Canoas
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Una fascinante constelación formada por siete relatos y una novela corta protagonizados por personajes femeninos.
Canoas reúne una novela corta y siete relatos que orbitan a su alrededor y están interconectados entre sí por vínculos subterráneos. Hay dos hilos que entrelazan las historias: la presencia de voces —sus ecos, sus reverberaciones— y de personajes femeninos, protagonistas de estas narraciones.
La novela, titulada «Mustang», cuenta la historia de una mujer que se muda con su familia a las afueras de Denver, con las Montañas Rocosas asomando a lo lejos. Aunque el marido y el hijo se adaptan sin demasiados problemas al nuevo entorno, ella se siente cada vez más aislada y sola.
Entre las protagonistas de los relatos encontramos a una mujer que contempla una mandíbula paleolítica casi intacta mientras recuerda que del novio piloto de una amiga de su madre no quedó ni el más mínimo resto tras un accidente de helicóptero. También a dos amigas que se reencuentran después de mucho tiempo y una descubre que la voz de la otra, locutora de radio, se ha hecho mucho más grave y dura. Y a una mujer que graba un poema de Poe para dos hermanas que coleccionan voces. Y a una anciana solitaria que recibe la visita de una periodista a la que le cuenta que tuvo contacto con extraterrestres. Y la voz de una mujer fallecida que permanece en el contestador del marido viudo como un último vestigio de su existencia…
Maylis de Kerangal arma con estas historias un libro poderoso que explora los sentimientos humanos, las pérdidas y la permanencia, las incertidumbres de la existencia. Un libro compuesto por piezas independientes que acaban configurando un mosaico deslumbrante de voces y personajes.
Maylis de Kerangal
Maylis de Kerangal is the author of twenty novels and short-story collections, including three that have been translated into English by Jessica Moore and published by Talonbooks: Painting Time, Birth of a Bridge (Prix Médicis, Prix Franz Hessel, Premio Gregor von Rezzori), and Mend the Living (winner of a dozen literary prizes, translated into forty languages, adapted for cinema and theatre). She was an associate artist at the Musée d’Orsay in 2019–2020 and Chair of Literature at Sciences Po Paris in 2020. She lives and works in Paris.
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Canoas - Maylis de Kerangal
Índice
Portada
Vivac
Arroyo y limalla de hierro
Mustang
Nevermore
Un ave ligera
After
Ontario
Ariane espacio
Notas
Créditos
Vivac
Esperaba a que pasase el tiempo, tumbada en un sillón de dentista inclinado en posición horizontal, los ojos perdidos en el falso techo de poliestireno, los pies en el aire, y mordía una pasta a base de alginato con sabor a flúor que se endurecía contra mis dientes. La barahúnda del bulevar me llegaba de lejos, la joven ayudante de pie detrás de mí hacía tintinear los utensilios en la encimera y yo percibía una tenue música oriental en ese pequeño caos primitivo mientras se realizaba la toma de moldes. Así que tenía la boca llena y, mientras me concentraba para no tragarme algo, la dentista se me acercó y tendió su móvil bajo mis ojos: fíjese en esto, es una mandíbula humana del Mesolítico, se encontró en 2008 en la rue Henry-Farman, del distrito XV.
En la pantalla, iluminada sobre fondo oscuro cual objeto precioso, reconocí nítidamente una mandíbula, un hueso que contenía aún cuatro muelas en sus alvéolos, y cuyo mentón, saliente, reflejaba un atisbo de apetito, una fuerza, una voluntad. Buenos dientes, aun estando tan gastados. La mandíbula es importantísima, prosiguió la dentista con voz aflautada, al tiempo que deslizaba el teléfono en el bolsillo de su bata, es el único hueso móvil del rostro, y hablar, comer, ver bien o incluso mantenerse en pie, en equilibrio, todas esas cosas la atañen: nuestro organismo está suspendido en ese columpio. Cerré los ojos.
Desde hace unos meses, vértigos y migrañas me amargan la vida. Sobrevienen en cualquier momento, atacan de golpe y porrazo –las cefaleas más bien ya entrado el día–. Intento buscar afinidades en su irrupción, si es la falta de sueño, el abuso de alcohol, una contrariedad, pero no encuentro nada, y me he convertido en una mujer cautelosa, vulnerable, insegura. Ayer mismo, a media tarde, amarrada a la traducción urgente y mal remunerada de los subtítulos de una temporada entera de la serie Out Into the Open –seis adolescentes en fuga sobreviven en un bosque de Oregón–, el dolor trepidó en mi sien, furtivo al principio, casi clandestino, pero solapado, y capaz, lo sabía por experiencia, de inflamarme la cabeza de un segundo a otro. El piso se sumergía no obstante en un silencio espeso, cargado de esa resonancia que cobran los lugares familiares en las horas muertas, cuando están desiertos, desactivados, semejantes a los campos base abandonados, y donde se yerguen, al contemplarlos largo rato, formas indescifrables, relieves desconocidos, rastros extraños. Veinte minutos después, me hallaba tumbada en la oscuridad.
¿Vamos allá? La dentista ha consultado el reloj y se ha ajustado la mascarilla azul bajo sus ojos persas, he abierto la boca de par en par y se ha inclinado sobre mí para proceder al vaciado de mi maxilar superior, moviendo con fuerza el mango de la cuchara de metal hundida bajo mi paladar –me ha sorprendido su vigor, me ha parecido que se me iban a aflojar los dientes–, luego la ha examinado largo rato, orientándola hacia la luz bajo todos los ángulos, para después asentir, satisfecha, mientras yo escupía piedrecillas, granos de pasta rosa en un bol. Estupendo, ahora vamos a hacer lo mismo con la arcada dental inferior. Ha deambulado por la estancia, ágil con sus deportivas rojas, andar digitígrado, cintura fina de bailarina y trenza acompasada; a continuación se ha encaramado a un taburete junto al sillón, ha preparado en su mesita otra dosis de alginato entremezclada con agua, concentrada, mientras yo me restregaba la barbilla con papel de cocina. ¿Dónde estaba la mandíbula prehistórica?, me oí preguntar –las palabras atravesando mis labios como otras tantas piedrecillas, últimos granos de pasta rosa– al tiempo que observaba sus brazos trabajando, redondos y musculosos, salpicados de pecas. Aguarde, lo vemos después. Se ha levantado, ha vuelto a embutirme en la boca el portaimpresiones bien repleto –un puré de textura crujiente–, y la he oído aclararse las manos en la pila antes de contestarme con su voz diáfana: en la rue Henry-Farman, en la zona del helipuerto de París, metro Balard.
Mi mirada volvió a vagar por el falso techo, vislumbré el meandro del Sena a la altura de Boulogne, las islas, el bulevar periférico mientras esos tres nombres, Farman-helipuerto-Balard, nombres que fraguan rápido también, resonaban en mis oídos, devolviéndome aquel barrio donde vivía Olive Formose, su piso donde fui a pasar tres días el año en que cumplí trece, y progresivamente el cuadriculado de las baldosas de poliestireno encima de mí, su relieve como de copos, aéreo, no ha dibujado ya más que una vasta confluencia, una zona de encuentros y confusión, donde los recuerdos formaban torbellinos cual baïnes.
La llamaba a veces tía Olive, lo cual no le gustaba: Olive Formose no era tía mía, sino una amiga de mi madre que se había ido a vivir a París tras morir su novio en un accidente de helicóptero acaecido por Le Havre –tendría yo tres o cuatro años–. Sabía de ella que vivía sola, no tenía hijos y trabajaba para la televisión, pocas cosas en definitiva, pero datos sustanciales –la tragedia y la industria del espectáculo, la soledadque esbozaban los contornos de una figura femenina intrigante, íntima, pero de lo más ajena al mundo que me era familiar. Olive no venía nunca a vernos, escribía poco, telefoneaba raramente, sin embargo mi madre no dejaba pasar un año sin ir a verla unos días a París, y nunca dejó de acudir a esa cita, que debía de obligarla a todas luces, ahora me doy cuenta, a negociar su ausencia con mi padre, y no poca organización, pues a mis hermanos no había quien los aguantase la víspera de su marcha, y yo, por mi parte, me mostraba blanda, distante, sin que tampoco evitara ponerla en aprietos, y eso que me encantaba ser la hija de una mujer que iba a ver a su amiga a París, y el que no hubiera podido ir habría supuesto igualmente mi derrota; no obstante era superior a mis fuerzas: junto a Olive, lo veía en las fotos en que posaban ambas en lugares desconocidos, risueñas y legendarias, pitillo en boca, pelo revuelto y piernas bronceadas, mi madre pasaba a ser otra, una mujer extraña, misteriosa, y me daba celos ese misterio.
Un día de noviembre, durante las vacaciones de Todos los Santos, soy yo quien se va. Cruzo la estación de Le Havre como una reina, ataviada con una gabardina de lana color burdeos y ceñida, Levi’s y deportivas nuevas, las manos apretadas sobre el mango de una bolsa de viaje de tela con guarniciones de cuero, sin cruzar una mirada con los hermanos que me han acompañado, envidiosos, crispados, gimiendo sobre su suerte mientras que yo me escapo. Olive está ahí, junto a los raíles, más pequeña y más vieja que en mi recuerdo, vestida con un pantalón de pinzas, una chaqueta kimono príncipe de Gales, tocada con una boina negra. Labios rojos, me sonríe, la cabeza ladeada, noto que me examina. Eres alta para tu edad, cae la noche, nos vamos en metro, memorizo el nombre de las estaciones de la línea, luego la estación término, una cervecería en la place Balard, supongo que tendrás hambre, las luces rebotan en los tubos dorados, no despego los ojos de ella, el camarero tiene labio leporino y la llama miss Olive, me tomo un entrecot con patatas fritas y una mousse de chocolate y ella cena un huevo escalfado; ahora estamos pegadas en el estrecho ascensor, el pequeño apartamento del último piso se abre al cielo nocturno y el Sena espejea a lo lejos. Olive se sirve un whisky y pega durante largo rato la frente en el ventanal. Me alegro de conocerte. Hay un saco de dormir en la banqueta del salón, poso la cabeza en un cojín de batik, haces luminosos barren el techo, aureolas azuladas se deslizan por las paredes: duermo al raso. Out Into the Open. En la noche, oigo los helicópteros.
El aparato había explotado en el instante en que una de las palas del rotor tocó la superficie del agua y su novio, que pilotaba, se había desintegrado en la atmósfera. La materia de su cuerpo pulverizada, diseminada en la superficie del mar, aniquilada en la Mancha opaca. Calor y polvo. A veces la sorprendía siguiendo con los ojos el vuelo de los artefactos más allá del Periférico, y hablaba sola, dejando un halo de vaho en el cristal –me preguntaba si oía una voz–. Hacíamos todas nuestras comidas en el café –ella no cocinaba nunca–, por las noches íbamos al cine en el Odéon, y una mañana la acompañé a la televisión. La gran vida. El último día, al atardecer, estallan los truenos, los relámpagos cercenan el cielo y se estremecen los cristales. Es tu última noche. Nos tomamos una copa de aguardiente. He crecido. Mi centro de gravedad se ha desplazado unos centímetros.
¡Venga! Han pasado los tres minutos, hay que sacar el vaciado. Abro los ojos al cielo de poliestireno donde danzan los helicópteros. La dentista se inclina sobre mí, muy cerca –su dije, una pequeña canoa-kayak de metal dorado, se balancea en la punta de mi nariz–. Enseguida acabo y la libero.
Más adelante, rellena distintos formularios informatizados –presupuestos, facturas, papeleo–, y paseo la mirada por su consultorio. Me detengo en algunos moldes dentales agrupados en un rincón, entre los bolígrafos publicitarios y otros goodies de laboratorios, impresionada de inmediato por esas extrañas réplicas de yeso azul, rosa o gris, por esas mandíbulas humanas solitarias y tácitas, como sustraídas de su esqueleto; algunas de ellas, abiertas