El amor late bajo el terciopelo azul
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Una tarde de noviembre de 1986, una niña de doce años, de bonita melena rubia y cara angelical, y de nombre Deseada, desaparece en el barrio de la Suerte, en presencia de todos. Diez días después reaparece de regreso a casa, pero nunca llegó a su destino. En el corto trecho de la plaza a su portal volvió a desaparecer, esta vez para siempre.
Treinta y dos años después, comienza el juicio a Jesús Durán, acusado de pederastia y asesinato de varias niñas. En 1986, Durán trabajaba de farmacéutico en el barrio y le hacía fotografías de carácter sexual a Deseada a cambio de perfume gratis.
El caso despierta el interés de Helia, una joven emigrada a Londres que pasa unas cortas vacaciones en casa. En el misterio sin resolver, Helia ve una oportunidad de abrirse hueco en la revista en la que trabaja desempeñando tareas menores. Hablará con la periodista que informó sobre el suceso, con el inspector responsable y otros testigos de aquel 1986. Y recuperará un beso como el del "Infierno" de Dante: tembloroso, prohibido y fatal.
«Este es un mundo extraño, ¿verdad?», le dice Sandy a Jeffrey como colofón a la historia que narra la película "Blue Velvet". Porque pocas cosas son como parecen. Igual que en "El amor late bajo el terciopelo azul".
—ADVERTENCIA—
Aunque esta novela forme parte de una serie, no significa que suceda a la inmediatamente anterior. Previamente se han publicado "El amor huele a café" y, su continuación, "El amor sabe a chocolate". Pero, si hubiera que situar la nueva trama en el tiempo del relato global, habría que colocarla antes de la que se desarrolla en "El amor huele a café".
Así pues, "El amor late bajo el terciopelo azul" es el volumen 0, y, por tanto, nada pierde quien no haya leído ninguna de las entregas anteriores. Sí puede resultar interesante para quienes sigan la serie, puesto que ofrece una mirada al pasado de algunos personajes conocidos.
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El amor late bajo el terciopelo azul - Nieves García Bautista
EL AMOR LATE BAJO
EL TERCIOPELO AZUL
SMASHWORDS EDITION
Copyright © Nieves García Bautista
Imagen de portada:
Canva
A Pilar.
A Antonio.
Sin sus generosas sugerencias, el final habría sido distinto.
Este es un mundo extraño, ¿verdad?
Frase final de la película Blue Velvet,
de David Lynch (1986).
ADVERTENCIA
Esta novela forma parte de una serie. Previamente se han publicado El amor huele a café y, su continuación, El amor sabe a chocolate.
Sin embargo, que El amor late bajo el terciopelo azul se publique ahora en tercer lugar no significa que suceda al inmediatamente anterior. De hecho, si hubiera que situar su trama en el tiempo del relato global, habría que colocar esta historia antes de El amor huele a café.
Así pues, El amor late bajo el terciopelo azul es el volumen 0, y, por tanto, nada pierde quien no haya leído ninguna de las entregas anteriores. Sí puede resultar interesante para quienes sigan la serie, puesto que ofrece una mirada al pasado de algunos personajes conocidos.
PRÓLOGO
Iban a paso rápido. Carmen, algo más adelantada, dominada por esa clase de violenta glucosa emocional que las sorpresas desagradables imprimen a los músculos. Deseada, un poco rezagada por la culpa. Y por el resentimiento. Su madre la había obligado a ponerse la chaqueta de terciopelo azul que le quedaba pequeña, seguro que para recordarle que no era tan mayor como creía. Encima, la llevaba al parque. Ahí, a unos pocos metros de distancia, veía el cuadro infantil de arena, columpios y niñas pequeñas con sus muñecas bobaliconas. A sus doce años Deseada no podía imaginar un castigo peor.
Aunque los pasos de Carmen eran más de autómata, ella también era consciente del cuadro, aunque no del tinte infantil con el que lo contemplaba su hija. Veía a esas mujeres, sus vecinas, murmurando. Especialmente Celeste. Esa condenada mujer nunca le perdonaría que fuera divorciada. Pero qué tendrá que importarle a esa mujer lo que ella hiciera con su vida. No se metía con nadie, era buena vecina, y se mantenía por sí misma, gracias a su trabajo. Ojalá hubieran legalizado el divorcio mucho antes, se habría separado al día siguiente de casarse. Pero eso era el pasado. Le importaba mucho más el presente, y el presente, tan feliz hasta hacía unos instantes, se le había torcido.
—Ahí, a jugar —dijo Carmen mirando atrás. Con un gesto de la cabeza le señaló a Deseada la arena donde se sentaban las otras niñas.
—Pero… —se atrevió a musitar Deseada.
—Mira, está Adela. Ve con ella.
Deseada soltó aire. De acuerdo, Adela era la niña que mejor le caía, era la menos infantil, pero solo tenía nueve años.
—Venga —insistió Carmen.
Se volvió hacia las mujeres, en torno a un banco, y se reunió con ellas. Cayetana, la madre de Adela, la saludó con su habitual cortesía. Aunque le resultaba un poco fría y distante, era una mujer amable y educada. En el barrio se la conocía por su elegancia sencilla y su poca inclinación a las habladurías. Por eso Carmen se relajaba con Cayetana.
—¿Dónde has dejado a… tu amigo? —preguntó Celeste con ojos chispeantes.
Era turbia Celeste. Oscura. De fondo fangoso. Igual que el pantano de una película de terror. Carmen podría replicar con un sarcasmo equivalente; muchas veces las palabras hirientes, como flechas, se le agolpaban en la garganta. Pero sabía que nunca las dispararía, no era su carácter. Y ahora, además, estaba demasiado triste.
—Héctor tenía unas redacciones que corregir.
—Bueno, tú estarás tranquila por tu niña —siguió Celeste—. Le pondrá la mejor nota, evidentemente.
Las otras mujeres callaron. Carmen tragó saliva, preguntándose qué hacía ahí. Se sentía muy diferente de Cayetana, Celeste y Charo. No solo porque estuvieran casadas y ella fuera la única divorciada, la única que gastara mucho dinero en ir a la última moda, vistiera pantalones vaqueros o ropa ceñida, o se pintara las uñas de rojo. El caso era que casi nunca se juntaba con las vecinas, porque ninguna, nunca, se ponía de su parte.
—Desi siempre ha sacado muy buenas notas. Y Héctor es un profesor recto y honesto —se defendió Carmen, aunque al instante se arrepintió. ¿Por qué había ocasiones en que remarcar la verdad sonaba a acusación?
Estaba cansada. No era la primera vez que alguien insinuaba un trato de favor de Héctor hacia Deseada, y no terminaba de acostumbrarse. Estaba harta de las envidias y de que la gente dirigiera sus dardos al blanco fácil: una mujer divorciada que se pone a trabajar y vuelve a enamorarse y trata de ser feliz.
De la taberna de Julián escapó un «goool» que viajó hasta el banco de las mujeres en vaharadas de testosterona.
—Me tengo que ir —anunció Celeste, y añadió con la sonrisa de quienes se sienten afortunados—: A mi marido le gusta cenar bien y a su hora.
Celeste era alta, esbelta. Nunca vestía pantalones, ni siquiera los días muy fríos, y siempre se recogía el pelo castaño en un moño italiano perfecto. Agarró a su madre por un brazo y tiró hacia arriba.
—Vamos, mamá.
Aurelia se hizo la remolona, como una niña pequeña. Se había pasado la tarde enfrascada en su bolsa de pipas, en tratar de pelarlas. La mayoría se le caían al suelo o a la falda, pero al menos así estaba entretenida. La anciana había llegado a ese paréntesis en el que desembocan muchos mayores, un espacio vacío entre la vida y el final, una burbuja en la que no ocurre nada y que tiene a los demás a la espera de que se rompa. Aurelia solo se movía por indicación de Celeste y las pocas veces que hablaba era para soltar graves sentencias de aire entre bíblico y apolítico.
El cielo se encapotó y se levantó un aire fresco y desapacible.
—Venga, mamá. —Celeste forcejeaba con evidente fastidio, incapaz de hacerse con el cuerpo flojo y pesado de la anciana—. ¡Deja ya las pipas de las narices, coño!
Le arrancó la bolsa de las manos y la tiró al suelo con violencia. Aurelia se puso a llorar y a dar manotazos.
—¡Mamá, mala! ¡Mamá, mala! —gemía la anciana.
Celeste resopló:
—Está fatal de la cabeza.
Las otras mujeres le lanzaron miradas de comprensión, excepto Carmen, que se mantenía de pie, hierática, de brazos cruzados. El frío le recorrió el cuerpo. El viento arreció y el pelo rizado le dio en la cara. Parecía que el tiempo hubiera venido a ayudarla, le estaba dando la excusa perfecta para marcharse.
—Qué mala se está poniendo la tarde —dijo Cayetana levantándose del banco—. ¡Adela, vamos para casa! Mira a ver si encuentras a tu hermano.
—Hacía un rato iban hacia allá —dijo Charo, refiriéndose al hijo de Cayetana y al suyo, que siempre andaban juntos.
—Nosotras también nos vamos —dijo Carmen en el instante en que notaba que algo se le enredaba en los pies.
Al mirar abajo descubrió la delicada chaqueta de terciopelo azul arrastrada entre la arena y la porquería de la calle. Se iba a enterar esta niña.
—¡María Deseada! —gritó. Por lo general, a la niña la llamaba Desi, menos cuando se enfadaba. Entonces recurría a su nombre de bautismo.
Carmen miró en torno a la plaza. Estaban Adela y las otras niñas y niños en el parque de arena. Pero ¿y Desi? ¿Dónde se ha metido? Alrededor había edificios de viviendas, locales comerciales, un seto que rodeaba la plaza y varias calles que desembocaban en ella.
—¡Desi! —Una alarma se le disparó en el pecho. ¿Por qué no aparecía la niña? Estrujó la chaqueta de terciopelo contra su cuerpo—. ¡¡¡Desiii!!!
—¿Qué ocurre? —le preguntó Cayetana—. ¿No está Desi?
—No.
—¡Adela! ¿Has visto a Desi?
La niña miró alrededor y se encogió de hombros.
—¡¡¡Desi!!! —volvió a gritar Carmen, con una voz animal, primitiva.
Una bandada de niños salió corriendo de un local, perseguidos por un señor medio calvo, de cara arrugada y ceño fruncido.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Malditos críos! ¡Estoy harto!
Era Bernardo, el dueño de la tienda de antigüedades, es decir, un local atestado de muebles de segunda mano y baratijas varias que los niños solían tomar como campo de juego para el escondite o solo para fastidiar al hombre. En aquel chorro de chavales estaban Hugo y Jorge. Sus madres los llamaron a voces, prometiéndoles que en casa tendrían su merecido.
Carmen se acercó a ellos.
—¿Habéis visto a Desi? ¿Estaba con vosotros?
Los chicos se miraron dudando, preguntándose. No, no la habían visto.
—¡Desi! ¡Desi!
Carmen había empezado a andar en círculos. ¿A dónde ir? ¿Dónde podía buscar?
—No te preocupes —le dijo Cayetana poniéndole una mano en el hombro a modo de consuelo—. Estará por ahí metida, ya sabes cómo son los críos. Aparecerá. Te ayudaremos.
—Sí, nos ponemos a buscarla todos —se unió Charo—. Los chicos y los hombres también. ¡Jorge! Dile a tu padre que deje el fútbol y que venga. ¡Vamos!
—Yo me voy —dijo Celeste, que al fin había conseguido levantar a Aurelia—. Si no, se me hace tardísimo y tengo mucha tarea. Hale, que se os dé bien la búsqueda, ¿eh?
—Se la llevó —murmuró Aurelia con su voz ronca y apenas audible.
