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La casa de Bonmati
La casa de Bonmati
La casa de Bonmati
Libro electrónico250 páginas2 horas

La casa de Bonmati

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Información de este libro electrónico

En la línea de escalofriantes sagas como Poltergeist o Expediente Warren, La casa de Bomnati nos presenta a la familia de Pedro, a quienes se les presenta una gran oportunidad: podrán vivir en la antigua casa Bonmati sin pagar alquiler, a cambio de mantenerla y cuidar del jardín. Sin embargo, en cuanto se instalan, tanto Pedro como su esposa y sus hijos empiezan a experimentar todo tipo de fenómenos extraños. El infierno está a punto de abrir sus puertas y arrastrarlos a todos.
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento8 jul 2022
ISBN9788728330944
La casa de Bonmati
Autor

Claudio Hernandez

Claudio Hernandez è uno scritto spagnolo autore di numerosi romanzi gialli. Ha anche scritto opere che riguardano la vita di Stephen King, il famosissimo autore di film e romanzi thriller da cui lo stesso Hernandez prende spunto per scrivere le sue opere.

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    La casa de Bonmati - Claudio Hernandez

    La casa de Bonmati

    Copyright © 2019, 2022 Claudio Hernández and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728330944

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Este libro se lo dedico a mi esposa Mary, quien me aguanta cada día mis niñeces, como esta. Y espero que nunca acabe. Otra vez he escrito otra de mis locuras. Esta historia está basada en hechos reales y fue una época en la que uno desea olvidar para siempre... Ah! Y a mis lectoras cero Vanessa, Dulce y Sheila. Con Sheila por partida doble por corregirme el texto íntegro... Y a mi padre Ángel...

    Prólogo

    Y el gato se bufó, abriendo sus ojos verdosos y mostrando sus afilados colmillos. Sus uñas rasgaron el aire como cuchillos cortantes; arañando, de paso, el pecho de Antonia. La sangre empezó a brotar de dos líneas rectas y ella sintió el calor de su sangre, lívida y resbaladiza.

    Después, el maullido agudo se difuminó dentro del bosque que rodeaba la casa, arropada por grandes árboles centenarios cuyas ramas, como largos brazos, descansaban sobre sus paredes.

    Y el cristal de la ventana del ático se rajó como una telaraña, produciendo un ruido inquietante que hizo que los nuevos inquilinos se apartaran súbitamente de la puerta de la casa, al tiempo que sus cabezas, con los ojos desorbitados, miraron hacia arriba.

    Detrás del cristal, que brillaba como un diamante pulido, bajo los primeros rayos del sol de aquella mañana, se vislumbró una silueta oscura que estaba quieta.

    Como observándoles.

    Después, el perro comenzó a ladrar histérico, mostrando sus feos dientes con una espuma impropia de él.

    Sus rostros estaban enjutos.

    No estaban solos.

    1

    La enorme llave oxidada entró en el ojo de la cerradura magistralmente, pero para girarla hacía falta emplear las dos manos, y esta chirriaba como una condenada dentro del bombín antiguo, como si estuvieran arrastrando unas cadenas herrumbrosas por una pared metálica.

    Valentí, uno de los hermanos de los propietarios de la Masía, era un hombre alto, con una protuberante barriga (siempre escondida bajo una chaqueta azul de ejecutivo). Era calvo, y sus ojos, hundidos en sus cuencas, eran oscuros. Sus labios carnosos parecían estar relamiéndose el aceite que brillaba todavía en ellos. Sus rechonchas manos se volvieron blancas al girar tres veces la llave. Después, al retirar esta de la cerradura, sus nudillos se volvían rosados. No tenía bigote ni barba rala, y su voz era ronca y grave.

    —Hace tiempo que tenemos la casa cerrada —se excusó el hombre de unos setenta años de edad mientras miraba bajo los rayos del sol la llave inmensa (del tamaño de una llave inglesa) que ahora sostenía en la palma de la mano.

    —¿Desde cuándo está vacía? —quiso saber Pedro, el nuevo inquilino, con un rictus en sus labios que parecían dibujar una línea fina.

    —Desde 1970 —respondió Valentí, mirándole a los ojos.

    Pedro no medía más de un metro setenta, pero era de una complexión corpulenta y bastante musculosa. Cada uno de sus brazos podría pasar por los muslos de su mujer, Antonia, por el tamaño descomunal. Sus ojos eran marrones y tampoco tenía barba, aunque muchas veces se la había dejado crecer desmesuradamente. Ese día estaba afeitado por una cuchilla fina. Vestía una camiseta ceñida de color amarillo y unos pantalones vaqueros ajustados. Su calzado preferido eran los mocasines, que solo se quitaba para dormir. Un cinturón ancho rodeaba su cintura de avispa para proteger las hernias discales que tenía.

    —Hace nueve años que está cerrada —dijo en voz baja Pedro, llevándose la mano a la barbilla. Era hombre de pocas palabras, y siempre hablaba con un complejo de inferioridad.

    —Ustedes tienen todo el tiempo del mundo para ponerla bonita —dijo una voz femenina a sus espaldas. Era Ángels, la hermana de Valentí: una mujer rechoncha que, al contrario que sus hermanos —pues eran tres—, no conocía la altura. La mujer, más bien con aspecto de barril en tamaño y proporciones, lucía un cabello corto de color gris brillante. Tenía puesto un vestido de flores, y debajo se le marcaba el enorme sujetador color beige que sostenía sus grandes tetas, que acariciaban la altura de la barriga. Caminaba con lentitud y se quejaba constantemente de su pierna derecha. La mano en la espalda, a la altura de los riñones, era su postura preferida.

    —¡Ya! —Antonia ocultó su descontento.

    Juan (el hijo mayor de Antonia) se había ido hacia el gallinero, que estaba justo a la izquierda conforme entrabas a la casa, en busca de su perro: Dozer. Un nombre un tanto extraño para una mascota; pero peor era el nombre del gato: Whisky.

    Por supuesto, no lo encontró, y empezó a silbar entrecortadamente, pues la lengua se le trababa y el silbido salía resquebrajado, como un graznido.

    Pero sí observó el rastro de sus huellas sobre la tierra, montaña arriba, donde la vista no alcanzaba a ver nada más que miles de ramas —dispuestas de formas extrañas, como relámpagos en una noche de tormenta— haciendo desaparecer el bosque. La mayoría de los árboles eran robles, y los que estaban sobre la colina eran pinos. En la misma puerta de la casa, a unos tres metros, había una Higuera de cerca de setenta años, tan grande como un bosque entero.

    —¡Mamá, Dozer se ha escapado! —vociferó Juan, que contaba con nueve años de edad. Era delgaducho y tenía las manos finas y largas. Esa mañana llevaba unos pantalones de campana —pasados ya de moda— y un jersey de lana gris con rayas oscuras que le había hecho su madre. El chico estaba asfixiándose dentro de ese horno.

    Antonia no contestó.

    —Mamá, Whisky se ha escapado —dijo Pili (la hija menor del matrimonio, cuatro años menor que su hermano). Su cabello se veía oscuro —al contrario que su hermano, que era castaño— y lo llevaba bastante largo. Su melena no tenía formas, sino que era lisa, con el flequillo cortado en línea recta, más arriba de la frente. Era delgada y llevaba un vestido rojo.

    Antonia tampoco contestó esta vez.

    —Tenga, la llave. —Valentí le puso la llave sobre la palma de la mano (que Pedro extendió tembloroso). Y se percató de que esta pesaba bastante—. Ahora es usted el nuevo inquilino de nuestra propiedad más deseada en nuestra familia desde mis abuelos, nuestros padres y ahora: nosotros, los únicos que quedamos. —Tenía el semblante serio, y sus ojos escondieron alguna razón más.

    —Ya le contaremos la historia que tiene nuestra Masía —explicó Ángels, con una gran sonrisa dibujada en su cara arrugada. Era la mayor de los tres hermanos—. Pasaré algunos días hospedada con ustedes, para explicarles la historia de este hogar.

    La cara de Antonia dibujó una línea recta en sus labios y cerró los ojos.

    «Qué asco tenerla en casa para vigilarnos», pensó Antonia mientras desviaba la mirada hacia la Higuera.

    La sangre del pecho ya estaba seca, pero había formado una mancha roja en su blusa blanca con escote.

    Valentí empujó con fuerza la doble puerta de tres metros de alto y cuatro de ancho —dos por cada hoja— y esta chirrió sobre sus oxidadas bisagras, igual que el chillido de una vieja que ha perdido el conocimiento antes de morir en su penosa cama de hospital.

    Los rayos del sol entraron en el interior (como dos grandes linternas encendidas), lamiendo la entrada oscura; pero salió un olor acre y a moho. Y a medida que se abrieron ambas partes de la puerta, la luz cegadora mostró una rancia entrada de paredes desconchadas y telarañas por todas las esquinas, habitadas por grandes arañas oscuras y tenebrosas, con sus ojillos rojos oteando la luz.

    —Esta es la entrada —dijo Valentí, sacudiéndose las manos—. Como podéis ver, el tamaño del recibidor —o de la entrada, como prefiráis— es descomunal. Como el resto de la casa.

    Pedro asintió con la cabeza, pero se hizo a un lado. Antonia puso cara de asco. «Mucha faena para limpiar», pensó.

    El suelo era de piedra (como las calles de la Inglaterra de Jack el destripador), y muchas de las losas que lo componían estaban partidas y desgastadas. Una capa densa de polvo las cubría.

    —Aquí entraban los caballos —explicó Ángels a sus espaldas. Su sonrisa eterna seguía dibujada en su rostro.

    En el frente, dos inmensas escaleras se perdían en la altura. Cada escalón de estas estaba partido y desgastado. Una rata (con unos ojos brillantes y la cola más larga que Antonia había visto en su vida) se deslizó hacia una puerta en la base central, donde se perdió. Había papeles y basura en todos los escalones y más telarañas. Inusual, pues normalmente las arañas se anidan en la altura. Dos cucarachas se siguieron una a la otra en una gran carrera descubriendo sus caparazones marrones.

    A la izquierda había dos puertas de dos metros de alto, de madera vieja y ambas tenían su propia cerradura. Estaban cerradas. A la derecha, una doble puerta más pequeña con cristales escondía una inmensa cocina de leña y pila de piedra.

    —Pasen ustedes —dijo Valentí, extendiendo un brazo hacia el interior con el aire corrupto, como si aquello fuera un cementerio. Un olor nauseabundo impregnó la entrada hacia la salida, como una corriente de aire rancio—. Vamos a mostrarles la casa. Déjenme recordarles —una vez más— que ha estado cerrada mucho tiempo y no está precisamente en sus mejores condiciones; pero, con una capa de pintura y un lavado de cara, quedará como nueva. Lo realmente importante es que es resistente. —. Su mano palpó ahora la pared que se encontraba a su derecha—. Fíjense, que grosor tiene...

    —Cuarenta centímetros de pared de piedra —le atajó Ángels.

    Entonces, de pronto, Pili señaló hacia lo alto de una de las escaleras, y sus labios temblorosos dejaron escapar un susurro.

    —He visto algo allí arriba, papá.

    Pedro le acarició el cabello lacio.

    —Son animales, hija, son animales.

    El rostro de Valentí mostró una mirada fría y distante. Estremecedora, quizá. Permaneció en silencio.

    Un largo y ominoso silencio en el que solo se escucharon los ladridos lejanos de Dozer, incapaz de romper la magia de la calma.

    Finalmente, la visita a la casa se reanudó como si fuera un paseo por un museo lleno de antigüedades

    Valentí abrió la puerta doble de la cocina. Los cristales estaban rajados, y faltaba uno de ellos. Su zapato crujió sobre los cristales del suelo. Bajó la cabeza y descubrió el destino del cristal que faltaba. La puerta chirrió como una condenada, aunque no con la intensidad de la puerta principal. Se escuchó el ruido ajetreado de los cristales del suelo al ser arrastrados por el suelo de cemento.

    La luz del sol se reflejó vagamente en el suelo y en la pared de la entrada de la cocina, como un rayo láser en un puntero. Arrastrando los pies, Valentí se acercó a la ventana de muy reducidas dimensiones (que estaba sobre la pila de piedra) y la abrió, teniendo que soportar otro chirrido.

    El sol penetró por la ventana con una lente bifocal, iluminando una gran mesa en el centro de la cocina. Una enorme cocina de casi cuarenta metros cuadrados.

    La pareja de inquilinos se había quedado a las puertas de la cocina junto a sus hijos que, sorprendidos, oteaban cada rincón de la casa con su mirada inocente. Valentí les invitó a entrar, moviendo una mano.

    —Pasad. Quiero que veáis vuestra nueva cocina que, seguro, será el deleite de todos vosotros. —Y no se equivocó. La cocina fue el único sitio donde nunca sucedió nada extraño. Era acogedora.

    Pedro aún sostenía la llave en su mano; esta vez apretándola con fuerza en un puño cerrado.

    Antonia fue la más decidida y dio un primer paso sobre el suelo de cemento, nada de plaqueta como los pisos. Las suelas de sus zapatos de tacón rozaron una áspera y rugosa superficie produciendo un ruido extraño.

    —¡Ohhh! ¡Qué bonito! —dijo Antonia, llevándose las manos a la cara y marcando una O mayúscula con sus labios. Había visto la chimenea de grandes proporciones, algo que le causó mucha felicidad (pues era algo que apreciaba desde siempre).

    Valentí le mostró su más amplia sonrisa y dijo:

    —También tienen un horno para hacer pan.

    La chimenea (de unos dos metros de ancho) estaba al lado derecho de la cocina, y el horno, con la boca cerrada ahora, se situaba al fondo de la cocina (a un lado de la pared ruinosa).

    —Y la mesa es para preparar la matanza del cerdo, ¿verdad? —acertó a preguntar Antonia, y de pronto advirtió la oscuridad del hueco de la chimenea (que se perdía en la vista).

    —¡Exacto! Aquí hacíamos todos los embutidos —explicó Valentí, pasando su rechoncho dedo por la superficie astillada de la mesa. No se clavó ninguna astilla.

    Pedro, que se había atrevido a pasar el umbral de la puerta mientras esquivaba los cristales del suelo, estaba más entusiasmado que su mujer, pues su gran pasión eran las casas de campo.

    En la pared de la izquierda había un gran hueco profundo dentro de la pared, como si allí hubiera estado algo hace mucho tiempo.

    —¿Aquí había un armario? —preguntó Antonia, señalando el hueco.

    Valentí movió la cabeza, y dijo:

    —No. Había una Virgen.

    —¿Qué Virgen?

    —No lo sé. Ahora no lo recuerdo. —Valentí estaba mintiendo.

    —¿Y por qué tenían una Virgen aquí?

    Valentí no contestó, y la sonrisa estúpida de su hermana se difuminó de su rostro.

    Juan estaba agachado frente a la chimenea, observando unos troncos ennegrecidos sobre un montículo de cenizas. Y miró por el hueco de la chimenea. Estaba todo oscuro.

    Pili estaba agarrada al pantalón de su padre.

    El olor agrio estaba todavía suspendido en el aire, como una densa y pegajosa neblina.

    —¿Podemos seguir enseñándole la casa? —prorrumpió Ángels, mostrando de nuevo su sonrisa descarada. Sus piernas giraron y la ayudaron a salir de la cocina, siempre con la mano apoyada sobre su espalda.

    Pedro no había llegado a tocar la superficie de la mesa, ni tampoco a abrir la puerta del horno; eso lo haría más adelante, a solas.

    Salieron de la cocina casi al trote y se dirigieron hacia una de las puertas situada a la izquierda de la entrada. Valentí se sacó del bolsillo de la chaqueta un manojo de llaves tintineantes, gruesas, pero la mitad de pequeñas que la de la puerta principal, de la misma forma rústica.

    La puerta, llena de telarañas, escondía una madera desgastada y llena de rajas, por la que podías ver la oscuridad de ese cuarto. Ahora se filtraban los rayos del sol, que mostraban una especie de partículas suspendidas alrededor de los haces de luz.

    Al pasar junto a las escaleras, Pili señaló de nuevo una

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