Un viaje cósmico a Puerto Ficción
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Un viaje cósmico a Puerto Ficción - Juan Pablo Villalobos Alva
PRIMERA PARTE
Fríos, hambrientos y solos
Nellie ha vuelto a hacer una de las suyas
Todo empezó un mediodía en que estábamos afuera de una taquería del centro con nuestros estómagos rugiendo como leones marinos. O como morsas o focas. Supongo que se entiende sin que haga falta una lista interminable de animales rugidores o gruñidores. Los rugidos hacían eco, porque no habíamos comido nada desde la tarde anterior y teníamos la barriga más vacía que la cueva de la Ensenada. Yo estaba viendo, golosamente, los movimientos del taquero, que se escondía detrás del vapor calientito del suadero, la lengua, la cabeza y la carne asada. El suadero. Me encantaban los tacos de suadero, hasta el día de hoy son mis favoritos. Por su parte, Nellie, que se creía la líder de la pandilla, y que actuaba como si lo fuera, llevaba un rato mirando a los clientes, analizándolos, hasta que de repente nos dijo:
—Síganme.
Se metió a la taquería, decidida, luego se giró un momento y le dijo a Sabino:
—Tú a lo tuyo, no vayas a fallar.
Lo suyo
de Sabino era una cara que ponía y que a veces obraba el milagro de que nos regalaran los Sagrados Tacos del día. No era una cara triste, no se trataba de dar lástima. Era una cara rara. La llamábamos cara de zanahoria
. Más adelante intentaré explicarlo. Lo mío
, en cambio, era hacer bulto, distraer, provocar confusión. Era buenísima en eso. Ayudaba el parecido exacto que tenía con Sabino, a la gente le desconcertaba muchísimo que un niño y una niña fueran igualitos. El contraste entre la cara de zanahoria de Sabino y la mía, idéntica pero sin los gestos que la deformaban, hacía que se sintieran incómodos y que nos dieran cualquier cosa con tal de que desapareciéramos de su vista. Y de su vida. ¿Hace falta decir que Sabino es mi hermano gemelo?
A esa hora, la taquería estaba más o menos llena. Cuando digo más o menos, es exactamente más o menos: del total de ocho mesas, cuatro estaban ocupadas. Seguimos a Nellie hasta una mesa larga, donde seis personas engullían las tortillas repletas de carne y salsa procurando no mancharse la corbata en el intento. Eran empleados de la oficina de Gobierno que estaba a la vuelta de la taquería. Ya los habíamos visto otras veces, en nuestras excursiones, y nunca nos habían hecho caso. Al principio no entendimos por qué Nellie los había elegido. Bueno, en realidad sí lo sabíamos, o creíamos saberlo: porque Nellie era muy terca. Terquísima. Tenía la cabeza más dura que un rinoceronte. Era la reina de las cabezas duras.
—Buenos días —dijo Nellie—, somos del Sindicato Niños Héroes, ¿nos ayudarían con una moneda o un taco?
(Más adelante explicaré también lo de Sindicato
y lo de Niños Héroes
.)
Me le quedé viendo a Sabino: no era su mejor cara de zanahoria. Se le notaba, además, el esfuerzo, se veía a leguas que estaba fingiendo. Nellie repitió su perorata porque nadie le había respondido, porque los oficinistas seguían concentrados en vigilar el destino de las gotas de salsa que chorreaban de los Sagrados Tacos y porque, entre el ruido que hacía el taquero cortando cilantro y la televisión encendida en un canal de videos musicales, era probable que no la hubieran escuchado. Lo que sí se escuchó, de golpe, fue el vozarrón del taquero cuando nos descubrió a la distancia:
—¡No molesten a los clientes! ¡Órale, escuincles zarrapastrosos, para afuera o llamo a la policía!
Contra su costumbre, Nellie no ofreció resistencia e hicimos nuestro desfile de fracasados rumbo a la calle, con la cabeza gacha, ahora sí usando la lástima para ver si alguien se rebelaba contra la tiranía del taquero y nos ofrecía el Taco de la Pena. Pero nadie.
Imaginé que tendríamos que esperar un rato, hasta que la clientela cambiara, hasta que el taquero se olvidara de nosotros. Sin embargo, Nellie no se detuvo en la salida, continuó caminando, apresurada, hasta la esquina. Fuimos atrás de ella. Por cosas como ésta se creía la líder de la pandilla, porque parecía que siempre la estábamos obedeciendo. Cuando dio la vuelta en el malecón empezó a correr con todas sus fuerzas.
—¡Ráaaaaaaapido! —nos gritó—, ¡córranleeeeeeee!
Empezamos a correr locamente por el malecón sin saber por qué. Hasta adelante iba Nellie, gritando una y otra vez: Cóooooorraaaanleeeeeeee
. Detrás de ella iba Sabino, en segundo lugar, si hubiera sido una competencia. Pero no era una competencia, así que no me importaba ir hasta atrás. Yo era siempre la más lenta, no por tener las peores piernas, sino porque tenía floja la convicción.
¿Por qué estábamos corriendo?
Obviamente, estábamos huyendo, lo cual quería decir que Nellie había vuelto a hacer una de las suyas. La vi a lo lejos meterse a la playa. Iba a esconderse debajo del muelle de los Remedios. Entonces me atreví a mirar hacia atrás: nadie nos estaba siguiendo. Si estábamos huyendo, sería del hombre invisible. Sólo faltaba que todo hubiera sido una payasada. Típico de Nellie. Frené la carrera. Hice el resto del trayecto caminando, tratando de recuperar el aliento.
Usábamos los muelles como escondite y punto de encuentro. En la zona del malecón había tres: al sur, el del mercado de abajo, que en realidad se llamaba muelle del Desengaño; al norte, el del mercado de arriba, o muelle del Mesón, y en medio estaba el de los Remedios, cerca del centro y de la iglesia que le daba nombre. Más hacia el norte estaba el muelle del Retiro, en la playa del Limón, que se consideraba la frontera de Puerto Ficción, aunque la verdadera frontera, la natural, era la ensenada que le seguía. Al sur, la frontera la establecía el puerto de mercancías, que en los últimos
