Buscadores de sueños: 14 relatos contra lo imposible
Por Bartels Adriana, Carlos Vesga, Denise Silva y
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Este libro contiene los relatos ganadores del Premio Internacional de Cuento Diamante.
De entre cientos de participantes, surgen estas historias con un común denominador: muestran la debilidad de la naturaleza humana y la fortaleza que nos brinda enfrentar retos.
Los 14 relatos abarcan temas como volver a amar, decir adiós, perdonar, cambiar el destino, comenzar de nuevo, romper los límites y luchar contra lo imposible. Porque para aquellos que sueñan, lo único imposible es rendirse.
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Buscadores de sueños - Bartels Adriana
Buscadores de sueños
Adriana Bartels • Carlos Vesga • Denise Silva • Dhierich Jarwell •Eduardo Burgos • Flory Vargas • Karen Enríquez • Karen Salas •Leonela Gómez • Manuel Alquisirez • Mari Cortés •Michell Merino • Pau Treviño • Wulfran Navarro
Contenido
Prólogo
Carlos Cuauhtémoc Sánchez
Alma Clara
Flory Vargas
15/17
Wulfran Navarro
Un brillo entre penumbras
Karen Salas
Cinco retos para morir
Dhierich Jarwell
La chica de la sonrisa de nieve
Carlos Vesga
Las mecánicas del odio
Michel M. Merino
Origen
Karen Enríquez
Los colores del alma
Mari Cortés
Crónicas de Izhabelh
Manuel Alquisirez
Legado de amistad
Adriana Bartels
Adentrarse en azul
Pau Treviño
Los secretos del tiempo
Leonela Gómez
Un invierno de colores
Denise Silva Alemán
Rumbo alterno
Eduardo Burgos Ruidías
ISBN libro impreso: 978-607-97897-7-0
ISBN ebook: 978-607-97897-8-7
Está estrictamente prohibido por la Ley de derechos de autor copiar, imprimir, distribuir por Internet, subir o bajar archivos, parafrasear ideas o realizar documentos basados en el material de esta obra. La pirateria o el plagio se persiguen como delito penal. Si usted desea usar parte del material de este libro deberá escribir la referencia bibliográfica. Si desea usar más de dos páginas, puede obtener un permiso expreso con la Editorial.
Derechos reservados:
D.R. © Flor Ivette Vargas Castillo. México, 2018.
D.R. © Wulfran David Navarro Guerrero. México, 2018.
D.R. © Karen Yuritzi Salas Gómez. México, 2018.
D.R. © Dhierich Jarwell Valderrama Núñez. México, 2018.
D.R. © Carlos Humberto Vesga González. México, 2018.
D.R. © Michel Millán Merino. México, 2018.
D.R. © Karen Estefanía Enríquez Sesme. México, 2018.
D.R. © Maricruz del Carmen Rodríguez Cortés. México, 2018.
D.R. © Jesús Manuel Silva Alquisirez. México, 2018.
D.R. © Adriana Bartels González. México, 2018.
D.R. © Paulina Treviño Melero. México, 2018.
D.R. © Leonela Gómez Navarro. México, 2018.
D.R. © Denise Elena Silva Alemán. México, 2018.
D.R. © Eduardo Burgos Ruidías. México, 2018.
D.R. © Carlos Cuauhtémoc Sánchez. México, 2018.
D.R. © Ediciones Selectas Diamante, S.A. de C.V. México, 2018.
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Prólogo
Prólogo
Carlos Cuauhtémoc Sánchez
La muerte de mi amigo me pareció imposible. Tiene que ser una broma. Apenas ayer lo vi. Estamos haciendo proyectos juntos.
Cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos como si quisiera reiniciar un programa que ha caído en bucle. El comunicado en mi celular centellaba con una luz acusatoria y mustia. Letra por letra decía lo inverosímil. Mi socio había fallecido el día anterior. ¿Pero cómo? Era fuerte, entusiasta, de apenas cincuenta y tantos años. Se veía sano. ¿Tuvo un accidente? ¿Lo mataron?
Luchando contra la pesadez del pasmo, hice una llamada para comprobar la noticia. Era cierta. Fue un infarto múltiple, nocturno, en la soledad de una habitación aislada que usaba para trabajar. Cuando sintió los alfilerazos en el pecho, reptó hasta la puerta en busca de ayuda. Pero no pudo abrir. Se quedó recargado como un toro de lidia que ha recibido el espadazo final junto a las barreras.
Al día siguiente teníamos una junta importante y mi amigo no asistió; después, no contestó las llamadas. Enviamos a un grupo comisionado para buscarlo y tuvieron que empujar la puerta ante la inminencia de un peso inerte que la obstruía.
Acudí al sepelio como flotando en una densa neblina de estupefacción. Sentía esa extraña mezcla de miedo y tristeza que nos sobreviene cuando estamos frente a un evento incomprensible. Me dolía la pérdida de un amigo como los que hay pocos, pero me espeluznaba la conciencia de que en su ataúd podía estar yo… ¿Por qué no? Éramos muy parecidos. Ambos empresarios, hombres de familia, de la misma edad, colegas de oratoria y compañeros de deporte. ¿Por qué sus proyectos habían sido cortados de tajo mientras que los míos seguían en pie? ¿Qué méritos, qué diferencia, qué virtudes nos separaban en ese velatorio? Nada tangible. Solo la soberanía de un Ser Supremo que toma decisiones con una visión distinta.
La gente lloró mucho esa noche. Él dejó hijos jóvenes en plena formación; dejó una esposa brillante y amorosa. Clientes, empleados, discípulos y amigos. Todos unidos en el desconcierto.
Permanecí largos minutos junto a su ataúd, escuchando el llanto ahogado de sus deudos, y pensando en mis propios pecados de omisión.
Él quería escribir los recuerdos de un pasado accidentado del que salió ileso. Trató de plasmar su historia… Nunca lo logró. Se fue con ella a la tumba… Y me sentí culpable.
En una reunión me dijo:
—Todas las personas tenemos una historia que contar; en cada mente hay ideas, problemas, convicciones y sueños; vale la pena ponerlos en papel. Tú has escrito muchos libros. Enséñame tus secretos.
Sonreí y moví la cabeza.
—No es cuestión de secretos, sino de práctica.
—De acuerdo. Pero los expertos pueden darnos atajos. Pueden, si quieren, hacernos la vida más fácil a sus seguidores.
Le cambié el tema… Tenía razón.
A lo largo de treinta y cinco años como escritor he desarrollado técnicas que he guardado en mi baúl de tesoros. Mis libros han sido exitosos gracias a esas técnicas. He podido vivir de la escritura y con los frutos de ella he emprendido otros negocios. La verdad es que lo último que había pensado hacer en la vida era desvelar mis secretos. Eran míos, producto de muchos años de esfuerzo y entrenamiento. ¿Por qué los regalaría? Pocos los entenderían y aún menos los valorarían. Pero frente al cadáver de mi socio supe que no me quedaba otra opción. Mañana o pasado, podía ser yo quien reposara en una despedida definitiva de cuerpo presente. Nadie me aseguraba que viviría muchos años más. Ni siquiera uno.
Salí de ese velatorio directo a escribir. Otro libro. Pero no uno más. Esta vez sería distinto, único; mi testamento profesional. Los secretos que desarrollé con sangre y sudor a lo largo de una vida peleando con las letras. Siete pruebas y veinticinco retos. Como homenaje a mi amigo y con la confianza de que en algún lugar del mundo alguien valoraría el regalo, publiqué el libro Conflictos, Creencias y Sueños. Casi de inmediato mis editores convocaron un concurso para personas dispuestas a seguir un taller a distancia con los veinticinco retos del libro. La respuesta fue abrumadora. Cuando vi la cantidad de inscritos, sentí un nudo en la garganta. Y comprobé lo que mi amigo me dijo: Todos tenemos una historia que contar; ideas, problemas, convicciones y sueños; vale la pena escribirlos
.
Con la ayuda de mi colega escritora y coautora de uno de mis libros, Romina Bayo, fui dando seguimiento, reto por reto, a los cientos de participantes. Vimos cómo cada semana los concursantes elevaban la calidad de sus escritos. Fuimos testigos de una transformación incuestionable. Los retos funcionaban, tal como fueron concebidos, como una escalera hacia el mejor manejo de las letras. Participantes de todo el mundo caminaron con nosotros paso a paso hasta alcanzar un nivel digno de escritura. Entonces llegó la etapa final del concurso: escribir un cuento. Recibimos cientos. Nunca nos imaginamos lo complejo que sería leer todos y seleccionar a los mejores… Este libro es el resultado.
Los autores (estudiantes, profesionistas, empresarios, trabajadores; mexicanos, colombianos, peruanos, ecuatorianos, costarricenses, panameños), tienen un común denominador: son bohemios, artistas, conquistadores de sueños. Ha sido un honor trabajar con ellos y ver, en este libro, sus esfuerzos coronados. Deseo que sigan escribiendo y se conviertan en los novelistas, guionistas, cuentistas, ensayistas y poetas del futuro.
Este libro contiene muchas horas de trabajo; mucha pasión; mucha entrega. Y lo más importante: contiene catorce relatos contra lo imposible. Buenos relatos.
Los autores han sobrevivido a batallas cruentas y tienen ideas que pueden deleitar e inspirar. Son soñadores que viven intensamente; que han buscado sus sueños y les han dado vida aquí, con la alegría de saber que en sus sueños están cumpliendo una misión; pues como dice Calderón de la Barca... ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son
.
Alma Clara
Alma Clara
Flory Vargas
—No puedo morir. No quiero morir. ¡Por Dios, tengo apenas treinta y dos años!
Esa mañana mi chequeo anual obligatorio me envió directo a la obsolescencia programada
. Así se le dice.
Una niña me observó llorando en el tranvía. Limpié mis lágrimas. ¿Habría adivinado mis frases de frustración? ¿Estaría consciente de que a ella también podía pasarle? Cada año sería revisada por el sistema y, si tenía cualquier deterioro físico, su muerte sería decretada y ejecutada.
El mundo había cambiado. Ya no se permitía la existencia de seres humanos enfermos o defectuosos. Éramos demasiados. Solo los perfectos tenían derecho a vivir. Por lo visto yo no lo era; ya no. Pero dentro de mí había una voz que quería gritar y rebelarse. No era justo. ¿En qué momento la humanidad perdió su libertad para equivocarse y ser imperfecta? ¿Cuándo permitimos que un gobierno global computarizado, frío y sin alma se apoderara del planeta para hacernos vivir una perfección impuesta y contraria a la naturaleza humana? Antes se decía: Nadie es perfecto
. Ahora, simplemente, si no eres perfecto, te mueres. Pero yo no quería morir. No debía. Aún me quedaba mucho por hacer. ¡Aunque al sistema eso no le importara!
Sentí ganas de vomitar. El tranvía aéreo llegaría a la siguiente parada en cualquier momento; la impresionante velocidad del infernal vehículo, conocido como el Straddling, me causaba siempre la misma sensación de náuseas. Al fin se detuvo, salí tan rápidamente que perdí el equilibrio, pero logré aferrarme a una de las barandas metálicas que protegían el andén, a quince metros de altura. Ahí me quedé un rato, paralizada por mi vieja fobia a las alturas, a la que se sumaba el temor por la terrible noticia que había recibido hacía apenas unos minutos.
—¿Morir yo? —susurré—. ¿A mi edad? ¡No he trabajado lo suficiente! ¡No he formado una familia! ¡Ni siquiera he hecho el amor las suficientes veces! No, ¡caramba!, no puedo morir… No puedo dejarme matar…
Bajé las escaleras platinadas que me llevaron al nivel principal de la calle, allí donde alguna vez transitaron los automóviles y ahora sólo se permitían peatones.
El bulevar se veía hermoso en esa tarde de verano, con sus maceteros llenos de coloridas flores y sus limpias baldosas de pálido gris; sin embargo, lo que yo necesitaba con urgencia era calmarme y recuperar el aliento. El temblor de las piernas me impidió llegar hasta una de las banquetas al lado de la vía y preferí adentrarme en un estrecho callejón. Lo que menos quería era llamar la atención. Tosí. Hice algunos ejercicios de respiración. Era como si el aire se negara a fluir por mi tráquea. ¿La gente lo notaría? Entonces vomité. No pude controlarlo.
Me sentí el ser más miserable del planeta. Estuve inmóvil, mientras por encima de mí se escuchaba el zumbido de los vagones del Straddling que se deslizaban dentro de los oscuros tubos de presión. Poco a poco recuperé el aliento. De repente alguien me tomó por los hombros; trepidé con un sobresalto de terror. Pensé que podría ser la policía, si me habían notado enferma. No me moví. La persona a mis espaldas puso en mis manos un pañuelo blanco impecable. Lo tomé. Di la vuelta; era una mujer mayor que sonreía con bondad y me miraba fijamente. Tenía su cabeza envuelta en una pañoleta de seda que terminaba atada en un pequeño nudo en su barbilla y llevaba una larga gabardina que le añadía un toque aristocrático. Resultaba asombrosa la edad tan avanzada que aparentaba, considerando que era muy extraño ver adultos mayores por las calles.
—Gracias. Es usted un ángel —le dije en un ahogado susurro.
—Pronto estarás mejor, no te preocupes. Yo misma siento vértigo al pensar en toda esa gente que viaja allí encerrada como ganado. Serán unos trescientos por vagón, supongo. Hace mucho que no me subo a uno, ya no lo soportaría —su comentario me provocó desconcierto.
—¿No usa el Straddling? ¿Y cómo se mueve de un lugar a otro? Ese es el único medio de transporte permitido a los civiles.
—No lo hago —confesó.
—¿Qué ha dicho? ¿Solo camina? ¿Y cómo vive? ¿Dónde trabaja? ¿A qué se dedica?
Ella giró la cabeza como queriendo huir… Era una fugitiva. Lo adiviné. Una mujer de su edad no podía estar viva. No lo merecía según las reglas del sistema.
El sonido del tubo supersónico sobre nuestras cabezas atenuó la incomodidad de un silencio obligado.
—Prefiero no pensar en ellos como ganado… Me refiero a la gente que viaja en el Straddling, yo suelo subirme a observar a esas personas que viajan; imagino hacia dónde van y qué tipo de vida tendrán, su personalidad, sus historias.
Cada vez estaba más convencida de que la existencia de esa mujer iba en contra de todas las normas existentes, del nuevo orden que imperaba: un mundo en el que ya no se permitía envejecer más allá de esa delgada línea en donde, si te convertías en una carga para los demás, ya no tenías derecho a vivir.
Se dio cuenta de que había descubierto su secreto, pero la detuve amablemente por el brazo.
—Espere… No se vaya… Necesito que me ayude. Estoy desesperada. Me han decretado sentencia de muerte…
—A ti… —lo dijo despacio, casi en un susurro—, ¿también?
—Sí.
—Te vi toser hasta casi ahogarte. ¿Estás enferma?
—Es solo una gripe. Se me pasará…
—A nadie le decretan sentencia de muerte por una gripe.
—Soy asmática…
—Ajá… ¿Nada más?
—Lupus. Pero puedo vivir. Solo sufro rachas malas; siempre me recupero. Tengo demasiados sueños por cumplir. En cambio…
—En cambio aquí estoy yo, que soy un desperdicio del tiempo, ¿verdad?
—No diga eso, por favor. ¡Todo lo contrario! Ayúdeme a aclarar mi mente, se lo ruego. Este es un momento muy difícil para mí.
—Es difícil para todos.
—Quiero saber cómo ha llegado usted a vivir tanto; todo eso que me perderé.
—Está bien… vamos.
La anciana empezó a caminar; la seguí hasta llegar a la terraza de una acogedora cafetería inspirada en el estilo francés de antaño. Los supermercados ya no existían desde que los cerraron para racionar los alimentos de forma personalizada según cada organismo. A pesar del excesivo control en los temas de salud y nutrición, afortunadamente se habían conservado los restaurantes, en realidad por razones lúdicas y de socialización. A falta de pan, un poco de circo…
Nos sentamos junto a una pequeña mesa de madera añejada con centro de vidrio; presioné un par de veces uno de los botones disponibles en el menú electrónico. Cinco minutos después, la mesera apareció con una bandeja que contenía dos porciones idénticas de fruta, un par de galletas de granola y las tazas de humeante sustituto de café.
—Hubo una época —rememoró la anciana— en la que podías decidir lo que comías.
—Yo no conocí esa época. Cuando nací el sistema ya lo controlaba todo. Para mí, el racionamiento es bueno. Dicen que gracias a eso la gente es más sana y ya no se ve el exceso de peso como antes.
—Igual te vas morir. ¿De qué te ha servido todo esto? —sentí el comentario como un balde de agua helada… Ella se dio cuenta, pero no se disculpó. Coincidí.
—En eso tiene toda la razón, no voy a negarlo —pero no pude controlar la congoja; mis manos temblorosas apenas podían sostener la taza—. ¡Por Dios, tengo apenas treinta y dos años! —y rompí en un llanto desconsolado que se plasmó en el pañuelo, cuyo tono blanco ahora surcaban los trazos oscuros de mi maquillaje mezclado con lágrimas.
—¿Ya se lo contaste a tu familia?
—No tengo familia. Mis padres ya murieron, ni siquiera los dejaron llegar a la edad límite de obsolescencia; supongo que la genética no ayudó. Soy hija única y nunca encontré con quién compartir mi vida.
—Lo siento.
—Y pensar que hace años se creía que el futuro se podía predecir entre estos restos oscuros y aromáticos del café; ahora lo retuercen y acomodan a su antojo.
—¿Ya tienes fecha?
—No. Justo a eso iba cuando me encontré con usted. Me dirigía a ese maldito lugar.
Señalé con el índice al final de la calle, donde se encontraba un enorme edificio blanco de mármol, identificado con brillantes letras doradas: IPRO
.
La anciana no tuvo que girar la cabeza. Sabía muy bien dónde se encontraba el Instituto de Programación de la Obsolescencia.
Todos estábamos muy acostumbrados a la muerte ajena. Pocas personas llegaban a conservar a sus padres y otros parientes con vida por largos periodos. El límite general establecido, sin excepciones, era de setenta años. Antes de eso, se fijaba la fecha de finalización en todos los casos que, bajo criterio médico, implicaran una pérdida de capacidades físicas o mentales, así como requerimientos médicos y cuidados hospitalarios que el Estado ya no estaba en posibilidad de cubrir. Visto fríamente, el esquema riguroso de organización había sido un éxito. Quedaba más dinero para alimentación, educación e infraestructura. Ya no era necesario contar con tantos hospitales y medicamentos, excepto para la salud preventiva.
—¿Cómo te llamas,
