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Todo lo que crece - Clara Obligado
Clara Obligado, Todo lo que crece. Naturaleza y escritura
Primera edición digital: noviembre de 2021
ISBN epub: 978-84-8393-680-1
Colección Voces / Literatura 317
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
© Clara Obligado, 2021
© Fotografía y arreglo floral de cubierta: Alex F. Banegas y Julieta Obligado.
Retoque fotográfico: Manolo Yllera.
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2021
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com
Para Max Siedlecki, en el comienzo
Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y solo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.
Franz Kafka, El deseo de ser un indio
Sur
Hay un origen.
Estoy sentada en una terraza. Cruje el sillón pintado de blanco. En la esquina, un tiesto, que entonces llamo maceta. Lo veo casi en otra dimensión. Es un geranio, o malvón, como se le dice en mi tierra.
Veo, pues, el malvón/geranio quebradizo, hojitas polvorientas, rugosas. Veo como los niños ven: inaugurando.
Una elipsis. La noche y sus terrores, fantasmas desvelados, el latigazo de la lluvia sobre el damero de la terraza. Por la mañana, en un cielo inofensivo, está clavado el sol. El tiesto rezuma humedad y el malvón bailotea desperezándose, estira sus bracitos verdes, en el centro le ha brotado una flor roja. Tengo cinco años y veo un milagro. Soy una Eva que descubre el mundo, el paso del tiempo, la belleza, la fragilidad.
Ese geranio crecerá en mi memoria.
Los sentidos ardientes de los niños, esa mirada obsesiva que descubre nervaduras, patitas, aromas. Antes de que nazcan las palabras están el tacto, el olfato, el oído. Polvo en las alas de las mariposas, antenas que se expanden, la mirada perversa de un saltamontes, cae en tirabuzón la hoja de un eucaliptus. En el tronco enrollado trasiegan las historias infinitas de los insectos. Olor a verano.
Recordamos antes de poder nombrar, hay un mundo de sentidos anterior a las palabras, a la razón, al tiempo, volvemos a él, soñamos con recuperarlo. Un jardín anterior al tiempo, un Edén donde se protege la nostalgia, y a él recurrimos cuando estamos perdidos.
«Entremos más adentro en la espesura»¹. En ese verdor original nos fusionamos con todo lo que crece, somos parte del cosmos. «Parte de», no individuos presuntuosos que se enfrentan solitarios. Leo a María Zambrano.
Cuando sea escritora pasaré horas intentando cazar esas emociones que preceden al lenguaje. Escribir, fantaseo mientras camino, es ir hacia el sueño, imaginar hacia atrás.
Han pasado décadas desde esa escena fundacional y solo hay emociones en mi memoria. ¿Son parte de mí o suceden fuera? Una flor y un instante.
Iré creciendo como esa planta y mantengo en la naturaleza una alegría radical.
Emily Dickinson era, además de poeta, botánica, su herbario contiene cuatrocientas veinticuatro especies de flores silvestres y está organizado por el sistema de Linneo. Imagino a la poeta concentrada; tiene apenas catorce años y estamos en 1845, en la zona rural de Massachusetts. Con la elegante caligrafía de Dickinson, los nombres de las plantas están escritos en latín; el herbario comienza con un jazmín blanco común y termina con un racimo de romeros azules. Qué sencillez.
«Para hacer una pradera es necesario un trébol y una abeja
un trébol, y una abeja.
Y un ensueño.
Bastará solo con el ensueño,
si abejas hay pocas».
También está el pavor. La fuga pánica de los animales en la tormenta, la explosión de un volcán. Décadas más tarde, en otra vida casi, me asomaré a un volcán en Nicaragua, a su potencia monstruosa, la boca incandescente que regurgita fuego. En Guatemala un pueblo quedó sumergido bajo una carretera de lava. Después del desastre, veré a las mujeres barrer las cenizas interminables. Incendios concéntricos, belleza y horror. También se escribe desde el impulso de huir. Aunque apenas tengo la percepción de mi pequeña vida, el secreto de las noches me excede. Nacemos asustados; las hienas caen en el mundo bañadas en testosterona, en cuanto pisan la tierra deben huir. Devorar o ser devorada.
En el campo el mundo es un horizonte sin freno. Un perro ladra. Como en un eco, contestan otros perros. El mensaje cifrado de los animales, su telegrafía invisible, señales de peligro o de amistad. La memoria de la especie, el patrimonio del miedo a la oscuridad, cuerpos que recuerdan lecciones ancestrales, millones de años de vida concentrada, un pavor que nos protege. En la maraña sonora de la noche se agrietan los gemidos, me escondo bajo las sábanas. Los perros dejan de ladrar tan abruptamente como empezaron.
Cuando se acerca la tormenta, el perro se pone patas arriba, las libélulas, que todavía se llaman «alguaciles», vuelan bajo. Tantos misterios. Leer la naturaleza como si fuera un libro, quién pudiera.
Leernos.
«Pánico» proviene del griego, y se refiere al dios Pan, que venció a los enemigos que lo aterrorizaban por medio de un gran estruendo. Pan, pues, se refiere al dios, y oikós a «casa». Es decir: pánico es el miedo que provocaba la casa donde moraba el dios.
«Crepúsculo» quiere decir «pequeña muerte».
En la noche demasiado grande a menudo tengo insomnio, me pierdo en la cama, giro, gateo, no sé dónde están las paredes, sábanas y almohadas me ahorcan.
Mi hermana no respira, se remueve y habla sola, me observa con sus ojos vacíos, lanza una risita burlona. Los seres de sus sueños la atormentan, discute con ellos en un idioma incomprensible. Intento colarme en sus pesadillas, pero no me deja. A veces me despierto sobresaltada y está junto a mí, silenciosa, en camisón. Está, pero no está. Si apoyo los pies en el suelo alguien me atrapará por los tobillos, si bajo de la cama no sabré regresar, el miedo primigenio que me ata a una cadena de seres temblorosos. Configuro el vértigo de la noche, el campo desmesurado, la muerte y la nada. La naturaleza y su indiferencia aterradora. Dejaré de estar sola cuando aprenda a leer, haré una madriguera entre las sábanas e iluminaré con una linterna las páginas sigilosas. Si me descubre mi madre llegará el castigo, en casa impera su ley marcial. Estamos aislados en mitad del campo y la luz se corta a las once de la noche. Me agazapo, desarrollo estrategias, aprendo a sobrevivir. Cuando el cielo deriva al turquesa, los gallos retumban.
Morimos todos los días, en el crepúsculo.
Sin embargo, dormir nos muestra que no estamos solos. Cuando el sol se oculta descansamos en manada, dándonos calor. Se silencian las cigarras, los pájaros, las ranas de la laguna. Dormimos y nos mantenemos despiertos de manera sincronizada. Todos los seres vivos sabemos cuándo anochece.
Desde muy pequeña vagabundeo, aprendo a sumergirme en la soledad como en un territorio liberado, vacío de padres, hermanos, pautas y castigos. Allí soy libre. Los pies en la tierra, la cabeza en el cielo, donde los pájaros cumplen con su
