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El mundo tras la puerta Sudoeste
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El mundo tras la puerta Sudoeste
Libro electrónico385 páginas5 horas

El mundo tras la puerta Sudoeste

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Información de este libro electrónico

Sumérgete en una aventura fantástica que trasciende mundos y realidades.

Cuando Ramiro y sus amigos descubren un misterioso sótano oculto bajo su nuevo edificio, nunca imaginaron que estaban a punto de abrir la puerta a un universo completamente diferente. Al cruzar la enigmática rosa de los vientos, los chicos son transportados a un mundo desconocido, el Mundo tras la puerta Sudoeste, donde deberán enfrentar misterios ancestrales, criaturas peligrosas y fuerzas oscuras que trascienden el tiempo y el espacio.

Esta novela, ideal para jóvenes y adultos por igual, combina lo mejor de la fantasía épica y la aventura, ofreciendo una narrativa envolvente que invita a explorar lo extraordinario. Con influencias de grandes autores como Mark Twain y Lyman Frank Baum, El mundo tras la puerta Sudoeste te atrapará desde la primera página, llevándote a un viaje inolvidable entre mundos conectados por puertas invisibles.

¿Te atreves a cruzar la puerta?

IdiomaEspañol
EditorialH.R. Malkiel
Fecha de lanzamiento9 may 2018
ISBN9798201022556
El mundo tras la puerta Sudoeste

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    El mundo tras la puerta Sudoeste - H.R. Malkiel

    Agradecimiento

    Fernando Fernández Palacios ha sido el primer lector y corrector de esta novela. Su tarea fue impecable y si algún error persiste en la obra es porque no he seguido al pie de la letra sus oportunas observaciones. Por ese arduo y desinteresado trabajo y por muchas cosas más: gracias.

    Prólogo

    ––––––––

    Dice Laura Ponce: Cuando la ciencia ficción habla de otros mundos, rara vez son verdaderamente otros. Lo mismo se aplica a esta novela, y aunque yo siempre la concebí como una obra fantástica y no de ciencia ficción, las dudas aún persisten. Lo mismo que el uróboros no he resistido a la tentación de morderme la cola, y si te pido que me acompañes a mostrarte lo que hay a lo lejos, es porque quiero que veas lo que hay aquí al lado.

    Si existe una cosa más genial que escribir, esa es leer. Con El mundo tras la puerta Sudoeste quise componer una novela enmarcada en el género infantil y juvenil, pero que igualmente pudiera ser leída y disfrutada por un público adulto. Mi intención fue tomar las historias de aventuras con que tanto me deleitaba siendo niño y construir mi propia versión del viaje del héroe, anhelo literario que al fin he alcanzado, aunque serán los lectores quienes juzguen que tan bien me ha salido. Todo cuanto puedo decir para justificarme es que la escribí con total sinceridad.

    La semilla lleva germinando desde hace años. Las pequeñas ideas sueltas se juntan y forman ideas más grandes. En la noche calma y silenciosa escuchás un grillo solitario en un rincón, poco a poco otros grillos se le unen y antes de que te des cuenta el coro al unísono te desvela en un concierto ensordecedor. Así se componen todas las ideas, las buenas y las malas.

    En la elaboración de la trama me han acompañado mis habituales y propias preocupaciones, pero nunca he dejado que ellas se antepongan a la diversión. Del mismo modo debo mucho a la obra de Mark Twain, Lyman Frank Baum y Elsa Bornemann, ellos y muchos otros son mis amigos, y son los responsables de mi amor por la literatura infantil. Los pequeños homenajes y reinterpretaciones en esta y otras obras eran ineludibles.

    Mucho he tomado de la literatura épica. Esta es una obra acerca de la búsqueda de uno mismo y no un simple viaje de aquí hasta allá, aunque se advertirá mi gusto por los largos paseos a pie, tan complicados en esta Buenos Aires en que escribo, y que pareciera cada vez menos amistosa con los peatones. 

    El resto, lector mío, está por descubrir y nada más quiero adelantarte de cuanto te espera. Eso es todo. Sólo pido que dejes lo que estás haciendo y pensando, y me sigas un rato, pues tengo una historia que contarte.

    H.R. Malkiel

    ––––––––

    A Paloma, que aún no canta, pero ya vuela.

    Nota

    La presente historia comienza dos veces, pero tiene un solo final. El primer comienzo fue hace más de veinte años, y el segundo, apenas el día de hoy. Aquí se cuenta el segundo comienzo, y lo que haya sido del primero, pues habrá que ir desenredándolo a medida que la historia avance.

    Diría Trevor que si en un río se pudieran pescar historias, esta saldría al final de un nudo.

    Primera parte

    La rosa de los vientos

    Sentado en un extremo de la pequeña mesa del comedor, Ramiro observó la hamburguesa que tenía delante de él, su comida favorita, intacta y enfriándose en el plato desde hacía diez minutos. El sol del mediodía se colaba por la ventana y se arrastraba dentro de la habitación, dándole a las paredes blancas un cierto tono amarillo, pero afuera brillaba en un día sin nubes, tan claro y diáfano que desde aquel quinto piso alcanzaban a verse los primeros y lejanos rascacielos que se elevaban en el centro de la localidad.

    Sin embargo, este edificio era una cosa nueva, un monolito solitario, el primero de muchos planificados para la zona, donde hasta hacía poco tiempo no existían más que las casas bajas con techos de tejas color naranja, cubiertas apenas por una capa verde de musgo. Y si bien nada de especial tendrían los edificios que faltaban por construir, podría decirse que este sí era especial, aunque en ese entonces ello constituía un hecho que Ramiro ignoraba por completo.

    Hacia el fondo del pasillo, en la habitación principal del nuevo departamento, su madre sacaba ropa de unas cajas para depositarla sobre la cama. La ropa de Ramiro todavía descansaba en el fondo de una valija, tan desordenada como al momento en que la había arrojado dentro sin el menor cuidado. Lo había hecho de mala gana para demostrar su enfado, aunque de poco sirviera a esas alturas.

    Todavía le quedaban dos días antes de comenzar en la nueva escuela, pero la idea de tener que retomar los estudios en otro lugar ya le pesaba como una mochila repleta de libros sobre los hombros. Todas las posibilidades habían sido evaluadas, y aun así, no habían encontrado forma de que siguiera en su antiguo colegio, demasiado lejano entonces como para viajar solo, y sin nadie que lo llevara. Extrañaría a Leo, su mejor amigo, aunque a veces fuera un poco quejumbroso. También dejaría de ver a Rita, su prima, que cursaba el sexto grado, mientras que él estaba en quinto. Por supuesto, se reunirían para los cumpleaños y las fiestas, como le había dicho su madre, pero ya no sería lo mismo.

    Aquella tarde, tanto Leo como Rita lo visitarían en el nuevo departamento para ayudarlo a organizar su habitación, algo que a su gusto se parecía demasiado a una despedida. La intención de su madre al planear aquella invitación había sido que le levantaran un poco el ánimo. Se quedarían a dormir y hasta les darían permiso de armar una pequeña carpa. 

    Poco antes de que en el reloj de la sala dieran las cinco de la tarde se escuchó un fuerte sonido como de insecto, horrible y molesto, que recorrió el pequeño departamento de punta a punta, y Ramiro comprendió con exasperación que aquel era el portero eléctrico. Pudo escuchar al otro lado del comunicador las voces de Leo y Rita, que anunciaban su llegada. Su madre fue a tomar el manojo de llaves, dispuesta a bajar y abrir la puerta del edificio, pero Ramiro se le adelantó e insistió en que podía bajar él solo, sin necesidad de que lo acompañaran. Ella lo observó durante un breve instante, considerando para sí misma que los niños crecen más cuando se sienten tristes o desdichados, como si la adultez no fuera una cosa que llega con el tiempo, sino con los dolores, y luego le permitió ir, a condición de que tuviera cuidado. Ramiro salió entonces del departamento hacia el pasillo del quinto piso y luego llamó al ascensor, que se demoró un rato en llegar.

    Las luces del pasillo eran, como se acostumbra hoy en todos los edificios, de las que se apagan solas después de unos minutos. Pero cuando estas luces se apagaron antes de que el ascensor llegara, Ramiro consideró que habían durado encendidas un tiempo ridículo. Estuvo a punto de regresar y volver a pulsar el botón que las hacía funcionar, pero la piel se le erizó y se le puso la carne de gallina antes de siquiera dar el primer paso. Lo invadió la horrible certeza de que ya no estaba solo en el pasillo oscuro, y a pesar de que no podía escuchar ni ver a nadie más, durante un breve instante tuvo la seguridad de que alguien o algo casi lo había tocado. El ascensor vino al rescate justo a tiempo y la puerta se abrió, inundando la oscuridad con su luz, y pudo comprobar con alivio que nada había allí, y durante unos segundos se avergonzó de sí mismo, sintiéndose otra vez como cuando era muy pequeño y las sombras del jardín se deformaban por las noches recreando criaturas imposibles que trepaban hacia su ventana en una procesión que duraba hasta que al fin se decidía a cerrar las cortinas. 

    Llegó al hall de entrada y revolvió hasta encontrar la llave que abría la puerta de calle. Leo y Rita le sonreían desde la vereda, y más allá la madre de Leo lo saludó desde su automóvil y se quedó observando hasta que todos los niños estuvieron dentro.

    —Hola, primo —lo saludó Rita—. Llegamos tarde porque mi mamá tuvo que llevar a Glinda al veterinario. Hoy le tocaban las vacunas y nos habíamos olvidado. Así que me fue a buscar la mamá de Leo.

    —Pod suedte yo no tengo peggo —dijo el otro niño, que a juzgar por el modo en que hablaba parecía disfrutar un caramelo demasiado grande para su boca —aunque por los pelos en la ropa cualquiera adivinaría que tengo gatos... —comentó luego de tragar, mientras se sacudía la remera con ambas manos y decenas de finos y pequeños cabellos claros alzaban vuelo.

    Ramiro le sonrió. Estaba acostumbrado a los pelos de gato en la ropa de Leo, quien a pesar de los regaños de su madre siempre dejaba que su gata Ernesta durmiera con él, o peor, que se metiera a dormir en los cajones donde se guardaba la ropa limpia (y que Leo siempre dejaba entreabiertos lo suficiente como para que la gata metiera su patita y los terminara de abrir). Sin embargo en aquel momento, quizás porque necesitaba reírse, la situación le pareció más graciosa de lo habitual.

    —No importa, tenemos un montón de horas —comentó Ramiro, quien lo supiera o no, ya se sentía un poco mejor—. Mi mamá nos va dejar armar la carpa iglú que me regalaron para mi cumpleaños, y aunque mucho espacio no hay en la habitación, seguro que entra.

    —¿Y te gusta la nueva casa? —preguntó Rita mientras se dirigían de vuelta hacia el ascensor, que los esperaba en el fondo del pasillo.

    —No es una casa, es un departamento —la corrigió Leo.

    —Es igual —comentó la niña, dándole un suave codazo a modo de represalia por haberla corregido.

    —No —dijo Ramiro, mientras ingresaban al ascensor y observaba las lucecitas que se encendían y se apagaban a medida que subían, indicando en qué piso se encontraba a cada momento—. No me gustó. Pero no porque sea feo, no me gustó porque no es mi casa. 

    Leo y Rita guardaron silencio, pues no sabían cómo responder a eso o qué comentarios hacer. Ambos vivían con su madre y su padre, y nada de experiencia tenían acerca de qué era adecuado o inadecuado decir cuando se producía un divorcio. Más aún porque afectaba a Ramiro, por quien sentían un cariño especial. Se dejaron llevar hasta el quinto piso mirándose en el espejo de la pared, como siempre hace uno cada vez que toma el ascensor. La puerta se abrió suavemente para que descendieran, con un característico ting al llegar a destino, que sonó igual al que producen los ascensores de las películas, cosa que a Rita le pareció encantadora. Pero antes de que lograran dar un paso hacia afuera la puerta volvió a cerrarse con tal brusquedad que en los chicos despertó la horrible sensación de que el ascensor estaba intentado comérselos.

    —¿Qué pasó? —preguntó Leo, mientras en el estómago sentían que el ascensor volvía a moverse, y que descendían otra vez—. ¿Eso es normal?

    —No sé —respondió Ramiro—, parece que alguien llamó al ascensor desde un piso de abajo.

    —Pero no nos dio ni tiempo a salir— se quejó Rita.

    Los tres observaron entonces los botones redondos que indicaban cada piso mientras se iban iluminando para luego apagarse, como las luces en un árbol de navidad: tercer piso, segundo piso, primer piso, planta baja... Subsuelo...

    —Alguien llegó en auto y llamó al ascensor desde las cocheras —dijo Ramiro, aunque no parecía muy convencido. Sin embargo, grande fue su sorpresa cuando el ascensor bajó todavía un nivel más, hasta lo que sería un segundo subsuelo, aunque dicho subsuelo no existía en los botones del ascensor. Entonces la puerta se abrió, y ante ellos apareció un amplio espacio vacío y oscuro. Ramiro dio un paso hacia fuera, luego de volver a echarle una mirada a los indicadores de pisos, sólo para estar seguro.

    —No creo que sea buena idea salir del ascensor, deberíamos volver... —comentó Leo, a quien la oscuridad, combinada con amplios espacios vacíos y abiertos, le pareció una fórmula para el miedo. Pero ya era tarde, porque Ramiro se adelantaba y Rita lo seguía detrás. Así que él también se vio obligado a salir, más que nada porque no quería quedarse solo. 

    —¿Esto es donde la gente deja los autos? —preguntó Rita, aunque casi sabía la respuesta. 

    —No —le respondió Ramiro—. Mi mamá dejó el auto en la cochera, y esto es un piso más abajo... 

    A varios metros de ellos una luz se encendió de repente (aunque quizás lo estuviese desde antes, sólo que apuntando hacia otra parte). Se movió con un suave vaivén en el aire, al tiempo que se acercaba. Los chicos se juntaron como pajaritos que se acurrucan debajo de la lluvia, con la horrible sensación de encontrarse indefensos. La luz continuó avanzando. Se encontraba a sólo unos pocos pasos cuando se detuvo, como si esperara algo, y entonces una voz, que expresaba extrañeza pero no peligro, retumbó en el vacío, repitiéndose en incontables ecos que chocaron contra las oscuras e inciertas paredes de aquel misterioso recinto.

    —¿Cómo llegaron hasta acá? —les preguntó la voz, con más curiosidad que enfado. Los niños entonces señalaron el ascensor.

    —No me digan que se descompuso... —comentó el extraño, al tiempo que con la linterna se iluminaba el rostro para que los niños lo vieran. Ramiro tardó un momento en reconocerlo, pues lo había visto una sola vez con anterioridad: era el encargado de mantenimiento del edificio 

    —Estas porquerías... —dijo rascándose la barba—. Los ascensores de antes no se rompían nunca, ahora parece que los hacen con partes descartables —agregó con amargura—. ¿Vos sos el chico nuevo del quinto, no? —preguntó al tiempo que iluminaba a Ramiro con su linterna, obligándolo a cerrar un poco los ojos a causa del resplandor.

    —¿Qué es este lugar? —preguntó Rita.

    —Nada —respondió el encargado secamente, sacudiendo la linterna de un lado al otro, como si dijera: ¿Ven? No hay nada.

    —Parece que es un sótano... —dijo Rita con el ceño fruncido, como si la respuesta del encargado la hubiese ofendido.

    —Esto es... —dudó el encargado—. Bueno, nadie sabe qué es, parece que lo construyeron hace mucho tiempo, como esos túneles que hay abajo del centro de Buenos Aires, excavados durante la época colonial —el encargado observó en el rostro de los niños una patente incredulidad y una curiosidad a la que no pudo resistirse—. Aunque si me preguntan a mí, que bastante poco sé, diría que esto es anterior, y que está mejor hecho. Los ingenieros que planearon el edificio lo descubrieron después de que la empresa constructora comprara el terreno y empezara los trabajos. Estaban cavando para hacer las cocheras y apareció esto: toda una habitación enorme sepultada bajo la tierra.

    —¿Y cómo nadie sabe de esto? —preguntó Ramiro, al tiempo que escudriñaba vanamente en la oscuridad, entrecerrando los ojos, intentando descubrir que tan vasta era aquella habitación subterránea.

    —Porque la empresa constructora no le dijo a nadie —respondió el hombre—. Tenían miedo de que si lo contaban no les iban a dejar construir el edificio, y no querían perder la inversión. Suele pasar, ¿saben? A veces encuentran cosas viejas o huesos de animales prehistóricos... Y entonces mandan a parar la construcción hasta que sacan lo último que haya, y en eso se pueden demorar meses y meses.  Así que construyeron el edificio arriba del cuarto subterráneo. Una falta de respeto si me preguntan a mí, pero eso a la gente que hace estos negocios no le importa. Sin embargo, no se animaron a cubrir del todo la habitación, y la dejaron como un subsuelo secreto. La única forma de llegar hasta acá es con una llave que se usa en el ascensor, o con una escalera que conecta con las cocheras. Si prestan atención, verán que una de las rejillas en la cochera, de esas que son para que se escurra el agua, es más grande que las demás. La reja se puede levantar y hay una escalerilla que pueden usar para subir o bajar. Se los comento por si vuelven a quedarse atrapados acá abajo, en algún momento en que no esté yo, pero por favor no bajen a curiosear, y más importante, no se lo cuenten a nadie. Yo ahora voy a poner un cartel en este ascensor avisando que no funciona, para que todos utilicen el otro, y voy a llamar a la empresa para que vengan a revisarlo, no sea cosa que alguien más baje hasta aquí por accidente.

    —¿Por qué dice que no es de la época colonial? —preguntó Leo, que todavía no había asumido lo irreal de aquel lugar.

    —Es una opinión... —contestó el hombre mientras sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo delantero de la camisa y se llevaba uno al costado derecho de la boca—. Podría ser. Quién sabe... Si cavaron túneles debajo del centro de la Capital, también podrían haber cavado esto. Pero a mí me parece extraño, porque es una habitación que no lleva a ninguna parte —el hombre volvió  rascarse la mejilla, sobre la cual crecía una barba que parecía tener varios días—. ¿Quieren ver algo interesante? Supongo que a estas alturas no hace daño el hecho de que lo vean o no, porque en primer lugar, nunca tendrían que haber bajado hasta aquí —preguntó con una sonrisa enigmática.

    Los niños asintieron sin pronunciar palabra, aunque el gesto de Leo fue más bien una cosa imprecisa, a medio camino entre un y un no. Más un no, si me preguntan a mí.

    El hombre los guío entonces con su linterna a través de la habitación sumida en sombras antiguas y misteriosas, hasta que llegaron a lo que parecía ser el centro del lugar. Entonces enfocó su luz hacia el suelo y descubrieron parte de un dibujo.

    —Parece una brújula gigante —dijo el encargado, mientras recorría el dibujo con la luz de la linterna, un enorme dibujo trazado en colores negro y rojo y dorado, dentro de un círculo de unos diez metros de diámetro.

    —No es una brújula —lo corrigió Rita—, es una rosa de los vientos.

    —¿Una qué? —preguntó Ramiro, sin apartar la vista del hermoso diseño.

    —Una rosa de los vientos —repitió ella—. Lo vimos este año en geografía, es un dibujo que se hace en los mapas y que marca los cuatro puntos cardinales: el Este, el Oeste, el Norte y el Sur, pero también marca el Noroeste, el Noreste, el Sudeste y el Sudoeste. También sirve para identificar de dónde vienen los vientos y el nombre de cada uno, por eso se llama rosa de los vientos. Aunque esta no tiene letras que señalen qué punto es cada cual.

    —Sea lo que sea —agregó el hombre— a mí no me parece que lo hayan hecho durante la época colonial. Yo trabajé en la primera parte de la construcción de este edificio, y tendrían que haber visto la cara del ingeniero cuando encontraron el dibujo: ¡casi sea cae de espaldas! —comentó el hombre con una sonrisa maliciosa—. Después, cuando estuvo terminado todo, me dieron el trabajo de encargado, en parte, porque ya había visto la habitación, y para que no le dijera nada a nadie. Lo hace pensar a uno en todas las cosas que deben estar ocultas bajo la tierra; cosas misteriosas, pero también hermosas, como este dibujo.

    —Yo prefiero no pensar en eso —comentó Leo, a quien el entusiasmo del hombre le parecía una cosa inaudita.

    —Sí que es un dibujo hermoso —dijo Rita.

    —Lo es —agregó el encargado con un suspiro—. Pero ya que han visto lo que había que ver, es hora de volver arriba. Tengo que pedirles que no le hablen a nadie de todo esto, y si se preguntan por qué les conté lo que les conté, y por qué les mostré el dibujo... Supongo que cuando uno encuentra algo fuera de lo común necesita compartirlo, aunque no sea más que compartir un secreto. Y además no fue mi culpa que descubrieran la habitación, fue culpa del ascensor.

    —No vamos a decir nada —comentó Ramiro.

    El hombre los observó, sopesando que tan cierta sería aquella afirmación, pero al final hizo un gesto despreocupado.

    —Supongo que tarde o temprano alguien más lo iba a encontrar. Vamos, los llevo hasta su piso —dijo mientras emprendía el regreso hacia el ascensor, iluminando el camino con su linterna.

    De regreso al departamento, mientras la madre de Ramiro saludaba a Rita y a Leo, los niños tuvieron que hacer un esfuerzo que luego juzgarían sobrehumano para no contarle la novedad. La mujer se alegró de ver a Ramiro de mejor humor, sin sospechar que la aventura subterránea era aquello que los tenía tan efusivos. El resto de la tarde ayudaron a Ramiro a ordenar su cuarto, y Rita aprovechó para darle a la habitación lo que ella consideraba un toque femenino, pero que en definitiva no era más que acomodar otra vez las cosas que los niños ya habían acomodado, como si mover todo dos centímetros más allá o más acá fuera suficiente y bastara para dar mejor aspecto. Luego Ramiro procedió a acomodar en su escritorio las cosas de la escuela, mientras Rita aprovechaba la cercanía de los lápices para dibujar y luego pintar su propia versión de la rosa de los vientos que habían visto un par de horas antes. Cuando la obra estuvo concluida y ella misma la juzgó digna de una galería de arte, cortó unos pedacitos de cinta adhesiva y la pegó en la pared, justo sobre el escritorio.

    Para cuando la noche tocó a la puerta, la nueva habitación de Ramiro ya se veía casi tan desarreglada como la anterior, cosa que a él le pareció perfecta. Pidieron pizza y armaron la carpa para cenar dentro, sentados sobre almohadones y mantas. Pero cuando llenaron el estómago, sus pensamientos regresaron a la extraña habitación subterránea y al hermoso dibujo del suelo. La verdad era que no habían podido sacarse aquel misterio de la cabeza en ningún momento, sin embargo, hasta ese instante lo habían mantenido a raya detrás de las obligaciones y del hambre. Habiendo concluido las primeras y solucionado la segunda, la curiosidad regresaba tan anunciada como la lluvia en un día nublado.

    —Deberíamos volver —se atrevió a decir Rita.

    —¿Volver a dónde? —preguntó Leo, aunque conocía de sobra la respuesta. De los tres era él quien se mostraba menos curioso y hasta precavido. No le había gustado del todo aquella habitación y menos le había gustado aquella oscuridad. 

    —Volver a ese subsuelo del edificio, o como se llame. Podemos llevar una linterna y...

    —Noooo-no-no-no-no —la interrumpió Leo, que intentó poner algo de autoridad en su expresión, pero sin levantar la voz—. No sabemos cómo ir y no sabemos cómo vamos a volver... ¿Y si se derrumba mientras estamos ahí?

    —No se va a derrumbar, tiene un edificio encima —le respondió la niña.

    —Justamente porque tiene un edificio encima es que se puede derrumbar —agregó Leo, que con una mirada intentó ganarse la complicidad de Ramiro.

    El otro niño permaneció callado, considerando las posibilidades en silencio. Junto con la carpa había desempacado el resto de los accesorios de camping, incluida una linterna de buena luz, que había guardado en una caja debajo de su nueva cama. La cama anterior había quedado en su casa, o mejor dicho, en la que entonces era la casa de su padre. Había dormido en ella desde que tenía memoria y aún no había probado la nueva más que para sentarse unos minutos. El colchón le había parecido muy duro para su gusto, pero pensó que sería como con los zapatos nuevos, que luego de algunos días de uso se ablandan y se acomodan al cuerpo. Se levantó en silencio y se dirigió hasta la caja. Buscó la linterna y la examinó con cuidado, encendiéndola y apagándola para probar las baterías.

    —No creo que haya peligro —dijo observando a Leo—. No vamos a salir del edificio, así que no hay problema.

    Rita estuvo a punto de dar un grito de felicidad, pero alcanzó a cubrirse la boca con ambas manos.

    —Pero vamos a esperar a que mi mamá se duerma —agregó con gesto muy serio.

    —A mí no me parece buen idea —comentó Leo, que sentía como si hubiese perdido la discusión. Y de hecho así había sido.

    —Pero vas a venir, ¿no? Si no vamos los tres no va a ser tan divertido —dijo Rita.

    —Si, voy. Pero que conste que no me parece buena idea —repitió.

    —Entonces cuando la tía se duerma vamos hasta la cochera y buscamos la rejilla que dijo el encargado. Bajamos y exploramos un rato y después de ver todo lo que hay volvemos a subir. Y ese va a ser nuestro lugar secreto —dijo Rita con evidente entusiasmo.

    —Muy secreto que digamos no va a ser, porque el encargado ya sabe, y la empresa que construyó el edificio también ya sabe —se quejó Leo.

    Recurrir a la palabra casi es un recurso válido en los niños. Para ellos se justifica por la intención. De ese modo pueden responder a una maestra durante un examen con la frase: casi estudié, y considerarán que esa respuesta los salva de una reprimenda. Pero al crecer, el recurso toma un cierto carácter patético (quizás, porque abusamos de él en la infancia) y decir casi consigo el trabajo es aún más pesaroso que no decir nada. Sin embargo, Rita aún no pensaba de esa forma.

    —Pero igual es un lugar casi secreto —se consoló la niña.

    Las horas transcurrieron lentas, teñidas de impaciencia, pero también de un dulce nerviosismo. Cada tanto comprobaban la hora en el teléfono de Rita, como si los minutos fueran a pasar más rápido cuanto más los vigilaran. Cuando al fin dieron las dos de la mañana y luego de que Ramiro se asegurara de que su madre ya

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