Justo
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Escrito en una primera persona de estilo directo y peculiar, Justo esconde un triple relato: el de una vida dedicada a una misión sagrada, el de una venganza y el de la nostalgia por un tiempo cada vez más lejano, por unas calles cada vez más ajenas, por una ciudad moribunda que se desangra víctima de sus propios anhelos, de sus propios errores.
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Justo - Carlos Bassas del Rey
1
Un gorrión con el ala rota
Cada día me despierto más temprano.
Me gusta el barrio a estas horas, justo cuando empieza a clarear. Ese albor que no acaba de ser luz aún, que todavía es solo una promesa. Hasta que el sol supera los primeros tejados y azoteas y sus rayos comienzan a centellear entre las hojas de los árboles.
Los japoneses, tan ordenados, tan eficientes, tienen una palabra para eso. Una sola palabra que quiere decir: «Los rayos de sol que se filtran a través de las hojas de los árboles».
No os lo pondré en bandeja.
La buscáis.
Asisto devoto al alumbramiento de empedrados, de calles, portales y fachadas, mientras voy camino del Damián.
Todo el mundo duerme. Menos los pájaros y algún rezagado que ha perdido la dirección de casa. Queriendo. Sin querer. Que a veces mete la llave en el bombín de un piso que no es el suyo intentando entrar en la vida de otro, cansado de la suya.
La tranquilidad dura exactamente media hora. Hasta que irrumpen los primeros repartidores y la máquina del ayuntamiento arrambla con toda la mierda de la noche anterior.
Lo único que no se lleva es la miseria.
Solo botellas deshabitadas.
Hoy tengo que ir al Centro de Salud. Me toca control del Sintrom.
Pero tengo otro motivo.
Olga.
Desde la terraza del Damián se ve la entrada trasera de Santa María del Mar, más sobria, más discreta.
El local es una antigua pescadería ubicada en la esquina con la calle de Calders. Sobre la puerta conserva una vidriera con dos peces silueteados con veta de plomo.
Uno verde.
Otro azul.
Una virguería.
Cuando todo está en silencio, los puedes oír nadar.
No se rompió mucho la cabeza con el nombre del establecimiento, Damián. Lo bautizó así para dejar constancia de su paso por este mundo.
Hace tiempo le ofrecieron un buen dinero por el tinglado. Pero el hombre es de los míos. De los que aún llama al barrio por su nombre. Así que los mandó a paseo.
Nació aquí.
Creció aquí.
Se casó aquí.
Sus hijos, que lo odian por joderles un futuro de pisito en Sarrià o en Gràcia, de apartamento en Sitges, Canet o Tossa, nacieron aquí.
Morirá aquí.
Hoy, la Ribera ya no es la Ribera. Tampoco lo son Sant Pere ni Santa Caterina.
Hoy, todo es el Born.
Supongo que a los pijos les suena mejor así.
Es más chic.
El local está vacío, como siempre. Da igual la hora.
Aquí solo venimos los viejos. Los que aún somos capaces de nombrar las tiendas que han desaparecido, a los que han muerto en la diáspora, varados en alguna residencia, en algún apartamento tutelado.
Por eso no viene nadie.
Porque nadie quiere oírnos.
Están hartos de nuestra cantinela.
Y porque huele a viejo.
También le queda cierto aroma a pescado.
Por mucho que el pobre Damián pintó y repintó las paredes, primero de añil, después de un manzana ácida, le ha sido imposible librarse de él. Quizás algún día descubra el cadáver de un rape, de una pescadilla, de una merluza, emparedados tras alguno de los muros.
Mi café con leche en vaso me espera sobre la barra.
—¿Te has enterado? —me recibe.
—¿De qué?
—Ayer se cargaron al Milongas y a dos de los suyos. A tiros. Quien lo haya hecho tiene un par de huevos. Es gilipollas, pero tiene un par.
«Lo sé», estoy a punto de contestar.
El Milongas tiene un jefe. Tiene un hermano pequeño. Tiene colegas. También tiene competencia. El Moro. Y clientes descontentos, seguro; otros desesperados. Más seguro aún.
Todos sabíamos que no iba a vivir mucho, incluido él. Pero le ha llegado la hora antes de lo que esperaba, que no es lo mismo que antes de tiempo.
—Un gilipollas —constato.
—Ahora no nos van a dejar en paz.
Damián se refiere a su gente. Y se refiere a la bofia. Todo lo que afecte, aunque sea de refilón, al turismo, es prioritario.
No me preocupan ni los unos ni los otros.
—¿Vas a ver a Olga?
Asiento.
—Si me alegro por alguien, es por ella.
Vuelvo a asentir.
Olga es la ex del Milongas.
Un ángel.
El amor es el sentimiento humano más extraño.
No entiendo cómo una mujer como ella, tan inteligente, tan lista, con sus estudios, con su carrera, se pudo enamorar de un malnacido como él.
Yo no tengo estudios. Pero Dios tiene estas cosas: escoge sus herramientas según cada propósito.
Me hubiera gustado tenerlos, si lo pienso ahora.
Pero no los tengo.
Cuando eres crío, las letras y los números te parecen una pérdida de tiempo. Empleas mañanas, tardes y las noches en cosas verdaderamente importantes, aquellas que te proporcionan una satisfacción inmediata.
Ya habrá tiempo, piensas. Hasta que llega el día en el que te das cuenta de que se acabó. De que tu vida ha sido una mierda. De que te han estafado. De que el único estafador eres tú.
Eso sí, con los años me he preocupado por leer. Aprendí en casa, con los tomos de Las calles de Barcelona de Víctor Balaguer. Una calle cada noche, de postre. Ahora devoro todo lo que cae en mis manos: libros, revistas, gacetillas de barrio y hasta folletos y prospectos. Llevo años suscrito al Muy Interesante.
Los de mi generación hemos trabajado desde críos. Empezamos como nen de los recados, como botones, como aprendices en una botiga, en un taller, en una fábrica. Después te colocabas como oficial de primera, de segunda, de tercera y, con el tiempo, podías llegar hasta capataz o encargado.
Eso si sabías leer y fer números.
Luego, la barrera de clase te frenaba el ascenso.
La de nuestros padres no tuvo nada. Las pasaron canutas; bastante tenían con traer comida a casa como para encima saber querernos.
La de nuestros nietos vuelve a no tener nada.
El amor es extraño, decía.
Cuando nos enamoramos, el cerebro se nos va a freír espárragos. Algo ahí dentro deja de funcionar. Es por culpa de la adrenalina, de la serotonina, de la acetilona, de la testosterona, de la dopamina, de la norepinefrina, de la progesterona, de la oxitocina, de la vasopresina —lo leí hace tiempo en el Muy Interesante, para eso está.
A los hombres se nos va la cabeza por un coño.
Siempre ha sido así. Desde Adán.
No es una justificación. Es una mala costumbre.
Pero uno cree que las mujeres tienen un sexto sentido para los cabrones; que no les pueden los bajos. Sobre todo porque el Milongas siempre fue el Milongas.
No era uno de esos niños de familia bien que aguanta el tipo de bon nen hasta la noche de bodas; aún no le había salido pelusa sobre el labio y ya se dedicaba al negocio.
Olga debió de creer que lo podía cambiar. Que lo podría curar como a un gorrión que se ha caído del nido y tiene un ala rota. Llevárselo a casa, guardarlo dentro de una caja de zapatos y darle el cariño que nadie le había dado en su vida. Y que, al abrirla, se encontraría con una paloma blanca, con una tórtola magnífica.
Tan lista para unas cosas y tan burra para otras.
Cuando se casaron, el disgusto mató al padre y dejó muda a la madre.
«Una catatonia», dijo el médico.
«Los cojones», pensé yo.
Así que cuando llegó la primera paliza, la chica se vio sola. Sola en la segunda. Sola en la tercera. Sola en la cuarta. Hasta que se armó de valor y lo denunció.
Algunos cuentan que, justo antes, una noche en la que el Milongas llegó a casa con ganas de gresca, le puso un cuchillo jamonero en los huevos y lo deslizó despacio como si fuera un arco de violín.
Olga es enfermera.
Mientras le sacaba unas notas al escroto, debió de decirle que si le seccionaba la arteria bulbouretral, la dorsal, la cavernosa, la perineal, la pudenda o la cremastérica, se acabó lo que se daba, de modo que la dejó en paz por un tiempo. Ahogó las penas en otros coños y se dedicó a otros polvos. Pero pasados los efectos disuasorios del filo en las partes, volvió a la carga.
Todos sabíamos que la denuncia, que la orden de alejamiento, que la sentencia, no la salvarían. Y mira tú por dónde, quien se ha ido antes al otro barrio ha sido él.
Olga trabaja en el CAP de Davant del Portal Nou.
Aún es pronto.
Hoy apretará el calor.
Ese calor acuoso que hace que las calles huelan a sumidero, a cloaca.
A Barcelona le apestan los bajos en verano.
Subo por Rec hasta Tantarantana.
Me topo con un grupo de estudiantes frente a la puerta de la residencia. Son incapaces de hablar bajo. Tratan de imponer su razón, la que sea, acerca de lo que sea, a golpe de decibelio, a fuerza de aspaviento.
Un chaval descamisado presume de cuerpo griego; los bíceps, los pectorales, el recto abdominal bien marcados. Piensa que es un deber sagrado compartirlos.
Un par de chicas lo observan.
Apenas rozan los diecinueve. Una, rubia; la otra, con el pelo color otoño. Lo lleva recogido. Se ha hecho un moño en la coronilla; un nudo improvisado con un lapicero, tan tenso que le rasga los ojos.
Parecen una raspa. Son un morrión al que alguien ha dado forma de mujer, el tronco de alambre, los brazos de alambre, las piernas de alambre, los dedos y el cuello de alambre.
Me desagradan las mujeres secas, las que tienen más rectas y ángulos que curvas. Tampoco me gustan las frágiles.
Al verse descubiertas, apartan la mirada y se confiesan el pecado de la carne. Se susurran el deseo. Quizás hasta decidan disfrutarlo juntas en un alarde de solidaridad.
Cruzo Sant Agustí Vell, tiro por Basses de Sant Pere hasta Rec Comtal y llego a mi destino.
La fauna de siempre espera sentada en la sala.
No me gusta venir.
Cada rostro cansado, cada alma en pena, me recuerda que soy viejo, que me parezco poco al hombre que fui.
Ahora soy una carga para la sociedad, dicen.
Un parásito.
Una pensión que podrían ahorrarse si tuviera a bien realizar el muy solidario acto de quitarme de en medio.
Me siento y me acuerdo de Edgar G. Robinson en Cuando el destino nos alcance. También de La balada de Narayama. A los viejos de la primera les dan una muerte tranquila y los convierten en alimento. Todo muy moderno, muy civilizado; no protestan, deben cumplir, tienen una responsabilidad. A los de la segunda se los llevan a la montaña para que mueran a la intemperie y dejen de esquilmar los recursos de la comunidad.
Si algunos pudieran, nos liquidarían en aras del bien común.
Llegado el caso, prefiero convertirme en manduca. Provocarle una mala digestión a alguien.
Mientras espero, leo en el periódico que en ciertos barrios de Nueva York está pasando lo mismo que aquí. Están cerrando muchos de los restaurantes típicos.
La página dice que se llaman diners.
Pues ya quedan pocos diners en Nueva York. Una pena, señala el cronista, que a buen seguro no los ha pisado nunca. Es solo uno de esos nostálgicos de pluma.
Son el equivalente a bares como el de Damián, que es de lo poco que queda por aquí de los de toda la vida. Y por un momento, por un instante fugaz, el destello de una luciérnaga, me siento neoyorquino.
«I am a New Yorker.»
Los bares son una parte importante de la vida de un hombre. Una prolongación del salón de casa, del comedor, del retrete. A veces, hasta del dormitorio. También del diván del loquero. Hoy lloras tú, mañana se te acuna el vecino de barra.
Los debería financiar la Seguridad Social.
Me viene a la mente una canción de El Último de la Fila. Yo también he enseñado muchas veces mi trocito peor en la barra del Damián. Pero jamás me lo ha echado en cara. Ni una mala contestación. Ni un reproche.
Nunca.
Es un buen hombre, Damián.
Quizás por eso, porque es así, demasiado bueno, su mujer se largó y los hijos no