Los hijos del tiempo
Por M.R. Corbera
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Intrigados, los hermanos invitan al desconocido a su hogar, donde, junto al calor de la chimenea, comienzan a descubrir la historia oculta de su familia. El desconocido les muestra un libro escrito por su padre en sus últimos años, lleno de revelaciones impactantes y secretos guardados. A medida que el desconocido narra la vida de su padre, los hermanos se enfrentan a verdades incomodas y a la complejidad de la naturaleza humana, descubriendo actos tanto oscuros como honorables.
Los hijos del tiempo es una novela fascinante, articulada pero fluida que mantendrá viva la atención del lector hasta la última palabra.
M.R. Corbera. Nací un 14 de julio de 1992, justo durante las Olimpiadas de Barcelona. Aunque mi infancia fue bastante común. Estudié en colegios e institutos públicos, aunque las experiencias no fueron las mejores.
Sin embargo, en medio de todo esto, encontré refugio en la lectura. Los mundos creados por autores como J.R.R. Tolkien con “El Señor de los Anillos” o “Los Hijos de Húrin”, Agatha Christie y su sagaz detective Hércules Poirot, y Patrick Rothfuss con “El Nombre del Viento” y “El Temor de un Hombre Sabio” me ayudaron a sobrellevar los momentos difíciles.
Curiosamente, tuve un sueño recurrente que he plasmado por escrito, y se ha convertido en esta novela, o en parte de ella al menos.
Así que aquí estoy, compartiendo mi historia, incluso si no es la más emocionante. A veces, las experiencias cotidianas y en teoría triviales tienen un valor inmenso.
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Los hijos del tiempo - M.R. Corbera
Campanadas del pasado
Era mediodía, el sol estaba a punto de alzarse en su plenitud. En la villa, las campanas del ayuntamiento empezaron a tañer. Sonó la primera campanada. Estábamos todos reunidos, familiares y amigos, en un semicírculo delante de una pira de leña. Sonó por segunda vez. Todos observábamos el cuerpo envuelto en telas de nuestra madre. Sonaba la tercera campanada, la cuarta seguida de la quinta. Mis hermanos y yo nos abrazábamos compartiendo un mismo dolor. Sonaba la sexta campanada, la séptima y la octava. Pensaba en nuestro padre, que había fallecido hacía menos de un año. Sonó la novena campanada y las lágrimas empezaron a brotar. El calor de la antorcha empezó a acercarse a la pira de madera. Sonó la décima campanada, la undécima y finalmente, en la duodécima campanada, el fuego impregnó la madera, comenzando a devorarla. Todos miramos inmóviles cómo el aterrador fuego lo engullía todo, cómo convertía en cenizas a nuestra madre, tal y cómo era costumbre en nuestra tierra.
Por los escalones subía un desconocido encapuchado, manteniendo la distancia e intentando pasar desapercibido. Cuando el funeral terminó, se acercó a nosotros, nos dio el pésame y nos preguntó si conocíamos la historia de nuestros padres, en especial de nuestro padre. Cuando le dijimos que nunca nos contaron gran cosa, como la mayoría de la gente mayor cuando les preguntabas por la Gran Guerra o anteriores, él sonrió como si ya supiera la respuesta. Nos invitó a saber más de nuestro padre, la historia de nuestra familia y los secretos que guardaba nuestra sangre.
Fuimos al interior de la casa, al salón donde la chimenea seguía encendida, ofreciendo calma con su crepitar y calidez desde su pequeño hogar. Le ofrecí un té a nuestro invitado y él aceptó. Mis hermanos se iban colocando en los sillones, sofás y en el suelo, rodeando a nuestro invitado, esperando a que nos contara cosas sobre nuestro padre. Llegué con el humeante té, que dejé en la mesita al lado del sillón donde se había sentado nuestro invitado. Rodeando la taza, en la misma pequeña bandeja, estaban unas galletas y el azucarero. El humo del té bailaba al son de la llama y el invitado olió el té con gran disfrute. Prosiguió con un pequeño sorbo y se presentó.
Después de tomar el último sorbo de té, el desconocido se levantó y, con una voz serena pero firme, nos pidió que lo siguiéramos. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda cuando uno de mis hermanos, con frustración, le recriminó por habernos hecho esperar en el salón sin revelarnos nada.
No os impacientéis
, dijo sin perder la calma. Nunca dije que os contaría la historia aquí mismo.
Con paso tranquilo, se dirigió al despacho de nuestro padre. Nadie había entrado en ese lugar desde hacía casi un año; solo nuestra madre, una vez, y el servicio, únicamente para limpiar. El aire estaba cargado de polvo y recuerdos.
El desconocido se acercó a una estantería, y al sacar un grueso libro de cubierta rojo oscuro, sin título en el lomo, el silencio se volvió casi tangible.
Este libro
, explicó, contiene la vida de vuestro padre, escrita por él mismo en sus últimos años. Pero hay más que eso. Yo conozco partes de su vida que no están en estas páginas, historias que considero relevantes.
Nos miró uno a uno, sus ojos reflejando la gravedad de sus palabras. Sentí como si un peso invisible cayera sobre mis hombros.
Antes de empezar, os pido que no juzguéis a vuestro padre con dureza
, dijo con voz grave. Fue un ser humano en toda la extensión de la palabra, capaz de actos tanto oscuros como honorables. Además, tenía una naturaleza lujuriosa.
La llama de la chimenea danzaba, proyectando sombras inquietantes por toda la habitación. El desconocido abrió el libro y comenzó a leer en voz alta, su voz profunda resonando en el silencio expectante del despacho. Y así empezó a leer el libro, y poco a poco las palabras escritas en tinta fueron cobrando forma, mostrándonos el pasado de nuestro padre desde el principio del cambio que marcaría no solo su vida, sino la de todos.
Las letras se transformaban en imágenes vívidas en nuestras mentes, revelando escenas que parecían tan reales como el crepitar de la chimenea. Vimos a nuestro padre enfrentarse a decisiones difíciles, y cada palabra desentrañaba un nuevo secreto, revelando facetas de su vida que nunca habríamos imaginado. Las revelaciones nos sorprendían, nos conmovían y, a veces, nos dejaban sin aliento.
Tiempo de paz
En una atemperada tarde otoñal, las hojas de los árboles se mecían con el viento y el sol poniente teñía de rojo el cielo. El aire fresco acariciaba mi rostro y me traía el aroma de las castañas asadas que estaba haciendo madre.
Mi hermano Miquet me golpeó en el estómago con un palo. Me pilló desprevenido, pensando en mi futuro. El palo chocó contra mi vientre con un golpe seco. El dolor me hizo doblarme y soltar un gemido.
—¿Con un palo? ¡No! —gritó él—. Con una espada oscura hecha por el señor de la oscuridad en busca de pelea.
Agarré la espada luminosa que había sobre la mesa. Zumbaba en mi mano, como si tuviera vida propia.
—Pues recibe la justicia de mi espada de la luz, defensor del caos —respondí yo.
Nos lanzamos el uno contra el otro y comenzamos una batalla épica. Chocamos las espadas con fuerza, haciendo saltar chispas. Nos esquivamos, nos bloqueamos, nos atacamos.
Salimos del jardín peleando y entramos en el bosque. Nuestros padres nos decían que no fuéramos solos porque era peligroso, pero no le dábamos mucha importancia. Era el bosque al que siempre íbamos con ellos.
El bosque se llenó de ruidos: el crujir de las ramas, el silbar del viento, el rugir de las espadas, nuestros gritos y risas.
Las hojas teñidas de color ocre fuego en los árboles y la suave brisa nos hizo evadirnos de cualquier posible peligro que hubiera. A fin de cuentas, era el bosque al que siempre íbamos con padre a cazar, jugar, buscar setas, madera… lo conocíamos como la palma de nuestra mano o eso pensábamos ingenuamente. Mientras seguíamos jugando con los dos palos como si fueran espadas y luchábamos como si él fuera el señor de las sombras y yo de la luz, nos íbamos adentrando en el bosque paso a paso, sin darnos cuenta de cuánto, cada vez más y más profundo en su inmensa espesura hasta que al final nos perdimos, fue entonces cuando paramos y buscamos la forma de volver a casa.
En nuestro intento de encontrar el camino de vuelta dimos con un pequeño lago que no habíamos visto nunca, donde además había una cueva al otro lado. Como habría hecho cualquier joven curioso, fuimos a explorarla para ver si encontrábamos algo interesante, aunque visto en perspectiva fue mala idea. Entramos Miquet y yo uno detrás del otro y con los palos en alto por si había algún peligro, andamos poco a poco y sin perder la luz, luz que, por otra parte, no menguaba por mucho que nos adentráramos en la pequeña cueva. Miquet y yo íbamos con cuidado a medida que avanzábamos y mientras lo hacíamos la cueva se hacía más amplia y alta, y en el interior se oía el eco de nuestros pasos y nuestras voces. De repente, Miquet tropezó con una piedra y cayó al suelo, emitiendo un sonido sordo. Gritó y yo avancé mirando el cuerpo de un ciervo destripado y medio comido. Dentro de este, algo empezó a abultar y se movía en pequeños círculos. Por alguna razón creímos que sería buena idea darle con los palos unos golpecitos, lentos y temerosos, hasta que finalmente se escuchó un quejido. El bulto que se movía en círculos resultó ser una fada, salió de dentro y nos atacó mordiéndonos y gritándonos toda clase de insultos con sus pequeños pulmones. Padre siempre nos contaba historias de lo peligrosas que eran las fades y que, si veíamos una, saliéramos corriendo para casa y cerráramos todo.
Asustados salimos corriendo de la cueva como alma que lleva el mal. Aunque no sabíamos por dónde habíamos venido, por alguna razón intuíamos por dónde teníamos que ir. El camino por el bosque se nos hizo más largo que el de ida, aunque corríamos como si nos fuera a atacar una manada de lobos rabiosos y hambrientos. Al ver la casa nos invadió una sensación de alegría y cansancio, fuimos hacia adentro cerrando puertas y ventanas mientras madre, al vernos tan alterados, nos preguntaba qué ocurría. Le contamos lo que hicimos mientras intentábamos recuperar el aliento, momento en el que ella nos dio con la barra de pan en la cabeza partiéndola y riñéndonos por ir al bosque sin padre, al final terminamos castigados limpiando la casa durante dos días y sin poder ir más allá de los límites de nuestra casa hasta que llegara padre de la capital.
Le contamos lo ocurrido a padre cuando llegó, de que nos adentramos en el bosque, del pequeño lago, la cueva y finalmente que habíamos visto una hada y esta nos mordió. Al oír eso, nos agarró fuerte del brazo y nos preguntó ¿Dónde?
. Se lo mostramos y él fue rápido a buscar un poco de hoja de rey. La machacó, le puso unas semillas de un tipo de lirio y algo de savia de pino negro. Lo mezcló con un poco de agua y alcohol consiguiendo una pasta que nos la puso donde las mordeduras y nos riñó por ir al bosque.
Tras una semana de castigo sin poder separarnos de madre y padre, empezamos a notar que ya se relajaban y nos dejaban más espacio. A mí me tocó ir con padre al pueblo, donde aprendí mucho sobre el trabajo de padre, la cura de la bruja, el negocio que heredó mi padre de mi abuelo, y este de su padre. En casa era madre la que nos enseñaba a leer, escribir, matemáticas básicas e historias de las comarcas. Era profesora, aunque se retiró para criarnos a nosotros y cumplir su deseo de ser madre, pero aún se notaba la pasión por enseñar en sus ojos.
Un buen día, llegó al pueblo un emisario que portaba noticias de la capital y el gobierno de las provincias: los condes pronto realizarían una peregrinación a la santísima catedral partida de los dioses gemelos al sur, la capital de la teocracia del sacro Kot y la santa Balan. Los fieles elegidos por los dioses gemelos desde sus lugares en el más allá eran llamados Kot y Balan, y cada sumo sacerdote, poco antes de morir, tenía un sueño con la imagen de su sucesor y el lugar exacto donde encontrarlo, dibujados con claridad y precisión.
Los elegidos no podían rechazar ese honor y obligación, ya que los dibujos no dejaban lugar a errores ni variaciones. Todos los detalles, como una peca, una cicatriz o la forma de la nariz, estaban marcados en los dibujos, que se conservaban en marcos de plata en la catedral partida.
Los condes, siguiendo las enseñanzas de generosidad y hospitalidad, ofrecían siempre la opción de unirse a sus caravanas a todos los penitentes y fieles que lo deseasen. Más allá de la protección y el compartir alimentos, los viajeros eran acogidos como compañeros de camino y se intercambiaban historias, vivencias y enseñanzas que enriquecían tanto el alma como el cuerpo. Así, las caravanas se convertían en una comunidad itinerante de peregrinos, cuyos lazos de fraternidad y solidaridad trascendían las diferencias sociales, culturales y políticas.
Para los condes, esta era una forma de vivir la fe en acción y de hacer tangible el ideal de las doctrinas de los dioses gemelos. Quise apuntarme, pero mi padre no me dejó porque aún era muy joven y no sabía ni siquiera blandir el tenedor, decía mi padre cuando yo tenía esas ocurrencias.
Pero fue entonces poco después de la peregrinación de los condes, cuando comencé a sentir una llamada interior hacia la fe y el orden. Así decidí que algún día me uniría a la Orden Partida, un grupo de guardianes dedicados a proteger la santa fe y promover la armonía en la región. Inspirado por su noble causa, decidí entrenar y estudiar para unirme a ellos. A medida que los meses pasaban, mi hermana Bet se hizo cargo de la tienda con la misma habilidad y dedicación que nuestro padre.
Al contrario que yo, Miquet siempre fue un espíritu pacífico. Siempre se pareció más a nuestra madre, dedicado al estudio y a la entrega a los demás. Recuerdo que, en más de una ocasión, me pregunté si algún día llegaría a ser alcalde del pueblo, y no me habría extrañado que así fuera. Mientras tanto, padre confiaba en mi hermana Bet para seguir con la tienda, a pesar de ser la más joven. No obstante, ella poseía tanto o más talento que padre para los remedios, y sabía que la dejaría en buenas manos.
Cuando le comenté a nuestro padre mi decisión de unirme a la Orden Partida, su rostro se ensombreció. Pero no era la primera vez que veía esa mirada de preocupación en sus ojos. Sin embargo, yo no pude sacar de mi mente la imagen los guardianes de la Santa Fe, desfilando con sus brillantes armaduras y alas laterales en los hombros, cubiertas con elegantes capas azul marino y el escarabajo imperial tejido con hilo dorado que simbolizaba la creación de la vida.
Para mi sorpresa, en lugar de enfadarse, mi padre me animó y ayudó en todo lo que pudo cuando le dije que quería unirme a la orden. En nuestro pueblo no había grandes escuelas con maestros de renombre y elegantes aulas, pero contábamos con la Casa de la Fe, donde aprendí sobre el origen de los dioses, la creación de la vida y la historia del mundo. También adquirí conocimientos en matemáticas avanzadas, filosofía, Rezo y entrenamiento de combate.
Mis primeros entrenamientos fueron con espadas de hierro sin filo, contra monigotes de madera y paja. Aprendí a manejar el arco, pero mi arma principal fue el hacha partida de madera, que se podía partir en dos para usar como dos hachas de mano. Aunque esta era de entrenamiento básico y nunca se separaba, era una herramienta increíblemente útil.
A medida que avanzaba en mi entrenamiento, me di cuenta de que no solo estaba aprendiendo y mejorando mis habilidades de combate, sino que también estaba descubriendo más sobre mí mismo y mi cuerpo. Y mientras yo me dedicaba a mi formación, mi hermana Bet demostraba cada vez más su habilidad para seguir con la tienda de remedios, incluso superando a nuestro padre en muchos aspectos.
De la alegría a la ceniza
Después de treinta ciclos lunares, dos años solares, ocurrió la desgracia más grande que cualquier hijo podría experimentar. Bet, Miquet y yo fuimos a la feria de inicio de otoño, mientras nuestros padres decidieron quedarse en casa para disfrutar de una cena romántica y un poco de intimidad. Su amor devoto, palpable en sus miradas y gestos, era algo que, aunque nos repelía a veces, también nos alegraba. Verlos así, tras tantos años de casados, nos hacía pensar como seríamos nosotros de mayores y si seríamos tan afortunados, ellos tenían ese amor que resiste el paso del tiempo y la rutina.
Mientras tanto, nosotros disfrutamos de la comida, el baile y la compañía de chicos y chicas. Había una chica en particular que deseaba con locura, así como a su hermano mayor. Había pasado buenos ratos con ambos por separado, pero esta noche era diferente. Esta noche, estaba decidido a tenerlos a ambos.
Miquet y Bet estaban enamorados ya en ese tiempo y no tenían ojos para nadie que no fueran sus respectivas parejas, todos pasamos una noche inolvidable, entre bailes, bebidas, comida abundante y deliciosa, el agradable calor de la hoguera central nos daba la bienvenida y nos invitaba a disfrutar de la velada y una experiencia inolvidable, en mi caso fue en el cobertizo de la casa de estos hermanos donde por fin cumplí mi mayor sueño y fantasía hasta entonces, mientras ella me estrujaba la verga con sus pechos que aunque no eran muy grandes, sabía usarlos, el hermano mientras me iba penetrando y el culmen del momento fue cuando ella me hizo la felación al tiempo que él me embestía con fuerza y me lamía el cuello con chupadas incluidas, fue tal el placer que recibí que durante un rato perdí el contacto con la realidad, fue una sensación que solo puedo definir como la cúspide del placer que es capaz de alcanzar el cuerpo humano.
El ambiente festivo del pueblo era contagioso, con la gente bailando, cantando y riendo mientras el vino y la cerveza fluían como un río de alcohol. Personalmente, me encantaba el licor de leche, aunque tenía que tener cuidado con él, ya que podía nublar los sentidos y podías hacer más locuras que una tortuga intentando escalar las montañas albinas.
Cuando me dormí tuve un sueño muy extraño en el que estaba en medio de una gran batalla entre dos gigantes de piedra que querían destruirse mutuamente. Los gigantes parecían tener una enemistad ancestral y su lucha hacía temblar el suelo y el cielo. En el centro de la pelea había un árbol seco y blanco con un agujero en el suelo donde debían estar sus raíces. De alguna manera, el árbol parecía ser el motivo de la discordia entre los gigantes.
Al amanecer, los tres hermanos nos encontramos en un silencio cargado de presagios. Yo, con mis dieciséis años recién cumplidos, Bet con la inocencia de sus trece, y Miquet, el mayor, con la madurez de sus dieciocho, nos preparamos para regresar a lo que una vez llamamos hogar. Pero el destino tenía otros planes. Un guardia del pueblo, con el rostro marcado por la urgencia, llegó a galope, trayendo consigo noticias que harían temblar hasta al más valiente. Nuestra casa, el refugio de nuestros sueños y recuerdos, había sido reducida a cenizas, y con ella, la vida de nuestros padres se había extinguido. En la oscuridad de la noche, mientras la algarabía de la fiesta llenaba el pueblo, unos bandidos se deslizaron entre las casas de las afueras del poblado, incluyendo la nuestra. Los soldados del conde, guiados por un guardia de santo, partieron en persecución de esos demonios. Pero para nosotros, los que quedamos atrás, no había consuelo que aliviara el profundo dolor, ni perdón que aplacara nuestra sed de justicia. Juramos, sobre las ruinas aún humeantes de nuestra casa, que los malditos rufianes que nos arrebataron todo enfrentarían la furia de nuestro dolor.
Con el paso de las semanas, cada uno de nosotros fue llevando el dolor como pudo, centrándonos en nuestras ocupaciones. Miquet al poco tiempo entró como funcionario en el ayuntamiento del pueblo, y Bet siguió con La Cura de la Bruja, un negocio que habíamos heredado de nuestros padres. Yo, en cambio, decidí ingresar como guardia santo, jurando proteger a los ciudadanos y llevar ante la justicia a los criminales. Durante ese tiempo, vivimos en La Cura de la Bruja, en lo que mi padre tenía como almacén, convirtiéndolo en nuestro hogar, cada uno a su manera, mientras luchábamos para rehacernos a nosotros mismos, apoyándonos entre nosotros en todo momento.
Un par de años pasaron antes de que ingresara formalmente en la guardia santa. Me llegó la invitación correspondiente y me despedí de mis hermanos con emotivas palabras de afecto, abrazos y llantos, sabiendo que un viaje de semanas me aguardaba hacia la casa de la Fe principal, donde me uniría a mi promoción de aprendices novatos.
Durante los primeros días de marcha, sentí un peso en el estómago y estaba nervioso, excitado y asustado por el futuro incierto que me deparaba. No estuve mucho tiempo en esa casa de la fe, enseguida nos reunimos todos y partimos hacia el sur, durante el viaje, en una noche especialmente tranquila, mientras descansaba en la hoguera frente a mi tienda, Dylan Zout, un oficial con quien más tarde forjaría unos fuertes lazos, se sentó a mi lado. Me miró con sus ojos grises de colores cambiantes según la luz y su pelo castaño oscuro con su nariz fina y perfecta, y con sus labios que rompían esa armonía con una cicatriz. Me quedé mirándolo como un niño mira una golosina.
Dylan se echó a reír y habló con un tono tranquilo, calmando mis nervios y respondiendo a mis escasas preguntas, hecho que se debía a que no quería parecer más ignorante del tema de lo que ya de por sí lo era. Con el paso de las semanas, me fui adaptando a la vida en el camino y mejorando las habilidades necesarias para ser un guardia santo.
A pesar de todo, a menudo pensaba en mi pueblo natal, donde había nacido y crecido, y donde tenía tantos recuerdos y experiencias, la mayoría buenos, pero algunos tremendamente dolorosos. Pero sabía que había tomado la decisión correcta al unirme a la guardia santa para seguir mi propio camino.
Durante el viaje, descubrí que la vida como aprendiz de guardia santo no era tan fácil como parecía, y que a menudo había que tomar decisiones difíciles, trabajar muy duro y aguantar chaparrones. Pero también encontré una sensación de satisfacción al ayudar a las personas que nos encontrábamos por el camino y hacer del mundo un lugar más seguro.
Con el tiempo, me reafirmaba en que había encontrado mi verdadera vocación como guardia santo y que había dejado atrás mi pasado en el pueblo.
Sin embargo, siempre guardaría en mi memoria los recuerdos de mi hogar y mi familia, y nunca olvidaría quién soy y de dónde vengo.
Santo y fuego
Durante otra de las noches que me tocó hacer guardia, Dylan compartió conmigo algunas experiencias de su vida en la orden y de cómo había cambiado su vida para bien, aunque fuera de manera drástica e incluso cruel en ocasiones, su labio era una muestra.
Aunque él intuía sobre mis deseos, sabía que estaba prohibido entre compañeros de la orden, los romances de cualquier tipo entre miembros es una acción que se castiga de manera severa, incluso con la expulsión.
Unos días más tarde, durante la quietud de la noche un ciudadano, exhausto y cubierto de polvo, llegó a caballo. Su aparición fue tan repentina como un destello en la oscuridad. Antes de que pudiera recuperar el aliento, expresó su alivio al encontrarnos, ofreciendo una silenciosa oración a los dioses gemelos. Con voz temblorosa, nos contó cómo había escapado por poco de un ataque en un poblado cercano. Unos bandidos habían atacado sin previo aviso, empezando por saqueando las casas vulnerables en las afueras. No había tiempo para el miedo ni la duda; era el momento de la acción. Con órdenes claras y concisas, Dylan nos dirigió en la preparación del ataque. Yo, armado con una espada tan sencilla que ni siquiera un necesitado la robaría para venderla, me uní a mis compañeros. Juntos, bajo la dirección de Dylan, marchamos hacia el poblado.
Nos preparamos para lo que parecía una inminente batalla. Gracias a los consejos y enseñanzas de Dylan, había aprendido algunas técnicas de combate más profesionales de las que me habían impartido en la casa de la Fe. Me sentía preparado y confiado, tanto como nervioso y asustado, era una mezcla de emociones contradictorias que, quería creer, era común en las primeras incursiones. Sabía que enfrentar a los bandidos suponía un verdadero desafío, pero confiaba en mis habilidades y en el apoyo de mis compañeros de la guardia. Estaba decidido a cumplir con mi deber y proteger a los campesinos del poblado asediado.
Nos adentramos en el poblado asaltado por esos malditos bandidos, una escoria inhumana que despertaba en mí un odio visceral. Dividimos nuestras fuerzas en tres grupos reducidos.
Dylan lideraba uno de ellos, mientras que los otros dos grupos eran comandados por suboficiales igualmente curtidos. Las calles retorcidas y los oscuros callejones del pueblo se convirtieron en nuestro campo de batalla, acechando a los despojos de bandidos que vagaban dispersos y desorientados, cometiendo actos de pillaje y otras fechorías igualmente despreciables.
En medio de la desolación, un lamento infantil atravesó el aire, emanando de una casa cercana. Era el llanto angustiado de una niña, otra víctima inocente sufriendo amargas penurias. Informé al oficial, quien me ordenó investigar acompañado por otro novato, mi compañero, con una armadura modesta, pero aceptable, portaba un hacha que junto con su equipación delataba su origen, probablemente proveniente de una familia de mercaderes.
Al cruzar el umbral de la casa, nos encontramos con una escena macabra. Había tres bandidos en su interior, uno de ellos estaba abusando de una niña de apenas unos trece años de edad, mientras que el otro hacía lo mismo al hermano de unos quince, mientras el niño observaba impotente y lleno de ira lo que le hacían a su hermana.
Nuestros ojos se posaron en los padres de los niños, cuyos cuerpos yacían sin vida en el suelo, degollados y en un charco de su propia sangre.
El tercer bandido no nos escuchó entrar, seguramente los gritos ahogaron nuestro ruido, mi compañero y yo fuimos lo suficientemente rápidos como para darle muerte antes de que desenvainara su espada, pero esta vez sí que nos escucharon, los dos bandidos restantes estaban acorralados y usando a los chicos como escudo, aunque no estaba dispuesto a dejarlos salir tampoco podía dejar que los matara, estábamos ante una encrucijada.
El niño demostró una valentía admirable al dirigirse a su hermana en un lenguaje inventado por ellos. Ambos se defendieron mordiendo a los bandidos, llegando incluso al extremo de arrancarles un dedo de un mordisco. Aprovechando su dolor, nos abalanzamos sobre ellos. Yo clavé mi espada directamente en el ojo derecho de uno de ellos con una estocada precisa, mientras que mi compañero empleó su hacha con la destreza de quien corta leña. Los bandidos recibieron su merecido.
Los niños, entre lágrimas, nos expresaron su agradecimiento como pudieron. Los llevamos a la casa del vecino, pero inicialmente se negaron a abrirnos la puerta. Solo accedieron cuando escucharon que éramos parte de la guardia partida, aunque aún no era del todo cierto. Después de informar rápidamente al oficial Dylan, nos dirigimos todos juntos al centro, donde se encontraba la mayoría de los bandidos. Eran alrededor de treinta, mientras que nosotros éramos cincuenta. Rápidamente, nos organizamos formando un círculo y exigimos su rendición, instándolos a dejar sus armas. Sin embargo, se negaron obstinadamente, lo que dio lugar a una feroz batalla.
Aquella fue mi primera experiencia real en combate, y resultó ser mucho peor de lo que esperaba. Los gritos, el mal olor y la sangre impregnaron aquel grotesco y encarnizado espectáculo, donde las vísceras volaban en medio de las vidas perdidas. Al finalizar, de los cincuenta que éramos al comienzo del ataque, no llegábamos ni a cuarenta, contando a los heridos. Como dicta la tradición, no perdonamos a ningún bandido. Solo se les brinda una oportunidad de rendirse, y al rechazarla, firman su sentencia de muerte.
Dylan y yo nos dedicamos a atender a los heridos, ya que yo era hijo de un boticario y había aprendido algunos conocimientos médicos. Aunque mis habilidades estaban lejos de las maravillosas manos de mi hermana y su gran talento, hacía todo lo que podía para aliviar el dolor. Parecía ser suficiente en esa situación. Mientras tanto, el oficial Dylan envió un informe notificando nuestras acciones y los resultados obtenidos.
Después de unos días, recibimos un mensaje a través de un ave mensajera, un halcón, que nos indicaba que debíamos continuar nuestra marcha. Se nos ordenó dejar a los heridos más graves en la primera casa de la Fe que encontráramos. Esta orden no le gustó al oficial, pero la cumplió sin protestar.
Una nueva vida
Semanas más tarde, finalmente llegamos a Gaudadia, la ciudad capital del sur, donde se encontraba la imponente Catedral Partida. Al llegar, fuimos enviados a los barracones de novatos, ubicados en las afueras de la ciudad, donde se nos proporcionaron los instrumentos básicos para nuestro aprendizaje. La ciudad era impresionante: toda construida con piedra y decoraciones adornando las fachadas de las casas. También me fijé en unos postes de hierro que se encendían durante las noches, utilizando un conducto que transportaba un líquido negro y viscoso, altamente inflamable. Con algo blanco como el algodón, en la parte superior de estas luces estaban resguardadas en cajas de cristal con una especie de tapa superior, separándolas del fuego para evitar que se quemaran, capturando todo el humo y el olor que se generaba. Más tarde supe que estas luces eran una importación de la República, y que fueron adoptadas rápidamente en Gaudadia.
No pasó mucho tiempo antes de que me adentrara en la ciudad y descubriera la diversidad de personajes que la habitaban. Encontré entre ellos a algunos amantes como un posadero, una panadera, un guardia de la ciudad, y así sucesivamente. El ambiente vibrante y la variedad que había en la ciudad me dejaron impresionado. Incluso había una gran cantidad de librerías, algunas bibliotecas, colegios y algo llamado universidad, donde la gente continuaba su educación. Estas estructuras del ayuntamiento estaban construidas con piedra blanca, mármol y un metal negro que nunca había visto antes en mi vida. El detalle de los adornos y el mobiliario en el interior de los edificios me maravilló. Incluso tenían un sistema de alcantarillado subterráneo que recogía los desperdicios y aguas residuales, lo cual me pareció impresionante.
Me sorprendí al descubrir que la tecnología en la capital del sur era mucho más avanzada de lo que había imaginado. Mientras exploraba la ciudad en mis primeros paseos, a veces me perdía, pero una de esas veces al regresar encontré a Dylan junto a una joven y hermosa mujer, despidiéndose de manera afectuosa. Lo seguí por un rato de manera discreta, pensando que le tomaría por sorpresa al acercarme por detrás, pero para mi sorpresa, Dylan ya me había visto desde hacía un rato. ¿Cuánto tiempo llevaba sabiéndolo? No lo sabía.
Regresamos juntos a los barracones, ya que mi entrenamiento con la espada estaba a punto de comenzar. Durante el camino hablamos principalmente sobre cosas del trabajo, lo único en común que teníamos por ahora. La clase terminó antes de lo previsto y el maestro de espadas nos dio una noticia: cada alumno debía elegir un arma como su arma principal. Por ejemplo, aunque él era maestro de espadas, Dylan era usuario de la lanza. Me tomé un tiempo para reflexionar sobre qué arma sería más útil para mí. Después de mucho pensar, decidí seguir con algo en lo que ya tenía algo de experiencia. Después de haber pasado tantos años cerca de un bosque y la Casa de la Fe, elegí el hacha. Opté por un hacha partida, con un mango largo y otra cabeza en el extremo opuesto, en sentido inverso.
El maestro de armas quedó sorprendido por mi elección, ya que fui el único que pidió un arma fuera de las habituales como la lanza, el arco, la espada, el escudo o el hacha estándar. Aun así, me entregaron un arma de ese tipo, fabricada por aprendices herreros. Se notaba su falta de calidad en el acabado y la mala sujeción interna, pero me servía para practicar. Sin embargo, durante una tarde de entrenamiento, mi arma se rompió. La baja calidad quedó demostrada, ya que no duró ni dos meses. Le comenté el problema a mi instructor, pero me dijeron que me darían otra igual de defectuosa. Decidí evitar esa situación incómoda y busqué en la ciudad algún herrero que, con mis ahorros de dos meses, pudiera fabricarme un arma decente. Desafortunadamente, no encontré a nadie dispuesto a tomar el complicado encargo de un hacha partida. Parecía ser demasiado difícil de fabricar y el precio que ofrecía era insuficiente.
Fue entonces cuando Dylan, el oficial cuyo rango aún desconocía, me llevó un día a su casa. Allí conocí a su hermana, a quien había confundido previamente con su esposa. Resultó que Dylan era viudo, su esposa había fallecido al dar a
