Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación
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Concepción Arenal
Concepción Arenal (El Ferrol, 1820 - Vigo, 1893). Estudió en Madrid Derecho, Sociología, Historia, Filosofía e idiomas, teniendo incluso que acudir a clase disfrazada de hombre. En 1862 publicó su manual El visitador del preso, traducido a casi todos los idiomas europeos. En 1864 fue nombrada visitadora general de prisiones de mujeres. Colaboró con Fernando de Castro en el Ateneo Artístico y Literario de Señoras, precedente de posteriores iniciativas en pro de la educación de la mujer como medio para alcanzar la igualdad de derechos. Al mismo tiempo elaboró una amplia obra escrita, en la que reflexionaba sobre propuestas como la legitimidad de la guerra justa en defensa de los derechos humanos, la orientación del sistema penal hacia la reeducación de los delincuentes o la intervención del Estado en favor de los desvalidos.
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Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación - Concepción Arenal
Las colonias penales de la Australia y la pena de deportación
Copyright © 1895, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509861
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Advertencia
Antes de realizar el hecho de un sistema penitenciario, es indispensable examinar el derecho de imponer la penitencia, la razón, la índole y el objeto de la pena, que no puede ser justa si no está en armonía con los principios de justicia. Al legislar sobre prisiones, se ha prescindido a veces de toda filosofía del derecho, de toda teoría penal, y hasta de la legislación escrita y vigente, pero tales infracciones, lejos de servir de norma, marcan un escollo en que no pueden caer los que buscando la verdad sinceramente, discuten los principios en la región serena de las ideas.
Para determinar el régimen a que han de sujetarse los penados, hay que formarse una idea clara y exacta de lo que es la pena; el legislador que de este conocimiento carece, se extraía por los muchos caminos que al error conducen, y marcha sin saber fijamente ni de dónde ha partido, ni a dónde va; ignora cuál es su deber y su derecho, y unas veces traspasa y otras no llega a los límites marcados por la justicia.
No vamos a empezar este escrito por un tratado de derecho penal; ni nuestras fuerzas alcanzan a tanto, ni los límites a que ha de sujetarse esta obra lo consienten, pero por las razones que dejamos apuntadas, nos parece indispensable consignar que los sistemas penitenciarios no deben tener la latitud que con frecuencia se supone, que las leyes sobre prisiones han de sujetarse a los principios de justicia, y que para discutir un modo de penar es indispensable fijarse en lo que debe ser la pena. Por eso hemos empezado este trabajo procurando formar de ella una idea clara.
También nos ha parecido indispensable, para saber si convenía que España estableciese colonias penales como las inglesas de Australia, conocer bien éstas, con cuyo objeto hacemos un resumen de su historia, siguiendo en la narración, no el método que pudiera hacerla me. nos árida, sino el que presenta con más claridad y deslinda mejor los hechos. No hay arte en nuestro trabajo, ni aspiramos a que tenga otra belleza que la verdad.
Capítulo I
¿Qué es la pena?
El origen de la justicia está en Dios, inspirador de la conciencia. Por ella y en ella, el hombre siente que es un ser moral.
Siente que hay mal y bien.
Siente que es libre de realizar el uno y rechazar el otro.
Siente que siendo libre, es responsable de su acciones.
Siente que merece premio el que hace bien, castigo el que hace mal.
Llama justicia al dar a cada uno su merecido.
Esto sienten y afirman todos los hombres, cualquiera que sea la región y la época en que vivan. Si hay dementes, idiotas, malvados o sistemáticos que nieguen la universal afirmación, pueden en alguna circunstancia aparecer bastante fuertes para escandalizar a la humanidad, pero siempre serán impotentes para dirigirla. Bajo el punto de vista moral, puede negarse la cualidad esencial de hombre al que en principio no reconoce la justicia.
Esta afirmación universal de la justicia que arranca del sentimiento, se corrobora y afianza por la razón, que demuestra todo el bien, toda la belleza, toda la verdad que hay en ella, y cuanto la injusticia lleva en sí de malo, deforme y engañoso. Los más grandes filósofos analizan, razonan, enaltecen, fortifican el sentimiento de justicia, no le crean: es un fenómeno espontáneo de la conciencia, como es una necesidad imperiosa de la vida.
La justicia, como el aire, nos rodea sin que lo notemos; la respiramos sin apercibirnos de que está allí; sin darnos cuenta la hacemos y la recibimos; en la sociedad más corrompida, es la regla, y si reprobamos tan enérgicamente las excepciones, es porque contradicen y repugnan a nuestro modo de ser. Si lo notamos bien, esta reprobación es instintiva; instantáneamente y sin reflexionar condenamos la acción perversa, elogiamos la acción buena, y sólo el que no ha observado bien puede sostener, que la indignación que produce el crimen y el entusiasmo que inspira la virtud heroica, son reflexivos; el horror que inspira el primero, las lágrimas que arranca la segunda, no son obra de la razón, que los fortifica, pero no los crea.
Tenemos, pues, que toda justicia, como toda filosofía, parte de la conciencia humana; el hombre es justo, o no es hombre. Esta verdad la ven más o menos claramente todos los que a él se dirigen para hacérsele benévolo; para convencerle, para arrastrarle, se le habla siempre de justicia; no hay usurpador que no intente ponerla de su parte; los mismos que la profanan, la invocan; prueba clara de que fuera de ella no hay prestigio, no hay fuerza, no hay humanidad.
El hombre siente, razona, ama, necesita la justicia; luego la justicia existe.
Pero si el sentimiento de la justicia es siempre el mismo en todos tiempos y lugares, la idea de la justicia varía mucho, y tanto, que un mismo hecho parece justo o injusto, según el siglo o el hombre que le juzga. El confundir el sentimiento con la idea, ha ocasionado a veces el descrédito de la justicia, suponiendo que no existe porque se comprende de distinto modo. Todo legislador debe esforzarse por tener de la justicia la idea más elevada y más exacta posible, y la ley debe ser la expresión del progreso de las ideas, en la medida de lo practicable.
Unido al sentimiento de justicia, y confundiéndose con él, observamos el de premiar al que cumple con sus preceptos y castigar al que los infringe; impulso que arrancando de la conciencia, se robustece y fortifica con la reflexión del entendimiento. El legislador que condena un delito y le impone una pena, parte, pues, de un principio fijo, y edifica sobre el indestructible cimiento de la conciencia y de la razón humana.
Al establecer la ley penitenciaria podrán ocurrir muchas dudas por la divergencia de opiniones, pero no equiparando el bulto de los que opinan con el peso de los que razonan, y prescindiendo de puntos de detalle que conviene mucho eliminar cuando se discuten principios, el legislador podrá hallar suficientemente probado que la pena, para ser justa, ha de reunir las condiciones siguientes:
1.ª No ser tan dura que pueda calificarse de cruel.
2.ª Ser proporcionada al delito.
3.ª Ser igual en su aplicación para todos los que son igualmente culpables.
4.ª Llevar en sí los medios de corregir al que castiga, o por lo menos de no hacerle peor de lo que es.
5.ª No tratar al penado como mero instrumento para realizar cálculos tenidos por ventajosos para la sociedad.
6.ª Ser ejemplar cuanto fuere dado en justicia.
I
La pena no ha de ser tan dura que parezca cruel.-Aquí conviene recordar lo que dejamos dicho; que siendo de todos los tiempos y de todos los países el sentimiento de justicia, varía mucho la idea que de ella se forma, según la época, el lugar y la persona que la define.
En pueblos que acababan de arrancar a la venganza privada el derecho de imponer la pena, y en que la justicia se llamaba aún venganza pública; en que las pasiones feroces se excitaban con el continuo ejercicio de la guerra; cuando las costumbres eran rudas, las ideas limitadas, las instituciones desfavorables a la clase de donde salen generalmente los criminales que se castigan, mirada con profundo desprecio por aquella de donde salían los legisladores, la pena había necesariamente de ser dura, y ha de parecernos cruel a los que vivimos en época y condiciones diferentes: como los que la hacían, la ley era sañuda y despreciadora de aquellos a
