La torre del artesano
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Novela ambientada en el universo de la saga Paladín.
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La torre del artesano - Eneas Calderoni
ENEAS CALDERONI & SEBASTIÁN LANGE
LA
TORRE
DEL
ARTESANO
Dirección editorial: Natalia Hatt
Corrección: Denise Lopretto
Ilustración de tapa: Michelle Veneziano
Diseño de cubierta: H. Kramer
Diagramación: Natalia Hatt
© 2024 Eneas Calderoni y Sebastián Lange
© 2024 Editorial Vanadis
www.editorialvanadis.com.ar
Todos los derechos reservados. Prohibidos, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción total o parcial de esta obra, el almacenamiento o tramisión por cualquier medio, las fotocopias o cualquier otra forma de cesión de la obra sin previa autorización escrita de la editorial.
ISBN: 978-631-6562-12-8
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.
Corrientes 128. Paraná, Entre Ríos. Octubre de 2024.
Para todos aquellos que alguna vez han estado bajo el demonio del abuso y lograron sobreponerse...
Prólogo
Las pisadas retumbaban como tambores en las hojas secas. La oscuridad era casi total. El enorme guerrero, bañado con la sangre de su camarada, tenía una espada corta en una mano y una antorcha apagada en la otra. La maldita bruja había invocado a la oscuridad misma, lo cual hizo que se extinguieran todos los fuegos. Sus ojos anaranjados resplandecían en la negrura.
—¡Bregor! ¡Alistan! ¡Romuald! —gritaba aquel mientras corría a tientas por la oscuridad.
El cielo nocturno, ahora, se presentaba cubierto de nubes que no habían derramado una gota, pero que centellaban al compás del martillo de los dioses, con los refucilos consecuentes; todo, para dar lugar al tardío pero ensordecedor trueno. En el aire se olía sangre, muerte y odio.
El guerrero tropezó con lo que parecía ser una raíz; cuando se incorporó, vio la mitad superior de Alistan, con las tripas desparramadas por todo su alrededor. Su rostro estaba contraído en un rictus de asombro y terror, con los ojos desorbitados.
—¡Oh, por Leiorus! ¡Bregor!
Dejó la antorcha y se arrastró hasta ponerse de pie. Sintió ruidos a sus espaldas y, cuando giró la cabeza, se horrorizó. Alistan avanzaba hacia él reptando con las manos y arrastraba las vísceras como si fuera el vestido largo de una noble señora, con los ojos en blanco, mostrando los dientes mientras soltaba demoníacos sonidos guturales. Esa bruja había usado algún tipo de arte aberrante para volverlo a la vida, incluso sin una mitad.
—¡Mierda, mierda, mierda! —vociferó; cuando quiso echar a correr, trastabilló. Por fortuna, él tenía piernas, y el revivido Alistan, no, por lo que se incorporó enseguida y volvió a la carrera en plena oscuridad.
Su suerte no duró mucho, pues chocó contra algo y cayó de bruces al suelo, maldiciendo a los cuatro vientos.
—¡Mierda! —dijo una voz conocida.
—Morag, ¿eres tú?
—¡Silvan! Estás vivo. Esa maldita perra…
Sin embargo, la frase fue interrumpida.
Como si una fuerza emergiera desde el interior del flacucho Morag, su pecho comenzó a hincharse; sus ojos salieron de sus órbitas y la boca se abrió de forma antinatural, impedida de proferir algún grito a causa de la bola que parecía crecer en su torso. Sin previo aviso, explotando en pedazos, bañó al pobre de Silvan con sangre, carne, jugos gástricos y, con seguridad, algún trozo del emparedado que había comido al mediodía, junto con unas astillas de huesos.
—¡Aaaaah!
El cadáver cayó al suelo frente al hombre aterrado, solo para dar paso a una oscuridad abismal y a dos ojos anaranjados que se iluminaron todavía más, como si se alimentaran del miedo que aquel sentía.
1
La aldea
Edmund vivía en una cabaña en la pequeña aldea de Kryth, casi en el linde norte del Bosque del Dragón, varios kilómetros al norte de Rek ‘Davyn. Era una aldea pequeña, de casas bajas fabricadas en madera, paja y piedra, con un único edificio principal, algo más grande que el resto, y un molino desvencijado sobre un pequeño arroyo que discurría desde las Montañas de la Discordia.
Edmund no tenía apellido, pues su difunta madre —Leiorus la tenga en la luz eterna—, que había muerto durante la peste posterior a la caída de Trobariath, no había poseído, ni por asomo, sangre noble o de importancia alguna para el reino. Igual, su padre, que lo había abandonado a sus pocos meses de vida. De ellos había heredado esa choza bastante decente de dos ambientes y una chimenea de piedra. También, el cabello naranja —de su madre— y la estatura baja y silueta regordeta —de su padre—, con unas pecas que salpicaban sus cachetes prominentes fueron otros regalos familiares. Estos aspectos le habían valido una suerte de apodo que, más adelante, tomaría como apellido: Naranja.
A pesar de que la aldea solía burlarse con frecuencia del huérfano de la cabaña en la colina, poco tiempo pasaba allí Edmund Naranja, pues tenía un trabajo sumamente importante…, ¡crucial, de hecho, para el destino del reino de Daknor! Su tarea principal era la de permanecer en lo alto de una torre antigua con una almenara en su cresta, vigilando el Estrecho Helado para alertar sobre una posible invasión del norte, desde Ramdail, algo que no ocurría hacía por lo menos trescientos años en Daknor, pues las pocas embarcaciones que llegaban de las tierras septentrionales tocaban tierra mucho más al este, en la región de Trobariath. Era un trabajo aburrido, en el que pasaba quince días solo, relevado por su compañero, Jonatho el Pocasluces.
No le importaba que todos en Kryth consideraran su trabajo como aburrido, patético o inservible. Estar mucho tiempo solo le permitía soñar despierto. Desde lo alto de la torre, podía ver las copas de los árboles del interminable Bosque del Dragón, los picos de las montañas de la Discordia y, un poco más lejos, las montañas Ramei, o el indómito mar llamado Estrecho Helado, que daba la bienvenida a la región norteña de Ramdail, más allá del horizonte. Se imaginaba la época en que los dragones surcaban los cielos aterrorizando a las personas, para devorar el ganado y ocultarse, después, en las montañas. Había crecido con las leyendas de sir Sharmuna Macdragor y siempre había soñado con ser un caballero. Era un secreto que atesoraba solo para él desde que se lo había comentado en confidencia a Elgrim, un muchacho de la aldea al que había considerado su amigo por más tiempo del necesario.
—¿Tú, un caballero? —había dicho este con gran estruendo mientras lo señalaba con el dedo—. ¿El gordillo anaranjado de Edmund, un caballero? ¡Edmund Naranja, el caballero de la Orden de las Chuletas!
Elgrim rio durante varios minutos, y él lo había acompañado, pero, en el fondo, no reía.
No reía en absoluto.
Por fuera, carcajeó más fuerte cuando varios de los niños de Kryth se sumaron para señalarlo y burlarse de su sueño. Joder, hasta la vieja esa loca que vendía fruta podrida se había vuelto lúcida unos minutos para reírse de él.
Pero aclaremos algo de Edmund Naranja: en su corazón no había lugar para rencores; no obstante, su mente tenía buena memoria.
A partir de ese momento, aprendió a ser más sensato con sus pensamientos y sueños. Se abrió la vacante de Guardián de la Torre cuando el anciano borracho que custodiaba la torre junto con el recién incorporado Jonatho el Pocasluces cayó de lo alto de la edificación por una borrachera que hubiera volteado a un ogro y se rompió el cuello. «Joder, qué bien suena ese título», había pensado al mirar el letrero del trabajo en la plaza central. «Edmund, el Guardián de la Torre». No lo dudó ni unos segundos. Se acercó al sargento del ejército daknoriano y dijo con orgullo:
—Quiero ser el nuevo Guardián de la Torre, señor sargento.
El veterano, de bigotes y celada gastada sobre la cabeza, lo miró de arriba abajo y se rascó la barbilla con desinterés.
—¿Estás seguro, muchacho? Es mucha responsabilidad. Es un trabajo muy sacrificado y con mucha acción. ¿Crees poder con esto?
—Por supuesto, señor sargento —fue su contundente respuesta.
Al día siguiente, una carreta tirada por un burro y conducida por dos guardias perezosos pasó a buscarlo para llevarlo unos kilómetros al norte, donde la Torre del Estrecho se encontraba emplazada.
Al ver al enorme centinela de ladrillos grises y tejas rojizas que se recortaba algo torcido en el horizonte nuboso, sobre una colina inflada como una barriga al tomar aire, sintió un leve estremecimiento. A partir de ese día, se convirtió en Edmund Naranja, Guardián de la Torre.
2
Edmund, el guardián de la torre
Los primeros días fueron muy tranquilos, al igual que los primeros mese s e, incluso, los primeros años. Nada pasaba, a decir verdad, y no se vislumbraba ninguna amenaza en el horizonte. Edmund
