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Reverie: Dile adiós al mundo que conoces
Reverie: Dile adiós al mundo que conoces
Reverie: Dile adiós al mundo que conoces
Libro electrónico475 páginas6 horas

Reverie: Dile adiós al mundo que conoces

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Información de este libro electrónico

"Desde que la policía encontró a Kane al borde de la muerte en el río, el chico no puede recordar
nada. Sin embargo, todo se siente diferente.
Cuando cosas extrañas comienzan a ocurrir a su alrededor, sus supuestos mejores amigos le
confían un secreto: la realidad ya no es la misma. Pero también recibe una advertencia: no debe
confiar en ellos. Sin saber en quién creer, se encuentra perdido. Hasta que, junto a un grupo que se hace llamar
Los Otros, es arrastrado a ensoñaciones cada vez más fantasiosas y amenazantes, entonces se
vuelve muy claro que hay magia oscura implicada.
Nada en la vida de Kane es un accidente.
Y solo él podrá evitar que el mundo se vuelva un sueño."
IdiomaEspañol
EditorialVRYA
Fecha de lanzamiento1 ago 2024
ISBN9786076370438
Reverie: Dile adiós al mundo que conoces

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    Reverie - Ryan La Sala

    A mi hermana, Julia, quien vio cómo podría ser el mundo y peleó para lograrlo.

    "Un sueño que se sueña a solas es solo un sueño.

    Un sueño que se sueña con otros es una realidad"

    –Yoko Ono

    UNO

    REDUCIDO A ESCOMBROS

    Aquí es donde sucedió. Aquí es donde encontraron el cuerpo de Kane.

    Fue a principios de septiembre; el río Housatonic rebalsaba por las lluvias de aquellas últimas semanas de verano. Kane estaba parado entre unas hierbas que hacían espuma en la orilla, tratando de imaginar cómo había sido la noche del accidente. En su cabeza, que lo hubieran arrastrado para sacarlo del río debió haber sido violento. La luz de la luna caía como confeti sobre las aguas negras, mientras los paramédicos tironeaban de él para sacarlo de allí. Pero este mismo río, durante el día, parecía incapaz de provocar violencia. Era demasiado lento. Se veía como aguas doradas cubiertas con canicas de polen que le besaban las piernas desnudas, y una flota de peces plateados lentamente le rodeaban los tobillos.

    Kane se preguntaba si los peces recordarían aquella noche. Sentía el impulso de preguntarles. Él mismo no recordaba nada del accidente. Todo lo que sabía era lo que le habían contado en esos cinco días desde que despertó en el hospital.

    Algo le golpeó la cabeza. Una piña. Esta cayó en el agua y los peces plateados se esfumaron.

    –Deja de soñar despierto y ayúdame.

    Kane pestañeó y se volvió hacia Sophia. Ella estaba parada sobre la orilla donde las hierbas se abrían camino a través del cemento agrietado. Consideró ignorarla, pero Sophia tenía varias piñas más y buena puntería. En realidad, era buena en todo. Era una de esas personas. Por lo general, Kane se resentía con ese tipo de gente, pero ella era su hermana menor. La adoraba. Y hasta lo hacía sentir un poco intimidado. Como la mayoría de las personas. Por eso le había pedido que lo acompañara esa noche.

    –No estaba soñando. Estaba pensando –repuso Kane.

    –Conozco esa mirada. Estabas pensando en cosas tristes y poéticas sobre ti mismo. –Ella le arrojó otra piña y él la esquivó.

    –No es cierto. –Kane reprimió una sonrisa.

    –Sí lo es. ¿Recuerdas algo?

    –En verdad no. –Se encogió de hombros.

    –Bueno, siento distraerte de tu depresión, pero podrían verte desde el puente. Cualquiera que pase conduciendo podría verte. –Tenía razón. El puente, enorme y elegante, se extendía sobre el aire brillante de verano como una telaraña–. Debemos encontrarnos con mamá y papá en la estación de policía en unos… –revisó su teléfono– cuarenta y ocho minutos. Y estamos invadiendo propiedad privada. Y en realidad tú la estás invadiendo otra vez si cuentas…

    –Lo sé. No tenías que venir. Sabes eso, ¿cierto? –Kane dejó que la irritación le diera otro tono a su voz.

    –Lo siento por tratar de ayudar a mi hermano en su momento de crisis.

    –No estoy en crisis. Solo estoy…

    –¿Confundido?

    Kane se apenó. Confundido. Cuando despertó por primera vez en el hospital luego del accidente, cuando se dio cuenta por primera vez que estaba en problemas, le pareció una buena idea esconderse detrás de esa palabra hasta que pudiera entender qué estaba sucediendo. La policía le hacía preguntas y los pocos recuerdos que tenía del accidente casi no tenían sentido. Estaba confundido. Pero ahora la palabra se sentía como un amigo del que no se podía escapar, siempre apareciendo allí para avergonzarlo. Para desacreditarlo.

    –No estoy confundido. Solo estoy intentando limpiar mi nombre.

    –Bueno, la estás cagando. –Sophia se limpió una mancha de savia que tenía en la palma.

    Tenía razón. Él había estado actuando bastante mal desde el accidente. Estaba evasivo. Lúgubre. Nervioso. Pero Kane siempre había sido así. Solo que ahora las personas lo buscaban para pedirle explicaciones. Querían respuestas, o al menos ver al valiente sobreviviente de algo terrible. En vez de eso, se encontraban con Kane: evasivo, lúgubre, nervioso. A nadie le gustaba eso.

    –Escuché a mamá decir que el detective Thistler hoy te hará una evaluación psiquiátrica. Van a hacerte muchas preguntas, Kane –dijo Sophia.

    –Ya me han hecho muchas preguntas, Sophia.

    –Tal vez puedas considerar darles alguna respuesta esta vez. Por ejemplo: ¿por qué?

    –¿Por qué qué?

    Lo fulminó con la mirada

    –¿Por qué estrellaste un coche en un sitio histórico?

    Mientras observaba a través del terreno los restos carbonizados del viejo molino, la mente de Kane se puso en blanco. Pasaba cada minuto desde que había despertado haciéndose esa misma pregunta.

    –Mamá dijo que la policía no presentará cargos mientras estés siendo evaluado, pero oí que el condado podría llevarte a juicio –Sophia continuó.

    ¿El condado entero? ¿Todos, al mismo tiempo? Kane se imaginó a la población completa de Amity del Este, Connecticut, apretujados en un estrado. La idea le robó una sonrisa.

    Otra piña aterrizó en su hombro. Caminó con dificultad de regreso hacia la orilla, dejando que los pies se secaran sobre el cemento abrasador. Mientras tanto, Sophia tomaba fotografías del puente. Cuando finalmente se secaron, ya no pudo postergarlo más.

    –De acuerdo, hagamos esto rápido. Solo necesito husmear en el sitio del accidente. Continúa tomando fotografías, ¿está bien? –decidió mientras se ponía las botas.

    –¿De verdad crees que es seguro entrar allí?

    Observaron el molino.

    Kane se encogió de hombros. Definitivamente no era seguro.

    Con una mitad colapsada, el molino se encontraba clausurado detrás de una red de cintas de peligro. Detrás de él, a través del joven bosque de abedules, estaba el resto del viejo complejo industrial: un laberinto de fábricas y depósitos abandonados que representaban lo más próspero de la era industrial de Amity del Este. Se extendían por kilómetros, orgullosos y en constante deterioro por abandono mientras que el bosque crecía debajo de ellos. Lo llamaban el Complejo de cobalto. El edificio frente a los hermanos (el viejo molino que daba al río) era el sitio del accidente. La escena del crimen. El querido trozo de historia de Connecticut en el que, una semana atrás, Kane había embestido un Volvo, y el cual luego explotó.

    Ni siquiera creía que los automóviles explotaran al impactarse. Esas eran cosas de películas. Aun así, el molino y todo lo que había a un radio de quince metros quedó carbonizado.

    Kane se ataba las botas de cuero marrón. El viejo molino era un símbolo de Amity del Este que aparecía pintado con acuarelas en las postales que vendían por toda la ciudad. Kane imaginó la versión en acuarelas de su accidente. Los vidrios salpicados en la acera. El infierno plasmado en distintos tonos de naranja pastel. El humo grasiento arremolinándose hacia arriba; hermosos torbellinos contra los tonos lavanda del incipiente amanecer. Muy hermoso. Muy Nueva Inglaterra.

    –Vamos, Kane, concéntrate. –Sophia lo reprendió mientras lo arrastraba por debajo de las cintas.

    Ningún recuerdo nuevo aparecía a la sombra fría que generaba el molino. En cambio, sintió una picazón, de esas que hacen hervir las venas. Fue un instinto. Había estado reptando debajo de su piel desde que llegaron a aquel lugar. Le decía: no debiste haber regresado.

    Kane se mantuvo firme. Necesitaba respuestas y las necesitaba ahora.

    –¿Recuerdas algo?

    –No.

    Sophia suspiró. Con el codo se deshizo de una viga ennegrecida.

    –Sigue intentando. Usa tu imaginación –sugirió.

    –Creo que usar mi imaginación es lo opuesto a lo que debería estar haciendo. –Kane intentó calmarse mientras calculaba su peso sobre una escalera inclinada. El quinto escalón soltó un quejido, pero resistió.

    –Estás inventando cosas todo el tiempo.

    –Si… pero en este caso podría ser ilegal.

    Sophia se dejó llevar más lejos en el oscuro interior mientras Kane subía al segundo piso. Desde allí abajo, ella contestó en voz alta:

    –Quien sabe. Tal vez estés suprimiendo tus recuerdos de forma inconsciente.

    Él pensó que era una forma inteligente de hacerlo sentir culpable por no ser capaz de dar una explicación. Ella continuó:

    –Tal vez solo se manifestará a través del arte o algo parecido. Deberías intentar dibujar o pintar o… –Un pequeño ruido despertó a unas crías de murciélagos que se encontraban en las vigas. Sophia apareció al final de la escalera. Los murciélagos se calmaron–. Tal vez deberías hacer decoupage sobre algo. Solías hacerlo en muchas cosas.

    –¿Crees que rendir mi testimonio con un proyecto de manualidades cursi va a convencer al juez de que no soy peligroso?

    –Tal vez.

    –Sophia, eso es lo más gay que he escuchado en mi vida.

    La broma familiar estalló entre ellos como una chispa repentina. Los hermanos recitaron al unísono su dicho favorito:

    –¡Suficientemente gay para que funcione!

    Ambos rieron y, por un segundo, Kane no se sintió invadido por el terror.

    Sophia saltó sobre unas botellas rotas para unirse a él, que se encontraba debajo de un umbral desmoronado que daba hacia el río. Se sentaron en silencio en el aire estancado del molino hasta que ella lo abrazó por el hombro. Kane se sorprendió; ella odiaba dar abrazos.

    –Ey, todos estamos felices de que estés bien. Eso es lo que más importa. Deberíamos estar agradecidos solo por eso –murmuró.

    Una punzada de culpa se clavó con fuerza en el pecho de Kane. Estaba de acuerdo con que estar bien era lo que más importaba. Solo que no creía sentirse lo suficientemente bien.

    –Además, tus cicatrices se verán estupendas –agregó ella.

    Kane sonrió. Le picaron los dedos al sentir la prolija red de quemaduras que se amontonaban como una corona alrededor de la nuca, de una sien a otra. Desconcertaban a los médicos. Eran poco profundas y sanarían rápidamente, pero a veces, por las noches sentía un cosquilleo caliente y hacían que sus sueños se convirtieran en humo y cenizas.

    Una ráfaga atravesó el río, rompió en la costa y agitó los abetos y los abedules.

    –¿Has hablado con alguien de la escuela? –Sophia quiso saber.

    –La profesora guía me envió una tarjeta. Las bibliotecarias me enviaron flores.

    –¿Qué hay de tus amigos?

    –Lucía me envió una nota.

    –Lucía es la señora de la cafetería, Kane.

    –Lo sé. –Se mordisqueó la carne blanda de la mejilla interna.

    –Ya sé que lo sabes. Pero ¿qué hay de tus compañeros de clase?

    –Emm… la profesora guía me envió una tarjeta. –Kane sintió que su consideración era más bien algo físico.

    Sophia desistió y él se lo agradeció. En el pasado, ella había tomado la responsabilidad de crearle una vida social, con lo que aseguraba que le daría una maravillosa autoestima. ¡Maravillosa! Desde luego, pronunciado con manos de jazz. Era un hobby bien intencionado que tenía su hermana, pero que siempre lo había avergonzado profundamente, ya que, para empezar, no creía que tuviera una baja autoestima. Él no era como ella, que necesitaba hacerse amiga de todos y de todo. No, a Kane le gustaba pensarse como ¡discernidor! con manos de jazz.

    Y además, si en verdad lo quería, Kane podía hablar con la gente. Pero ¿a qué costo? Lo sentía antinatural. Era mejor resignarse a tener compañías más seguras: perros, plantas, libros, y Lucía, la señora de la cafetería, que le daba papas fritas extra los Martes de pizza.

    Algo le tocó la mejilla. Espantó a Sophia como a una mosca.

    –¿Qué?

    –Dije que hoy escuché a papá hablar por teléfono con la policía. Dicen que tu accidente… no parecía ser un accidente. Que la cosa parecía pensada y elaborada y que se preguntaban si tal vez estabas intentando…

    Las cigarras rompieron el silencio como una multitud invisible que chismorreaba alrededor de ellos. Ahora Kane debía tener cuidado con sus palabras. Sophia había hecho una pregunta sin formularla.

    –No estaba intentando suicidarme –dijo él.

    –¿Cómo puedes saberlo si no puedes recordar esa noche ni los meses anteriores a ella?

    Kane podía sentir la negación como un serrucho en la garganta. Intentaba quitarlo, pero solo conseguía clavarlo más. Solo lo sabía.

    –Kane, dos días son demasiado tiempo para irte sin que supiéramos de ti. ¿Y robar el coche de papá? Eso es hurto mayor. Y sé que no quieres hablar de esto, pero si no aclaras tu evaluación psiquiátrica, mamá dice que tal vez tendrías que ir a vivir a…

    –Ya basta. Mira, lo siento. Desearía poder contarte más. Desearía saber dónde estuve o qué estuve haciendo –ahora sonaba más duro.

    –O con quién estabas –agregó su hermana con un hilo de voz.

    –¿Qué?

    –Bueno, alguien debió haberte sacado de ese edificio en llamas y luego haberte ayudado a llegar al río. Debieron haber buscado huellas digitales en tu cuerpo.

    De todas las cosas, esto era lo que más molestaba a Kane, como si pudiera sentir a los fantasmas sujetando su carne. Sentía cómo se vería el molino: historia, reducida a escombros, embrujada por ese tipo de sombras escurridizas.

    –Ni que se pudiera dejar huellas en un cuerpo. Lo corroboré –agregó ella.

    Una sensación familiar enfureció a Kane. Sophia siempre lo había visto un poco como un proyecto. ¿Acaso la investigación del accidente se había vuelto su más reciente interés? ¿Acaso ella sabía más sobre esto de lo que le estaba contando?

    –¿Qué más sabes?

    Kane pudo haber notado que Sophia apartó la vista demasiado rápido, si no hubiera estado observando una sombra detrás de ella que se separó de la pared y corrió a toda prisa como una araña gigante a través de una puerta.

    –Hay algo aquí –susurró.

    –¿Qué?

    Tiró de ella debajo del umbral y la llevó hacia la pared; no quitó la vista de la puerta.

    –Hay algo aquí. Vi que algo se movió –repitió.

    –Kane, relájate. Probablemente sea un murciélago.

    En ese instante, ambos oyeron un crujido en las escaleras: era el quejido del quinto escalón. Quien fuera que haya sido, debió haber abandonado su posición. El molino tembló como si algo grande y rápido sacudiera las escaleras y explotara sobre el segundo piso.

    Kane y Sophia corrieron a la habitación más cercana. Esta tenía un cielorraso abovedado cubierto de hollín, el suelo podrido y una pesada puerta de metal. Kane la cerró de un golpe y cerró el pestillo el instante antes de que algo la embistiera del otro lado. Las bisagras crujieron, pero el pestillo no cedió. Una y otra vez, algo trataba de empujar la puerta, y con cada impacto, el cielorraso emanaba coágulos de polvo. Luego oyeron el espantoso sonido de un metal contra otro metal. ¿Sería una llave acaso? ¿O garras?

    –¡Allí! –Sophia empujó a Kane hacia una ventana sobre una parte del techo que estaba tan dañada que parecía a punto de desplomarse. Juntos se abrieron camino entre vigas rotas. Dentro del edificio, las sombras se agitaban como figuras gigantes, irreales, que se escabullían entre la oscuridad y los perseguían.

    »¡Kane!

    Él logró atrapar a Sophia de la muñeca cuando su pierna se atascó en una parte de techo podrido, pero el peso de ambos fue demasiado. En una columna de polvo y putrefacción, el techo se balanceó debajo de sus pies y los arrojó al suelo con tanta fuerza que Kane chasqueó los dientes al caer. Estaban… ¿afuera? Habían caído del lado trasero del molino. A su alrededor había helechos secos convertidos en trizas, bañados en una espesa luz amarilla. Detrás de ellos, la estructura continuaba temblando de forma siniestra. Kane encontró la mano de Sophia y corrieron, aplastando aquel bosque de retoños chamuscados, mientras una parte del molino colapsaba por completo. Una lluvia de astillas cayó a sus espaldas.

    Kane echó un vistazo sobre un hombro y vio una sombra imponente como impresa sobre la nube ondulante de polvo y cenizas; era tan alta que podría haber sido un árbol. Pero luego se volteó y, al verlos, se lanzó hacia adelante.

    Kane estaba enfocado solo en seguir corriendo con Sophia hasta meterse en el Complejo de cobalto, aquel laberinto creciente de edificios antiguos, calles rotas y restos de equipos cubiertos de hiedras, hacia los bordes, donde las cercas podridas contenían el bosque. Habían escondido el auto de Sophia en un vecindario cuya parte trasera daba al molino, detrás de una pared de laurel de montaña.

    –Vaya, mierda. Eso fue… –dijo ella cuando se desplomó dentro del coche en el lado del acompañante. Tragaba aire.

    El sonido de las sirenas fue para Kane como una guillotina que acababa de caer. En ese momento, una patrulla de policía apareció entre las sombras y se detuvo delante del vehículo detenido. Sophia soltó una elaborada cadena de vulgaridades.

    –Señor Montgomery, creímos que podía ser usted. Bájese del automóvil, por favor –dijo una de ellos. Kane ni siquiera pudo verla a los ojos.

    Se bajaron juntos del vehículo. Sophia fue la primera en sacarse de encima la tensión.

    –Ustedes no entienden. Solo estábamos caminando por allí cuando de la nada apareció una cosa enorme y comenzó a seguirnos. Era un animal gigante…

    Sophia siseaba y Kane se preguntó si ella había visto la sombra que los siguió. Uno de los oficiales dijo algo por la radio. La otra se dirigió a Kane.

    –El Complejo de cobalto es una escena de crimen, señor Montgomery.

    A Kane se le secó la boca. Asintió.

    –Además, es propiedad privada.

    Asintió otra vez.

    –Que ya ha invadido una vez.

    El suelo comenzó a temblar debajo de sus pies. Se tomó del automóvil para evitar caer. ¿Qué demonios eran esas cosas? No había forma de describirlas y tampoco tenía sentido hacerlo. La policía no creería nada de eso. Pensarían que Kane mismo había causado el daño al molino. Otra vez.

    Mierda.

    –Fue mi idea. Lo fue, lo juro. Yo le pedí que viniera. Quería ver… ver todo esto por mí misma. El molino. Kane ni siquiera quería venir. Yo lo hice regresar. Por favor, no lo pongan en más problemas –soltó Sophia.

    Los oficiales la miraron incrédulos. Su cabello, del color de cacao en polvo, se había destrenzado y flotaba por la mandíbula; algunos mechones salían con escupidas brillantes alrededor de su ceño fruncido. Llevaba puesto su uniforme de Pemberton (la escuela privada solo para chicas, una institución honorable y misteriosa que hacía que la gente del pueblo hiciera una pausa de superstición), pero estaba hecho un desastre luego de la corrida. Aun así, los policías hicieron la pausa.

    Uno asintió en dirección a Kane.

    –El detective Thistler nos informó que tienes una cita con él y con tus padres esta tarde.

    –Sí… estábamos de camino. Nos dirigiremos hacia allí ahora mismo, lo prometo –repuso Kane.

    Todos esperaron que sucediera algo y así fue. Ese mismo oficial rodeó la patrulla y abrió la puerta trasera.

    –Señorita, usted váyase a casa. Kane, toma tus cosas. Vienes con nosotros.

    DOS

    LAS BRUJAS

    En la estación de policía de Amity del Este había tres salas de interrogatorio. Dos de ellas eran simples cajas de cemento donde había solo mesas y sillas de hierro. Interrogatorio elegante. Mientras lo guiaban por los pasillos de la estación, a Kane le indicaron que la tercera era la que llamaban el Cuarto blando. Allí había sofás, una canasta de geranios de plástico con cajas de pañuelos desechables a los costados y una lámpara.

    Kane se aferraba a esos detalles. Nadie iba a torturarlo en una habitación donde había sofás tapizados, ¿cierto? La sangre empaparía la tela. Se necesitaría un pequeño lago de soda para quitar las manchas.

    Nadie le había informado lo que pasaría con él. No se les permitía hablar con él hasta que llegaran sus padres y eso lo hacía querer vomitar. Se preguntaba qué le pasaría mientras se retorcía en sí mismo como un nudo de extremidades temblorosas sobre el sofá. Se preguntaba si una persona podía temblar hasta desmoronarse. Si así sucediera, ¿pasaría lentamente o todo a la vez, como si fuera una torre de Jenga que se desploma al quitar una sola pieza en un cuidadoso movimiento?

    Kane estaba harto de preguntarse cosas. Se abrazó a sí mismo con fuerza y tomó un libro de su mochila: Las brujas de Roald Dahl, su favorito. Había tomado la mochila del coche de Sophia antes de que se lo llevaran en la patrulla. Volteaba las páginas a cada rato, solo para simular que leía, en caso de que lo estuvieran observando.

    ¿Acaso la policía se encontraría con sus padres por separado? ¿Debía enviarle un mensaje a Sophia? Había perdido su teléfono en el accidente, pero ella le había prestado uno viejo.

    Kane volteó otra página, aunque no eran palabras lo que veía, sino la sombra del Complejo de cobalto. Su mente iba a la deriva, a tientas, como si se acercara al recuerdo de un sueño que se esfuma en cuanto quien sueña está cerca. Incluso con agudeza, sabía que había algo retorcido acerca de lo que había visto. Algo irreal e increíble.

    Se quitó de encima la sensación. No podía pensar en cosas increíbles en ese mismo momento. Necesitaba resolver cómo explicaría todo aquello. Una explicación real sobre lo que realmente había pasado. Y necesitaba resolverlo antes de que lo hiciera el detective Thistler.

    Kane se tensó al pensar en Thisler y su traje con su placa atada al cinturón, que olía a cigarros y menta. Thistler estaba siempre sonriendo cuando lo interrogaba, como si pensara que tendrían una aventura secreta juntos. Kane le temía a la gente que sonreía demasiado y Thistler le probaba por qué. En su primer encuentro en el hospital, Thistler lo puso al tanto sobre su situación con una explicación alegre, a las apuradas, como alguien que cuenta sobre su hobby raro con entusiasmo. Decía cosas como incendio en propiedad ajena y antecedentes penales con un gesto triunfal. Cuando hubo entrado en pánico, Thistler comenzó con sus extrañas y dispersas preguntas sobre la vida de Kane. ¿Tenía novia? No. ¿Novio? No todavía. ¿Participaba en clubes escolares? No. ¿Qué pensaba de la escuela? Estaba bien. Y así.

    Hacia el final de las dos horas, Thistler comenzó a darle vueltas a algo mucho más grande que los datos inútiles sobre la vida de Kane. Estaba apuntando a su estabilidad. Las preguntas se habían vuelto filosas. ¿Por qué mientes para evitar a la gente? No… no lo sé. ¿Por qué querrías lastimarte a ti mismo? No lo haría. No lo hice. Pareces enojado. ¿Hablar de lo que hiciste te enoja? Sí, pero… ¿Por qué será? … pero no quería hacer lo que usted cree. Pareces molesto. ¿Por qué estás molesto?

    Kane se dio cuenta de la naturaleza traicionera de aquellas preguntas demasiado tarde para poder evadirlas. Era como si se hubieran encendido las luces de un escenario donde no quería estar, y mostraran una obra en la que no sabía que estaba actuando. La obra era una tragedia. Él era el protagonista: un chico gay, solitario, suicida, lleno de angustia. Había interpretado su papel de mil maravillas.

    Incluso ahora, el cuerpo entero de Kane ardía de humillación. Sus padres habían estado allí. Luego habían estado hablando en privado con Thistler en el pasillo, y los susurros habían continuado hasta el día siguiente cuando le anunciaron que debía someterse a una evaluación psiquiátrica. La segunda oportunidad de Kane.

    –Eres un Montgomery. Eso significa algo en este pueblo, lo sabes. Tu tío está en el ejército –había dicho su papá.

    –Eres afortunado. Te están dando la oportunidad de probar que estás comprometido a ayudarte a ti mismo. No todos la tienen, cariño –había dicho mamá.

    –Estás jodido. Creen que te volviste loco. Tendrás que resolverlo tú solo. Demuéstrales que están equivocados –había dicho Sophia.

    Y así fue cómo fueron a parar al molino.

    El miedo le astillaba las entrañas. Si podía superar esta conversación con Thistler, Kane prometía que jamás regresaría al Complejo de cobalto. Ni siquiera se acercaría allí.

    La puerta del Cuarto blando se abrió.

    –Detective Thistler, puedo explicarle… –Kane se paró de golpe.

    Pero no era Thistler quien estaba en la puerta, o sus padres. Rodeada por la luz fría del pasillo, había una persona completamente nueva para el pequeño y desastroso mundo de Kane.

    –¿Señor Montgomery? Espero no haberlo hecho esperar tanto en este lugar sombrío y triste. Vine tan pronto como recibí el llamado.

    La persona hablaba con gracia, con una voz adornada con una cadencia teatral que templó la pequeña habitación. Tenía puesto un traje entallado, ceñido en la cintura, unos pantalones elegantes de satén. Todo el conjunto estaba cubierto de unos exquisitos hilos dorados que revelaban un entramado irregular a la luz de la lámpara. Incluso su piel brillaba con un lustre de oro que acompañaba sus movimientos al sentarse. Kane también se sentó, un poco deslumbrado por la perfección del rostro de aquella persona, que no le permitía preguntarle si era un hombre, una mujer, ambos o ninguno.

    Elle extrajo un anotador de su bolsa y miró de cerca a Kane a través de sus pestañas rizadas.

    –¿Qué? ¿Acaso nunca viste un hombre que use máscara de pestañas? –dijo como respuesta a la pregunta que Kane había formulado con la cara.

    –Lo siento. –Las mejillas le ardían. ¿Cuántas veces le habían hecho esa pregunta a él? ¿Cuántas veces más la había contestado sin que se la preguntaran, solo para no incomodar a la gente que no comprendía la ambigüedad, quienes ignoraban lo que esta persona tenía para decir, mientras se preguntaban con agresión sobre su identidad?

    »Lo siento. No quise… –Kane repitió.

    La persona hizo un ademán en el aire como borrando las disculpas de Kane. Él se sintió más avergonzado aún. No era el tipo de persona que se solía encontrar en los suburbios de Connecticut. No era una persona de la que Kane supiera cómo esconderse. En cambio, sintió la necesidad de impresionarle.

    –Usted no es el Detective Thistler –dijo, aunque eso no podía ser más obvio.

    –Oh, qué astuto. Me dijeron que eras listo. –El hombre le guiñó un ojo en señal de complicidad, lo cual le sacó una sonrisa a Kane–. Thistler está ocupado con… no lo sé. Lo que sea en que se ocupan los heterosexuales patológicos. Tal vez está tratando de encontrar un uso más a su champú tres en uno, además del acondicionador y jabón para el cuerpo. Tal vez debería probarlo como enjuague bucal, ¿no crees? Le ayudaría con el arcoíris decolorado que tiene como sonrisa y que se empeña en mostrar a todo el mundo.

    Kane se sorprendió a sí mismo al reír con ganas.

    –Como sea. Hoy seremos usted y yo, señor Montgomery. Puede llamarme Dr. Poesy.

    Kane estaba fascinado con le Dr. Poesy, en especial por su llamativo lado queer. No era lo suficientemente inocente para descartar la similitud entre él mismo y le doctor como coincidencia, porque (como regla general) Kane no creía en las coincidencias. Hasta ahora, la vida le había mostrado que había algo horrible y condicionado en la forma en que el mundo se acomodaba para las personas como él. Una especie de mala suerte seductora que se repetía hasta el infinito en pequeñas y crueles formas. Al principio Kane creyó que le Dr. Poesy era parte de ese diseño malvado. Un poco más de mala suerte, enviado para molestarlo una vez más. Pero ¿cómo alguien tan parecido a él podría ser malo para Kane? En el fondo de su desconfianza, sintió que algo perdido volvía a despertar: la esperanza. Esta reunión no era una coincidencia, pero tal vez tampoco era la mala suerte. Tal vez le Dr. Poesy era buene. Tal vez estaba allí para ayudar a Kane a liberarse de los diseños malvados de su vida. Tal vez, quizás, le Dr. Poesy era el filo más brillante del destino.

    La idea le hizo arder los ojos. Se tragó la emoción y se recordó que esa nueva esperanza era peligrosa. Tenía que mantener la guardia alta. Se borró la emoción del rostro y preguntó:

    –Eres de psicología, ¿verdad? Estás aquí para mi evaluación psiquiátrica, ¿cierto?

    –Soy una de las tantas personas que estamos aquí para ayudarlo. Y sí, estoy aquí para evaluarlo, aunque hoy solo hablaremos. Sus padres fueron informados y ya se retiraron de la estación –respondió le Dr. Poesy.

    –¿Ellos saben lo que sucedió?

    –No del todo. Les dije a los oficiales que me dejaran a mí hablar con ellos y aún no he decidido qué les diré. Supongo que lo haré durante esta reunión. –Le Dr. Poesy sonrió con malicia.

    Kane retrocedió un poco. ¿Acaso era una amenaza? ¿Qué quería decir?

    –Veo que trajiste un libro. ¿Cuál es?

    Kane aún se aferraba a Las brujas.

    –Ah. Nada. Es un libro para niños.

    Le Dr. Poesy le echó un vistazo. Sus ojos tenían un color que cambiaba entre negro, azul y olvido.

    –Me interesan las brujas –comenzó–. Si observas la mayoría de los arquetipos femeninos (la madre, la virgen, la prostituta), sus poderes vienen de su relación con los hombres. Pero eso no sucede con la Bruja. La Bruja toma su poder de la naturaleza. Convoca sus sueños con hechizos y encantamientos. Con poesía. Y creo que por eso les tememos. ¿Qué aterra más al mundo de los hombres que una mujer limitada solo por su imaginación?

    Kane se inclinó hacia adelante en su asiento. Sintió que debía responder, pero ¿qué diría? ¿Acaso esto era parte de la evaluación? No había sido cuidadoso con Thistler. Tendría que serlo con le Dr. Poesy.

    –Es solo un libro –dijo con precaución.

    Le Dr. Poesy buscaba entre sus archivos. Un bolígrafo dorado apareció en su mano y lo balanceaba con arrogancia mientras escribía.

    –Entonces, en sus propias palabras, ¿por qué estamos aquí, señor Montgomery?

    –Estuve en un accidente de auto.

    –Esas pinceladas anchas no lo llevarán lejos conmigo. Intente de nuevo.

    –Yo… –Kane puso una voz más firme. Se armó de valor, sabía lo que tenía que decir–. Hui de casa hace una semana. Robé el coche de mis padres y lo conduje por el Complejo de cobalto luego de que hubiera una gran tormenta. Perdí el control del coche cerca del río y lo choqué contra un edificio. El auto se incendió; también se incendió el edificio. Me zafé y la policía me encontró en el río. Me desmayé y entré

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