La dama de la selva
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La dama de la selva - Antonio Jesús Ramos Revillas
Lentejas en el suelo
En el suelo yacían las lentejas que la mujer había cocido durante horas y que Manuel había tirado para hacerla enojar aún más. La mujer empezó a gritarle, pero a él no le importó. Sus brazos todavía temblaban por el esfuerzo de cargar aquella cazuela inmensa y las manos le ardían a causa del calor de la olla que, apenas un par de minutos antes, sostenía de las asas, a manera de escudo, para evitar que la nueva esposa de su papá le pegara. Pronto las cosas se salieron de control. La mujer se quitó un huarache y se lo lanzó. Al recibir el primer golpe, Manuel tiró la cazuela y dio un salto hacia atrás para evitar el segundo.
En una pequeña hamaca lloraba un bebé y sus chillidos volvían más confusa la escena. Tenso, ansioso, con deseos de ganar al menos por una vez, Manuel se acercó hasta el niño, que no pasaba de los cinco meses, y lo levantó rápidamente, como si fuera otra cazuela.
—No te atrevas —dijo ella con los dientes apretados—. ¡Déjalo donde está!
Los lloriqueos del bebé ganaron fuerza conforme Manuel lo movía de un lado a otro. No sabía si lo arrullaba para que dejara de llorar, o para aventarlo lo más lejos posible.
—Le voy a decir a tu padre —sentenció la mujer con un dejo de angustia al ver cómo su bebé se balanceaba peligrosamente—. Le diré que tiraste la comida, que no le haces caso a nadie, ni a tu abuelo. ¡Y ya deja al niño donde estaba!
El olor de las lentejas se extendió en la cocina, en el espacio cerrado de la casa. Manuel sintió el sudor que resbalaba por sus sienes a causa del calor de siempre, esa húmeda y asfixiante sensación de ahogo que provenía de la selva que rodeaba al caserío y que se colaba a través de las ventanas débilmente protegidas por unos estropeados mosquiteros que habían soportado lluvias y soles, empellones y hasta ataques de avispas.
Manuel se quedó quieto con el bebé en brazos y retrocedió. Podía salir corriendo y perderse con él en la selva. Ésa sería su venganza. Era un bebé lindo: con negros y ensortijados cabellos, palmas cafés que resplandecían en su piel negra, como negra era también la piel de Manuel, como negros eran sus ojos. Huiría con él, al menos hasta el campamento donde trabajaba su padre; luego pensó que no sería seguro.
¿Qué había más allá de la selva que los rodeaba? En los libros que les daban al inicio de clases venían fotografías de ciudades con grandes edificios y ríos de piel azul, no de aquella agua lodosa que llamaban el arroyo
, donde a veces se metía a bañar con los pocos chicos que vivían en El Colmenar. Pero ¿así sería todo allá afuera?
La mujer dio un paso adelante y Manuel se alejó. El bebé seguía llorando. Antes de soltarlo, el chico rozó las suaves y pequeñas mejillas de esa piel oscura, tan hermosa como la tierra que sostenía la negra y olivácea selva que los rodeaba. El bebé cayó en la hamaca, lentamente, como una hoja al descender del árbol de la flor del día.
El chico salió corriendo de la habitación y se lanzó a la calle. Lo último que vio frente al porche de la casa fue a su abuelo, que estaba sentado, como siempre lo hacía al caer el sol, con una botella de ron barato entre los pies. Manuel escuchó que su abuelo lo llamaba, luego vino un: ¡No seas testarudo!
, pero no quiso volver el rostro, aceleró el paso y alzó la cabeza por un segundo para ubicarse en la calle principal de El Colmenar, la única calle asfaltada del caserío. Corrió con la vista pegada al suelo y, a cada tranco, más se enojaba. Observaba sus relucientes tenis nuevos, las bandas rojas que cruzaban por encima y centelleaban por el sol. ¡Y pensar que había estado tan feliz días antes, cuando su abuelo se los había regalado!
Algunas piedrecillas le salían al trote sobre el asfalto roto por la humedad y las hierbas que pujaban por salir de entre las grietas, pero el chico sólo seguía el camino hecho por los cucarachones muertos, aplastados por niños y adultos del caserío. El de las fisuras a las que al parecer deseaban volver los pobres para huir de su muerte.
Se sentía bien huir, correr. Su abuelo siempre lo presionaba para que entrenara, pero él sabía que no era tan bueno para ese deporte, no como él. ¿Y si intentaba correr lo más rápido que pudiera, correr hasta el fin de El Colmenar, hasta el fin de la selva, hasta donde nunca había ido antes? Empezó a acelerar. Mientras se alejaba observó las paredes de las casas del pueblo, aquellas maderas podridas por las lluvias que, cada cierto tiempo, golpeaban las láminas de los techos, escurrían por las maderas combadas y se arremolinaban en los pilotes que sostenían las casas en alto para evitar que las tepalcuas se metieran.
Siguió avanzando ahora con la mirada fija hacia delante, sólo volvió el rostro unos segundos para ver si lo seguían. Alcanzó a distinguir su casa por encima del hombro, la figura empequeñecida de su abuelo sentado aún bajo el techo del porche y, junto a él, su madrastra con el bebé en brazos. Aquello le apretó el estómago. ¡Cleotilde le había pegado! ¡Se había atrevido a pegarle! ¿No le había dicho su padre, cuando la trajo a vivir con ellos, que nunca le alzara la mano? Eso fue al principio, luego había nacido el bebé y todo había cambiado.
Sobre la calle sin banquetas, las camionetas abandonadas de la empresa de plantaciones de árboles, oxidadas por la humedad y estacionadas junto a las casas principales, le produjeron fastidio. ¿Cuántos años tenían detenidas ahí, como si el caucho de las llantas se hubiera enraizado?
Los viejos postes de madera de los que se descolgaban gruesos y pesados cables de luz como hamacas parecían increparlo. Hacía calor. Ya sudaba por el esfuerzo de correr. Cuando llegó al transformador que regulaba la electricidad del caserío aceleró el paso y deseó que un buen rayo le cayera encima al artefacto para dejar a todos en la oscuridad. Sin luz con qué protegerse de los insectos y los animales, sin luz para comunicarse con el exterior. Sin luz aquellas casas de techos de palma y lámina serían destruidas por la selva en un momento. La selva se los tragaría: casas, habitantes, mujeres enojadas y bebés de piel oscura. Imaginó que poderosos gigantes hechos de hierbas, maderas, líquenes y cabellos lodosos entraban en tropel por los senderos y destruían El Colmenar, dejando a su paso un rastro de lodo y raíces podridas.
Aquella idea lo alegró.
Rápido superó la tienda de abarrotes de Juan, donde algunos hombres miraban la televisión bajo un toldo amarillento. No era raro encontrar gente ahí. Juan, estampa de un negro de la montaña, o cimarrón, como les llamaban, y como al mismo Manuel le gustaba que le dijeran: el último cimarrón
. Siempre aguardaba en el zaguán de su negocio; alto, con una boina verde olivo, cigarro en los labios, con los músculos tensos y la mirada desconfiada. Cobraba cinco pesos la hora a quien quisiera matar el tiempo viendo televisión, la única que había en el pueblo. Vendía refrescos y palomitas, licores y aguardientes que él mismo destilaba, velas, cordeles, petróleo para viejas lámparas y enlatados que adquiría una vez al mes en Piedras Calientes, luego de bajar por la sierra durante cinco horas en una pequeña camioneta.
Entre semana casi siempre había niños y mujeres viendo caricaturas o telenovelas, pero los sábados y domingos sólo se paraban por ahí los hombres que venían de las plantaciones de caoba y cedro rojo, allá, en la meseta central: los sembradores de madera. Su abuelo y su padre también se sentaban ahí a ver los partidos de futbol. Bebían sus cervezas, fumaban, hablaban de política y de cosas que a Manuel le parecían de otro mundo. Se hacían preguntas que nada le decían, acerca de la cosecha, el sindicato y el mal gobierno; pero aun así, como el resto de los chiquillos de El Colmenar, se quedaba en cuclillas y escuchaba lo que aquellos hombres discutían, porque no había nada más que hacer.
Hay cosas de los adultos que sólo ellos comprenden, mijo —le había dicho una vez su abuelo—, no vale la pena que te esfuerces en quererlas saber, un día esas palabras nacerán dentro de ti sin que te des cuenta.
Las palabras de su abuelo le bajaron un poco el coraje, pero no el deseo de huir. El gran Luis Fernando Vargas, la Pantera de la Selva, como lo apodaban, había sido un gran maratonista, así lo atestiguaban tres recortes de periódico que el viejo guardaba con celo sobre su hamaca olorosa a sudor y canela. Pendían dentro de una caja de zapatos amarrada a una de las vigas de la casa, como se protegía casi todo lo valioso en su hogar y en los demás de la zona. En una de las notas aparecía una fotografía de su abuelo de cuerpo completo: joven, desgarbado, con la cabeza erguida y una sonrisa de las más blancas que Manuel había visto. Su abuelo flotaba sobre el asfalto y cruzaba la meta con los brazos en alto: la foto de un campeón con los músculos de brazos y piernas bien marcados.
Otra nota hablaba sobre el triunfo de la Pantera en el maratón de Nueva York. Muchas tardes el chico se había sentado junto a su abuelo a mirar aquellos recortes, a escucharlo contar la historia de su triunfo épico ante una multitud que lo veía desde las aceras y agitaba sus banderolas, cuyo movimiento le recordaba las hojas de los cedros cayendo en verano sobre el camino que tuvo que comerse a zancadas para ganar, la medida exacta de aire que debió aspirar para convertirlo en fuego y tomar el impulso necesario hasta alcanzar la meta.
—Puras tonterías —decía Cleotilde cuando los escuchaba hablar—. Tu abuelo se equivocó una vez de ruta y perdió no sé qué medalla.
Por eso la odiaba más. Nadie se burlaba de su abuelo.
Desde que tenía razón, su abuelo intentaba convertirlo en corredor, pero ¡era tan cansado salir a correr, calentar los músculos…! Lo intentaba porque lo quería, pero para Manuel ser corredor no era genial. Aun así, aprendió de su abuelo cómo trotar y mover el cuerpo balanceando los brazos para tomar velocidad.
img16Correr es la danza más antigua de los hombres
, repetía don Luis Fernando Vargas, luego le explicaba cómo debía apurar el paso, cómo aspirar y llevar el aire hasta la parte más oscura de los pulmones y dejarlo ahí, helado, como un pequeño animalito de aire, para después expulsarlo con suavidad. Y le confiaba: el aire que sale de nuestros pulmones es un espíritu viejo que retorna a la selva
. Para su abuelo había siempre una selva que todo lo rodeaba, no sólo en la vida real, sino en los sueños y en las pequeñas cosas. Manuel disfrutaba mucho oír aquellas historias y se esforzaba en sus entrenamientos sólo para darle gusto. Mientras huía recordó las primeras clases, cuando trotaba en las calles de El Colmenar y su abuelo le tomaba el tiempo con un viejo reloj de cuerda que iba enrollando entre sus dedos. Cariñosamente, aunque Manuel sabía que aún no se ganaba el mote, don Luis lo llamaba la nueva Pantera de la Selva. Esto lo enorgullecía y lo avergonzaba al mismo tiempo, porque sentía que nunca lograría ser como su abuelo.
El único recorte triste era el tercero, donde se mencionaba la lesión que había alejado de las pistas, para siempre, a la Pantera de la Selva. Al abuelo no le gustaba mucho hablar de ese día, pero el chico no necesitaba saber qué había ocurrido para comprender su
