El informe libélula
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Con la inestimable ayuda de su padre y sus amigos, en especial de los componentes de su club secreto, tendrá que desentrañar todas las incógnitas que de repente se han planteado. Esto le llevará a entablar contacto con un enigmático chico, al que apodan Juan Solo.
El informe Libélula es una trepidante novela capaz de presentar una misma trama desde la perspectiva de distintos personajes. Posee un ritmo frenético. El fútbol, el espíritu de los ancestrales samuráis, Star Wars, el bullying, la literatura, el síndrome de Asperger (TEA Nivel 1) e incluso el Derecho se entremezclan en una historia que no dejará indiferente a nadie.
Vivimos en una sociedad en la que prima la «buena» imagen y en la que ser diferente no está bien visto. La narración muestra cómo se pueden superar las barreras que nos separan de los demás y encontrar lazos que nos unan.
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El informe libélula - Alicia B. Torres
El
informe
Libélula
Alicia B. Torres y Alfonso F. Quero
Forma, Flecha Descripción generada automáticamente.
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Alicia Belén Torres Muñoz
© Alfonso Fernando Quero González
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1068-260-3
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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La mayor aventura es la que nos espera.
Hoy y mañana aún no se han dicho.
Las posibilidades, los cambios
son todos vuestros por hacer.
(J. R. R. Tolkien)
Las dificultades preparan a personas comunes
para destinos extraordinarios.
(C. S. Lewis)
CAPÍTULO 1
MI CUMPLEAÑOS
(by Enrique)
«¡Cumpleaaaaños feliiiz, cumpleaaaños feliiiz, te deseeeamos tooodos, cumpleaaaños feliiiz! ¡Bieeen!».
El jardín comenzó a brillar. Decenas de cegadores fogonazos de luz refulgían y se reflectaban en los globos que, junto con las guirnaldas, adornaban el entorno. Hubiera preferido que fuera un cielo plagado de luceros y otros cuerpos celestes, pero no, eran los flashes de los teléfonos móviles que intentaban captar una instantánea del momento.
Los invitados estaban entregados. Todos querían foto, unos conmigo y otros en solitario. Para ello adoptaban posturitas, los perfiles más fotogénicos y sus mejores sonrisas. También había quienes, como algunas chicas, ponían morritos mientras con sus dedos índice y corazón formaban una V y colocaban sus piernas en posiciones extrañas… Estas últimas podían hacerse treinta o cuarenta fotos idénticas, para luego, entre todas ellas, escoger una, la que subirían a su Instagram con el objetivo de ganar followers.
La situación era lo más similar a estar sobre la alfombra roja de la gala de los Premios Óscar, en pleno Hollywood. Me sentía una rutilante estrella, aunque no de las que cubren el firmamento, sino de las que inundan las grandes pantallas de los cines. De haberlo sabido, me habría traído las gafas de sol para proteger mis ojos.
Aquellos «relámpagos» no tardaron en dar paso a un estruendoso batir de palmas; este resonó en el ambiente al igual que un estrepitoso trueno en un día de tormenta.
«¡Porque es un muchacho excelente, porque es un muchacho excelente, porque es un muchacho excelenteee, y siempre lo será, y siempre lo será y siempre lo serááá», siguieron cantando quienes me rodeaban, entretanto pensaba: «¡Qué bochorno! ¡Ojalá esta embarazosa situación acabe cuanto antes!».
Y volví a echar de menos aquellas gafas, pero ahora acompañadas de una gabardina con la que pasar inadvertido; sí, una de esas tipo espía, color beis, de las que los agentes secretos hacen uso en las películas con el fin de no ser reconocidos. Cosa que, dicho sea de paso, creo que es una mayúscula absurdidad, porque, si con ese atuendo pretenden no llamar la atención, es señal de que no se han visto reflejados en un espejo.
Con la cara colorada, tanto como la alfombra de aquellos premios, tanto como el uniforme de un bombero, me dispuse a tomar posición para apagar el fuego de las velas; entonces las madres empezaron a corear: «¡Que pida un deseo! ¡Que pida un deseo! ¡Vamos!, Enrique, ¡pide un deseo!». A la par que mis dos amigos predilectos —Jorge y Eduardo, con quienes componía el EJE (nuestro club secreto)— repetían esas mismas palabras con cierto tono burlón.
Ante el apuro, busqué la mirada cómplice de Lara, capaz de derretir el más gélido de los hielos y, por supuesto, un simple cubito como yo; era mi mejor amiga, quien solía tenderme una mano amable cuando intuía que me encontraba mal y cuya mera sonrisa me insuflaba ánimos…, como en esta ocasión.
Acto seguido, todos enmudecieron. Mi rostro mostraba concentración, como si con mi mente intentara usar poderes telequinésicos. Creerían que estaba pensando en mi tan ansiado deseo, aunque lo cierto es que no se me ocurrió nada, así que mantuve el suspense durante un tiempo prudencial para complacer a las madres.
Aquellos segundos parecieron prolongarse mucho más; posiblemente, el lapso equivaliera a un minuto de microondas; al último de la lavadora cuando está centrifugando; o a los cinco del final de una clase de matemáticas… ¡Mejor todavía!, a los que añade un árbitro al haber transcurrido los noventa reglamentarios de un partido de fútbol.
Y tras «el relámpago» (de los flashes) y «el trueno» (de los aplausos), un fuerte «vendaval», procedente de mi boca, provocó que las llamas que brotaban tímidamente de las velas se esfumaran de un plumazo.
Oficialmente, tenía un año más, no cabía vuelta atrás. Cumplir años era algo que, por un lado, me horrorizaba; cada vez que incorporaba uno más a mi saldo, nuevas obligaciones surgían: «A partir de ahora tendrás que…». «Yo con esa edad ya hacía…», me decían, como si esas frases vinieran establecidas en el manual de Cómo ser auténticos padres. Por otro lado, nacían derechos, que de eso bien sabe mi progenitor que es abogado: tendría acceso a películas y series que antes no me dejaban ver; podría acostarme unos minutos más tarde y negociar otro horario de salidas con mis amigos y, lo más importante, estaría más cerca de la tan ansiada mayoría de edad.
Antes había tenido lugar la copiosa merendola a base de sándwiches, minibocadillos, saladitos, frutos secos, embutidos, patatas fritas de bolsa…, con el mejor de los maridajes posible: refrescos y zumos de todos los sabores. Menos mal que los invitados habían dejado un hueco, en sus respectivos estómagos, para probar aquella deliciosa tarta procedente de mi confitería favorita; una obra de arte culinaria hecha con suculento chocolate y sabrosa nata, que te incitaba, una vez terminada la porción, a lamer el plato.
Como colofón, llegó la entrega de regalos. Empezaron a darme paquetes de todos los tamaños. Algunos concienzudamente envueltos, que desprecintaba con cuidado, hasta que mis compañeros me alentaron a que lo hiciera deprisa; según ellos, destrozar el papel atraía la buena suerte… Y en ello puse todo mi empeño.
Se notaba a leguas que sabían cuáles eran mis gustos y que se habían esmerado a la hora de elegir los presentes. Entre otros muchos, y al ser un enamorado de la cultura nipona, me encontré con un manga; camisetas con caracteres kanji estampados; un aikidōgi (vulgarmente conocido como quimono), ya que en el que usaba para practicar aikidō asomaban varios agujeros, como un queso emmental.
Un dibujo de una persona Descripción generada automáticamente con confianza mediaDespués, tocaba la hora de seguir con los móviles y ponernos al día, por si había tenido lugar algo relevante en los últimos minutos y ninguno nos habíamos enterado. Y de no ser así, era perentorio actualizar el estado de WhatsApp y, ya de paso, también el de Facebook, o subir algún vídeo a TikTok…, pero mi padre —Miguel— y mi madre —Isabel—, lo habían dispuesto todo para que mis amigos y yo gozáramos sin tener que hacer uso de tecnologías… Incluso contrataron a un mago, que más que mago parecía humorista. Nuestras carcajadas se sucedían ante tan nefasto espectáculo; menuda mierda de trucos, en especial cuando fue a hacer aparecer un conejo blanco, extrayéndolo de la chistera, y se dio cuenta de que se había escapado.
Esta no era ni por asomo la celebración que había imaginado. Yo quería ir al cine con mis amigos y ver alguna película chula. Quizá podría sentarme al lado de Lara, compartir palomitas, sentir el roce de nuestros codos sobre el apoyabrazos mientras mi corazón latía a mil por hora… Ir al rocódromo, tomar unas pizzas, y quién sabe qué más, pero esta idea no la contemplaron mis padres; mi propuesta pasó por sus oídos tan rápido como un cometa, ¿por qué se empeñan en seguir tratándome como a un crío?
Una vez «disfrutamos» del esperpéntico show, el traicionero aburrimiento vino con intención de quedarse. Nos miramos unos a otros, pensativos, confundidos, buscando, en aquel insondable silencio, respuesta a la única pregunta posible: «¿Y qué hacemos ahora?». Sobre nuestras cabezas sobrevoló una vez más la idea de coger los móviles y clavar nuestras pupilas sobre las pantallas, hasta que alguien propuso algo…
—¡Sé lo que haremos! —exclamó Damián.
—¿El qué, si se puede saber? —inquirí.
—¿Tienes un balón?
—Sí, ¿cómo no voy a tener uno?
—¡Genial! ¡Echemos un partido de fútbol! —sentenció Damián, como si se le hubiera ocurrido la más brillante y original de las ideas.
—¡Venga!, ya estamos tardando, elijamos a los jugadores —dijo otro.
—¿Cómo que los jugadores? ¿Y qué pasa con las jugadoras? ¿Insinúas que nosotras no vamos a participar? —apuntó Mar, defensora de la igualdad.
Quedamos estupefactos, tenía que decir algo…
—Mar, si os apuntáis, estupendo. Un partido de chicos contra chicas —apunté con la mejor de mis intenciones.
—Querrás decir de chicas contra chicos —me corrigió.
—No, chicos contra chicas —afirmó Damián con rotundidad y tono airado, creyéndose superior.
—Como tú prefieras decirlo —concedió Mar, a quien le resbalaban las palabras proferidas por Damián; sabía de sobra cómo era él…, dado a quedar siempre por encima de los demás.
—Por cierto, ¿el balón será reglamentario? —apuntó otra vez Mar, también defensora de la legalidad.
No hubo contestación para esta última cuestión porque, de pronto, reinó el caos; todos salieron corriendo a formar los equipos. Sin embargo, antes de ir a por la pelota, se requería un trámite previo…
Fui en busca de mi padre para pedir permiso. Necesitaba su beneplácito. Me había prohibido jugar al fútbol en el jardín, sobre todo porque el balón solía acabar en casa del vecino, el señor Borjell, quien estaba cansado de tener que devolvérmelo: «¿¡Me has visto cara de recogepelotas!? ¡La próxima vez te lo va a dar Rita!», me largaba a voces. Y no quedaba ahí la cosa, sino que llegaba más lejos, no eran pocas las veces que me amenazaba con quedárselo en propiedad.
Y ahí estaba yo, con la intención de preguntar a mi padre si nos dejaba. Justo frente a mí se erigía él. Éramos dos vaqueros que se batían en duelo en el lejano Oeste, a punto de desenfundar los revólveres sobre un suelo árido, entre estepicursores arrastrados por el viento.
Mis compañeros nos rodeaban; en concreto, me sentí arropado por Jorge y Eduardo que me escoltaban de cerca. El silencio volvió a ser absoluto; aunque echaba en falta la música wéstern para mayor realismo.
¿Qué desenfundaría mi padre? ¿Sería un «sí forzado» o un «no rotundo»? Podría adelantarme a su respuesta, poniéndolo en un severo aprieto: «¿Verdad que no te opones?». O quizá, debería guardar un as en mi manga, tal que: «Si no nos dejas, tendremos que entrar en casa y "enchufar la Play", ¿te imaginas a más de veinte adolescentes en el salón? Sí, justo allí, recostados sobre el chaise longue, rozando con las zapatillas la nívea tapicería, estampando las huellas sobre los cristales de la mesa o acercándose a las vitrinas donde lucen tus impolutos trofeos de golf».
Un dibujo de una persona Descripción generada automáticamente con confianza mediaCAPÍTULO 2
MI DECISIÓN
(by Miguel, el padre)
Sin apenas percatarme, me vi rodeado por una retahíla de diminutos ojos que me observaban; era una emboscada en toda regla, una estrategia trazada con perfección napoleónica. Enseguida, reparé en los de Enrique, conocía de sobra esa mirada que se mostraba como un libro abierto.
—¿Nos das permiso para echar un partido de fútbol? —soltó a bocajarro, como el que no quiere la cosa, como si no conociera de sobra cuáles son mis normas.
Comenzó a temblarme la ceja derecha, señal de que empezaba a alterarme y los nervios me traicionaban. Cuando me sentía de este modo, mi trémula ceja no cesaba de subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar… Lo hacía a una velocidad pasmosa; parecía que iba a despegar de la cara y salir despedida a propulsión, al igual que un cohete a la conquista del espacio exterior. Así, durante un buen rato, hasta que, por fin, una vez pasado el trance, el brete o el instante delicado en cuestión, volvía a detenerse,
