4

    El Kodama que partía de la estación de Tokio iba más lleno de lo que esperaba, pero afortunadamente pudo sentarse en uno de los asientos sin reserva. Tenía por delante unas dos horas y media hasta la estación de Mikawa-Anjo. Si hubiera tomado un Nozomi hasta Nagoya para, desde allí, hacer transbordo y luego retroceder en Kodama una única estación hasta Mikawa-Anjo, se habría ahorrado unos treinta minutos. Pero la opción se desvaneció al constatar que la diferencia de precio entre ambos trayectos era de unos dos mil yenes. Especialmente teniendo en cuenta que a Nakamachi no le habían permitido acompañarlo debido a los recortes presupuestarios.

    Sentado junto a la ventana, Godai volvió a examinar el documento que le había dado Tsutsui la noche anterior.

    Tatsuro Kuraki. Ese era el nombre de la persona a la que iba a visitar. Según su fecha de nacimiento, tenía ahora sesenta y seis años. Apenas había otra información.

    En el despacho de abogado de Shiraishi llevaban un registro de llamadas con el día, la hora y el nombre de las personas que las habían efectuado. Como disponían de servicio de identificación de llamadas, si el número aparecía en pantalla también lo anotaban. Esa costumbre la inició Kensuke Shiraishi tras independizarse. Al parecer, cuando terminaba la jornada le gustaba mirar los datos para repasar con quién y de qué había hablado ese día.

    Según el registro en cuestión, el día 2 de octubre había llamado un tal Kuraki. El número del teléfono que constaba anotado era el de un móvil. Cuando le preguntó por ello a Setsuko Nagai, dijo que lo recordaba, pero que se había limitado a pasarle la llamada directamente al señor Shiraishi y, por lo tanto, no sabía absolutamente nada más sobre la persona que había telefoneado, a excepción de que se trataba de un hombre. Por supuesto, tampoco sabía cuál era el motivo concreto de la llamada.

    Su nombre no aparecía en la lista de clientes y tampoco había registrada ninguna visita al despacho por su parte. Aquella fue la única vez que telefoneó.

    ¿Quién era esa persona? Si hubiera tenido la condición formal de investigado, habrían podido solicitar la expedición de una orden judicial y obtener alguna información de la operadora de telefonía móvil, pero en esa fase de la instrucción no era posible.

    En definitiva, habría que averiguar quién era contactando directamente con él por teléfono a través del número que había quedado registrado. Se consideró que la conversación iría más suave si le llamaba alguien del sexo opuesto, así que se encargó de ello una agente de policía.

    Sin contarle los pormenores del caso, le pidió su nombre y demás información de contacto explicándole que aquello formaba parte de una investigación policial. Su interlocutor no se negó a responder. Se identificó como Tatsuro Kuraki y le facilitó su domicilio y el resto de los datos. Según dijo luego la agente, no le dio la impresión de que Kuraki estuviera especialmente alterado.

    Tras ello, fue Tsutsui quien volvió a telefonear para preguntarle si podía concederles un poco de su tiempo, ya que había algunas cosas que necesitaban preguntarle. Kuraki le respondió que, como ya no trabajaba, estaba a su entera disposición cuando quisieran.

    Y de ahí que Godai se estuviera dirigiendo ese día hacia Mikawa-Anjo.

    Kuraki había preguntado insistentemente a Tsutsui de qué deseaban hablar con él. No era de extrañar. Sin duda pensaría que, si un detective de policía iba a desplazarse ex profeso desde Tokio para verle, se debía a que el asunto era bastante serio. Aunque no tuviera nada turbio que ocultar, era lógico que se sintiera inquieto.

    Ni que decir tiene que Tsutsui se limitó a responderle que ya se lo explicarían en persona durante la entrevista. No sabía si Kuraki estaba involucrado en el caso o no, pero otra de las reglas de oro de toda investigación es que no hay que proporcionar información de más a la otra parte hasta que uno se ha reunido efectivamente con ella.

    Poco después de las once de la mañana, Godai llegaba a la estación de Mikawa-Anjo. Al salir había una pequeña rotonda. En el aparcamiento, los coches aparecían diseminados aquí y allá. Había muy pocos edificios altos y tampoco se veían grandes letreros llamativos. La atmósfera que se respiraba era idílica.

    En la parada de taxis solo había uno esperando. Godai mostró al taxista el plano con las indicaciones que llevaba impreso.

    —Ah, entonces a Sasame, ¿verdad? —preguntó el conductor poniendo el motor en marcha.

    —¿Es que esto se lee Sasame? Pensaba que era Shinome... —dijo Godai.

    —Así es. La mayoría de la gente de fuera no sabe leerlo. Bueno, es que es un barrio que tampoco tiene nada de especial —respondió el taxista esbozando una sonrisa. Hablaba con acento local. Debía de ser el del dialecto de Mikawa.

    Godai miró por la ventanilla. Tanto la calzada como la acera eran bastante amplias. Había viviendas privadas y comercios que daban a la calle. No se veían edificios de gran altura. A cambio, tanto las casas particulares como los locales ocupaban mucho terreno. Pensó que, si se acostumbrara a vivir en un lugar así, luego no sería capaz de hacerlo en las abarrotadas áreas residenciales de Tokio.

    El taxi llegó a su destino en menos de diez minutos.

    —Es por aquí —dijo el taxista.

    —Aquí mismo está bien.

    Godai le pagó la carrera, bajó del vehículo y comenzó a caminar guiándose con el plano que llevaba. Ante él se alineaban casas de todo tipo, antiguas y modernas. Lo que todas tenían en común, sin excepción, era que disponían de garaje. De hecho, en muchas de ellas había varios coches aparcados.

    La casa a la que llegó, en cuya placa se leía KURAKI, tenía también una cochera en la entrada. En ella había aparcado un pequeño utilitario gris. Un amuleto colgaba de su espejo retrovisor.

    Bajo la placa había un interfono. Tras pulsar el botón y esperar un poco, se escuchó la voz de un hombre.

    —¿Sí?

    —Policía de Tokio.

    —Pase.

    Enseguida se oyó el sonido de apertura de la cerradura y se abrió la puerta del recibidor. Apareció un hombre de rostro enjuto, igual que el de la foto del carnet de conducir. Llevaba puesto un cárdigan. Su complexión era más robusta que la que Godai había imaginado.

    —Me llamo Godai. Lamento molestarle. Supongo que estará usted muy ocupado —dijo aproximándose a la entrada mientras sacaba su placa de policía. Nada más mostrársela, la guardó de nuevo en su bolsillo con rapidez y le ofreció una tarjeta de visita a cambio.

    Kuraki entornó los ojos para leer la tarjeta y luego lo invitó a pasar al interior con un «adelante».

    —Con su permiso —repuso Godai haciendo una reverencia con la cabeza mientras accedía a la vivienda.

    Kuraki lo guio hasta una habitación de estilo japonés que había nada más entrar. Sin embargo, sobre el tatami aparecían una mesa y unas sillas de mimbre. Podía verse también un pequeño altar budista pegado a la pared y, justo encima, colgada en la misma pared, una fotografía del rostro de una mujer que debía de haberse utilizado como imagen funeraria para sus exequias. Tendría unos cincuenta años. El cabello corto le sentaba bien a su rostro redondeado.

    —Es mi esposa —explicó Kuraki al darse cuenta de que Godai la estaba mirando—. Falleció hace dieciséis años. Era un año mayor que yo. Entonces tenía cincuenta y uno.

    —Lo lamento. Todavía era muy joven. ¿Fue un accidente o algo así?

    —No, fue algo llamado leucemia mieloide. De haber podido hacerle un trasplante de médula tal vez se habría salvado, pero como al final no conseguimos encontrar a ningún donante...

    —Ah, ya... —Godai no supo qué decir. Se había quedado sin palabras.

    —De ahí que ahora viva aquí yo solo. Hace ya un montón de años que no me tomo un té hecho en la tetera como Dios manda, pero si le apetece uno de botella...

    —No, no hace falta, no se moleste.

    —¿De veras? Bueno, en tal caso lo dejamos así. Ah, no se quede de pie, tome asiento, por favor.

    Aceptando la invitación de Kuraki, Godai se sentó en una silla.

    —Verá, creo que ya se lo comentó la persona que le telefoneó ayer, pero su nombre ha aparecido durante la investigación de un caso. Concretamente en el registro de llamadas entrantes del despacho en Tokio de un abogado llamado Shiraishi. Si me pregunta que por qué es eso relevante, le diré que porque lo que estamos investigando actualmente es el asesinato del señor Shiraishi.

    Tras soltar toda esa parrafada de un tirón, Godai permaneció atento a la reacción de Kuraki. El rostro delgado de aquel señor mayor apenas cambió de expresión, limitándose a un ligero encogimiento hacia atrás de la barbilla.

    —¿Lo sabía? ¿Sabía usted que había sido asesinado?

    —Ayer, tras recibir la llamada de la policía, me puse a buscar por internet. Aquí donde me ve, no me manejo tan mal con el ordenador. Al enterarme del caso me sorprendí mucho. Y pensé también que iba a ser inevitable que tuvieran que venir a verme. —El

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