Los Burnell: Preludio, En la bahía y La casa de muñecas
Por Katherine Mansfield, Patricia Antón y Andrea Reyes
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Esta edición reúne tres de los relatos más importantes y autobiográficos de Katherine Mansfield: Preludio (1918), En la bahía (1922) y La casa de muñecas (1923). Juntos conforman un tríptico que nos acerca a los Burnell, una de las familias más fascinantes de la literatura universal.
«La única escritura por la que he sentido envidia». Virginia Woolf
Katherine Mansfield
Katherine Mansfield (1888–1923) was born in Wellington, New Zealand, and settled in Europe to finish her education. She published her first short fiction in The New Age, then in Rhythm, whose editor, the British writer and critic John Middleton Murry, she soon married. Her writing contributed to the development of the stream of consciousness technique and to the modernist use of multiple viewpoints, and her style has had a powerful influence on the development of the short story form.
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Los Burnell - Katherine Mansfield
LA AUTORA
Katherine Mansfield, seudónimo de Kathleen Beauchamp, nació en Wellington, Nueva Zelanda, en 1888. Su padre, primo de la escritora Elizabeth von Arnim, era un próspero banquero, por lo que Katherine, que fue criada por su abuela, estudió en los mejores colegios. En 1893 la familia se trasladó a las afueras de la ciudad, donde nació su hermano Leslie. Sus padres la enviaron a estudiar a Reino Unido, en el Queen’s College, donde entró en contacto con diversos círculos artísticos y conoció a la que sería su amante, la escritora Ida Baker. Al terminar sus estudios, sus padres le ordenaron volver a Nueva Zelanda, pero no tardaría en regresar a Inglaterra, donde se entregó a la vida bohemia. Se quedó embarazada de Garnet Trowell, pero sus padres se opusieron a la relación de la misma forma que se opusieron a sus deseos de dedicarse profesionalmente al violonchelo. Se casó con un cantante once años mayor que ella al que abandonó en la noche de bodas. Cuando informó a sus padres de su estado, su madre se la llevó a Baviera para mantener en secreto tanto su embarazo como su relación con Baker. Allí sufrió un aborto, tras lo que regresó a Londres; no volvería a ver nunca más a su madre, que a su vez la desheredó. Su experiencia en Alemania le serviría de inspiración para sus primeros relatos, publicados en En una pensión alemana (1911). La muerte de su hermano Leslie en el frente de la Primera Guerra Mundial la llevó a refugiarse en sus recuerdos felices de la infancia. En 1917 enfermó de tuberculosis y viajó por toda Europa buscando una cura. En 1918 se casó con su editor, John Middleton Murry, aunque se separaron dos meses después. Con la publicación de Felicidad (1920) y Fiesta en el jardín (1922) alcanza el reconocimiento como escritora. Murió en 1923 de hemorragia pulmonar con tan solo treinta y cuatro años y convertida en una de las cuentistas más importantes del siglo xx y una figura clave del modernismo anglosajón.
LA TRADUCTORA
Patricia Antón de Vez se dedica en exclusiva a la traducción literaria desde hace más de veinticinco años. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, llegó a la traducción desde la corrección de estilo. Ha vertido al castellano multitud de títulos de narrativa y ensayo, pero también de literatura infantil y juvenil o artículos para prensa. Entre los muchos autores que ha traducido cabe destacar a Kate Atkinson, Khaled Hosseini, Mark Haddon, Joyce Carol Oates, John Cheever, Louise Penny, Claire Messud, Nancy y Jessica Mitford, Chris Stewart, Howard Fast, Damon Galgut, Margaret Atwood, Stephen King o William Trevor. Melómana confesa, siempre ha creído que para traducir hay que tener oído y musicalidad, porque al fin y al cabo el traductor, como el músico, se dedica a interpretar una partitura ajena. También cree que la traducción literaria es un oficio precioso que requiere grandes dosis de tesón y de pasión.
En Trotalibros Editorial ha traducido Rostros en el agua, de Janet Frame (Piteas 9) y Horizontes perdidos, de James Hilton (Piteas 19)
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LA ILUSTRADORA
La curiosidad y la poesía son, para Andrea Reyes (Madrid, 1993), la forma de mirar la vida. El dibujo y la literatura, sus medios favoritos para comprenderla y compartirla.
Estudió la carrera de Humanidades, hizo un máster en Periodismo Cultural y ha trabajado en revistas literarias, editoriales, ferias culturales, museos y una tienda de encuadernación. Desde entonces, en paralelo, ha ilustrado para Ediciones Encuentro, Valparaíso, Hiperión, Periférica, Valnera o la Feria del Libro de Madrid, formado parte de campañas como Libros a la Calle y expuesto su trabajo (que casi siempre gira en torno a los libros y sus lugares) en la Casa de América, la biblioteca pública Iván de Vargas y las librerías Polifemo y Tipos Infames. Fue en una librería donde descubrió su vocación, y ahora, dichosamente, durante una mitad del día recomienda libros y, durante la otra, los ilustra.
LOS BURNELL
PRELUDIO · EN LA BAHÍA · LA CASA DE MUÑECAS
Primera edición: octubre de 2023
Título original: Prelude, At the Bay & The Doll’s House
© de la traducción: Patricia Antón
© de las ilustraciones: Andrea Reyes
© de la nota del editor: Jan Arimany
© de esta edición:
Trotalibros Editorial
C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª
AD500 Andorra la Vella, Andorra
hola@trotalibros.com
www.trotalibros.com
ISBN: 978-99920-76-54-5
Depósito legal: AND.343-2023
Maquetación y diseño interior: Klapp
Corrección: Marisa Muñoz
Diseño de la colección y cubierta: Klapp
Impresión y encuadernación: Liberdúplex
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
KATHERINE MANSFIELD
LOS BURNELL
PRELUDIO · EN LA BAHÍA · LA CASA DE MUÑECAS
TRADUCCIÓN DE PATRICIA ANTÓN
ILUSTRACIONES DE ANDREA REYES
PITEAS · 24
PRELUDIO
I
No quedaba ni un centímetro de espacio para Lottie y Kezia en la calesa. Cuando Pat las cogió en volandas y las sentó sobre el equipaje, se tambalearon; el regazo de la abuela ya estaba ocupado y Linda Burnell no habría podido cargar con el peso de una niña en el suyo ni durante un pequeño trecho. Isabel, muy altiva, se había encaramado al pescante junto al nuevo mozo. En el suelo se amontonaban bolsas de viaje, maletas y cajas.
—Son imprescindibles para mí, no quiero perderlas de vista ni un instante —declaró Linda Burnell con la voz temblorosa de cansancio y emoción.
Plantadas en el césped junto a la verja, Lottie y Kezia parecían preparadas para la batalla con sus abrigos de botones dorados con anclas y sus gorritos marineros con cintas bordadas. Cogidas de la mano, con los ojos muy abiertos y solemnes, miraron primero las cosas imprescindibles y luego a su madre.
—Tendremos que dejarlas aquí. No hay alternativa. Tendremos que abandonarlas —dijo Linda Burnell.
De sus labios brotó una risita inusitada; se reclinó sobre los cojines de cuero capitoné y cerró los ojos mientras los labios le temblaban de risa. Por suerte, en ese momento, la señora de Samuel Josephs, que había observado la escena desde detrás de la persiana del salón, se les acercaba con andares de pato por el sendero del jardín.
—¿Por qué no deja a laz niñaz conmigo ezta tarde, zeñora Burnell? Podrán ir en el carro del tendero cuando venga ezta noche. Ezaz cozaz que hay en el camino tienen que llevárzelaz también, ¿no?
—Sí, hay que llevarse todo lo que esté fuera de la casa —confirmó Linda Burnell, y señaló con su blanca mano hacia las mesas y sillas patas arriba en el jardín delantero. ¡Qué absurdas parecían! Deberían estar al revés, o bien eran Lottie y Kezia quienes deberían estar cabeza abajo. Y tuvo ganas de decir: «Haced el pino, niñas, y esperad al tendero». Le pareció una idea tan exquisitamente graciosa que apenas pudo prestar atención a la señora de Samuel Josephs.
El cuerpo gordo y decrépito se inclinó sobre la verja y la cara grandota y gelatinosa sonrió.
—No ze preocupe, zeñora Burnell. Lottie y Kezia pueden merendar con loz niñoz en el cuarto de jugar y yo me ocuparé de que ze zuban al carro dezpuéz.
La abuela le dio vueltas al asunto.
—Sí, es el mejor plan, desde luego. Le estamos muy agradecidas, señora de Samuel Josephs. Niñas, dadle las gracias a la señora de Samuel Josephs.
Siguieron dos gorjeos apagados:
—Gracias, señora de Samuel Josephs.
—Y sed buenas niñas y… venid aquí —se acercaron a ella— … no olvidéis avisar a la señora de Samuel Josephs cuando queráis…
—No, abuela.
—No ze preocupe, zeñora Burnell.
En el último momento, Kezia soltó la mano de Lottie y corrió hacia la calesa.
—¡Quiero darle otro beso de despedida a la abuelita!
Pero ya era tarde. La calesa se alejaba cuesta arriba, con Isabel rebosante de orgullo y desdeñando al mundo entero, Linda Burnell postrada y la abuela hurgando en busca de algo que darle a su hija entre los curiosos cachivaches que había metido en el último momento en su bolsito de seda negra. La calesa, titilando bajo el sol y la nube de fino polvo dorado, ascendió por la ladera, coronó la colina y desapareció. Kezia se mordió el labio, pero Lottie se le adelantó y, sacando el pañuelo con cuidado, soltó un gemido:
—¡Mamá! ¡Abuela!
La señora de Samuel Josephs la envolvió como si fuera una enorme y cálida cubretetera de seda negra.
—No paza nada, querida. Tienez que zer una niña valiente. Ven a jugar al cuarto de loz niñoz.
Rodeó con el brazo a la llorosa Lottie y se la llevó. Kezia las siguió, haciendo una mueca ante la cinturilla de la falda de la señora de Samuel Josephs, desabrochada como de costumbre, y de la que asomaban dos largas cintas rosas del corsé…
El llanto de Lottie se calmó a medida que subía por las escaleras, pero su aparición en la entrada del cuarto de jugar con los ojos hinchados y la nariz congestionada les hizo mucha gracia a los hijos de S. J., que estaban sentados en dos bancos ante una larga mesa cubierta con hule; sobre ella se habían dispuesto enormes platos de pan con manteca y dos jarras marrones que humeaban levemente.
—¡Hola! ¡Has llorado!
—¡Anda! Qué ojos tan hundidos.
—Y qué nariz tan rara tiene, ¿no?
—Estás toda roja y llena de manchas.
Lottie era el absoluto centro de atención. Al darse cuenta se hinchió de orgullo y sonrió con timidez.
—Ve a zentarte al lado de Zaidi, pequeña —dijo la señora de Samuel Josephs—, y Kezia, tú ziéntate en la punta, al lado de Mozez.
Moses sonrió y le dio un pellizco cuando se sentaba; pero ella fingió no darse cuenta. Cómo odiaba a los chicos.
—¿Qué vas a tomar? —preguntó Stanley inclinándose educadamente desde el otro lado de la mesa y sonriéndole—. ¿Qué quieres para empezar: fresas con nata o pan con manteca?
—Fresas con nata, por favor —respondió la niña.
—¡Ja, ja, ja!
Cómo reían todos, cómo aporreaban la mesa con sus cucharillas. ¡Menuda tomadura de pelo! ¡La había engañado! ¡El bueno de Stan!
—¡Mamá! Ha creído que hablaba en serio.
Ni siquiera la señora de Samuel Josephs pudo evitar sonreír mientras les servía leche y agua.
—No deberíaz burlarte de ellaz en zu último día —dijo por lo bajo.
Pero Kezia le dio un buen mordisco a su pan con manteca y luego dejó el trozo restante de pie en su plato. El hueco de la parte mordida formaba una especie de puertecita muy graciosa. ¡Bah! Daba igual. Una lágrima le surcaba la mejilla, pero no lloraba. No estaba dispuesta a llorar delante de aquellos horribles hijos de Samuel Josephs. Agachó la cabeza y, cuando la lágrima rodó despacio, la atrapó con un rápido y leve movimiento
