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Siete pasos más tarde: Una poética de las medidas del tiempo
Siete pasos más tarde: Una poética de las medidas del tiempo
Siete pasos más tarde: Una poética de las medidas del tiempo
Libro electrónico282 páginas5 horasEl Ojo del Tiempo

Siete pasos más tarde: Una poética de las medidas del tiempo

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Información de este libro electrónico

Navegando con maestría entre el ensayo y la creación literaria, Menchu Gutiérrez se adentra en las maneras en que la palabra poética ha abordado el cómputo del tiempo.
«Diríamos que el tiempo existe porque nosotros existimos, porque el reloj somos nosotros mismos, porque contamos con un órgano llamado reloj que, a diferencia del corazón, los riñones o el hígado, resulta ilocalizable en el mapa del cuerpo, quizá porque vive, invisible, disuelto en todos ellos».
Este libro versa sobre las formas en que la palabra poética ha abordado el cómputo del tiempo y, en definitiva, sobre la esencia del mismo: desde el latido del corazón o el tañido de la campana a los días de la semana, los meses, las estaciones o los calendarios. El tiempo se cuenta con los sentidos y se lee en las distintas huellas que deja en estos, en el canto del gallo, en la cera de una vela que se derrite o en el olor que perdura más allá de una presencia.
Con decidida libertad, Menchu Gutiérrez se adentra en la multitud de creadores de este inasible concepto. Apoyándose en las voces de escritores y poetas, y en ideas y metáforas propias, se detiene en los umbrales y los claustros del tiempo, lee en los estratos geológicos de la tierra o nos muestra un rico y sorprendente inventario de tiempos crecidos fuera del tiempo.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento11 oct 2017
ISBN9788417151669
Siete pasos más tarde: Una poética de las medidas del tiempo
Autor

Menchu Gutiérrez

Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) es novelista, traductora y poeta. ­­De­ su amplia obra poética destacan El ojo de Newton, La mano muerta cuenta el dinero de la vida, La mordedura blanca (Premio de Poesía Ricardo Molina 1989), Lo extraño, la raíz y el ensayo biográfico San Juan de la Cruz. En Siruela ha publicado Latente (2002), Disección de una tormenta (2005), Detrás de la boca (2007), La niebla, tres veces (2011), El faro por dentro (2011), Decir la nieve (2011), araña, cisne, caballo (2014), Siete pasos más tarde (2017) y La mitad de la casa (2021).

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    Siete pasos más tarde - Menchu Gutiérrez

    portadilla

    Índice

    Cubierta

    Siete pasos más tarde

    Nota preliminar y agradecimientos

    (entrada al libro)

    (siete rosas más tarde)

    (del perfume a la naftalina, del tiempo en los dedos)

    (tiempo de color, tiempo sonoro)

    (campana, tambor, metrónomo, reloj, corazón)

    (el rayo latente)

    (el reloj, siete pupilas más tarde)

    (el gallo, el grillo, la vela y la bombilla)

    (huellas)

    (fechar en piedra)

    (el auspicioso día)

    (dos veranos y dos inviernos)

    (los escalofríos de las estaciones)

    (querido marzo)

    (los astros fijos)

    (el quinto sol)

    (germinal)

    (siete días más tarde)

    (en la silla de bronce)

    (intrusos del tiempo)

    (los claros del tiempo)

    (la posibilidad de una hora)

    (tercera aguja incandescente)

    (un órgano llamado reloj)

    (los zahoríes del tiempo)

    (lentitud, rapidez del tiempo)

    (diábolo del tiempo)

    (hice, he hecho, hacía, habré hecho)

    (endelantre)

    (érase una vez)

    (el último promontorio de los siglos)

    (la vida es una estación)

    (los días de nuestra edad)

    (las cinco en sombra de la tarde)

    (procesión de hormigas)

    (todo tiene su tiempo)

    (aquel que es solo huésped)

    (la séptima habitación)

    Bibliografía

    Obras de Menchu Gutiérrez publicadas en Ediciones Siruela

    Créditos

    Siete pasos más tarde

    Nota preliminar y agradecimientos

    El primer capítulo de este libro está en deuda de gratitud con mis queridos amigos, los cineastas Stephen y Timothy Quay, quienes declaran que a sus películas no se entra por la puerta sino por una trampilla.

    Esta obra no pretende ser un ensayo erudito ni exhaustivo sobre las metáforas del reloj o sobre las distintas maneras de contar el tiempo en la literatura, y desde sus primeras líneas defiende un compromiso esencialmente creativo y poético.

    Por fidelidad a ese espíritu y para aligerar una lectura que de otro modo se vería lastrada por la referencia a las fuentes de los textos citados, esta información queda recogida al final del libro. El origen de todas las citas resulta fácilmente reconocible en la bibliografía, y cuando no es así este se especifica. Por otro lado, soy responsable de las traducciones cuyos títulos aparecen en inglés o francés.

    Mi gratitud a la dirección del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, donde leí algunos fragmentos de este libro en forma de conferencia, bajo el título de Los claros del tiempo.

    Agradezco también la generosidad de Selma Ancira y de Víctor Andresco, quienes me ayudaron a encontrar una cita perdida en un laberinto de cuadernos, y la de Marta Sánchez Escorial, a quien debo numerosos claros de paz durante la escritura de esta obra.

    A la memoria de mi padre, a quien veo reflejado en la esfera del reloj, y a Pedro, porque sabe silenciarlo con sus palabras.

    (entrada al libro)

    A un libro, como a una casa, puede entrarse por la puerta principal o por una puerta trasera. Hay sin duda autores que entran por las ventanas, otros que utilizan el tiro de la chimenea, y otros más que, arriesgando su vida, se sirven de los desagües. Hay autores que, como los roedores o algunos insectos, encuentran un agujero, una grieta en el muro, y libros que comienzan en la boca de un buzón, adosado a su fachada, en el que alguien ha depositado una carta. Existe también un autor que elige la trampilla.

    Al igual que las densas cortinas de un teatro esconden una abertura que el público no es capaz de distinguir —una fractura en esa secuencia de ondulaciones que recuerda a las dunas de un desierto— la trampilla es madera que se separa del suelo de madera, una puerta horizontal que comunica con el secreto.

    ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? No recordamos haber abierto ninguna puerta al libro; porque, sin duda, la cubierta de un libro no es la puerta real de la casa del libro; a lo sumo una verja que permite ver el jardín que la rodea, y de la cual el título no es sino una pálida contraseña de acceso.

    ¿Y cómo introducirnos en un libro cuyo protagonista es el tiempo o nuestra forma de decir el tiempo? ¿Cómo nos introduciríamos en una casa que hubiera sido derribada o en la que encontraríamos el umbral de una puerta desaparecida entre sus ruinas?

    Abordar el lenguaje del tiempo, con nuestra humanidad a cuestas, es estar dispuesto a contar todos los números y envolverlos, uno a uno, en papel de seda.

    Mientras descansa su cuello en el signo del infinito, el poeta intenta reconocer en el desierto la porción de arena que llena, alternativamente, cada uno de los embudos del reloj de arena, o, en la corriente del río, la cantidad de agua que ocupa y desaloja una clepsidra; otra forma de devolver arena y agua al desierto y al río.

    Decimos in medias res —en medio del camino— como si pudiéramos separar pasado y futuro, como si pudiéramos sumar y restar con los números del calendario, o con el viscoso material del recuerdo. En medio del camino, como si pudiéramos hacer balance del tiempo, del mismo modo en que se concibe la urbanización de un terreno, o se decide el diseño de un jardín; en medio del camino, como si ese punto fuera el lugar de una elección y elegir fuera posible.

    Es preciso rendirse a la evidencia: no hay una entrada única, existe una suma infinita de entradas y ninguna de ellas puede ser desechada.

    (siete rosas más tarde)

    En el jardín donde caen las ciudades del tiempo

    algo va a florecer

    siete rosas más tarde,

    pero nosotros no sabemos pronunciar su nombre.

    Para Paul Celan, entonces, existió un tiempo que no se contaba por días sino por rosas. Siete rosas más tarde... Una semana de siete rosas. La flor debía de levantarse y ponerse como un sol en su horizonte; la excepcional semana se mediría quizá con el delicado minutero de su fragancia. La rosa convertida en unidad de tiempo, un espacio-tiempo creado por siete rosas al que solo es posible acceder a través de la puerta de la poesía.

    Escuchamos una risa profunda y prolongada. Esa risa acompaña a quien sabe romper la ilusión del tiempo, y contarla y contarlo de otra manera.

    Para convencer a Gilgamesh de su condición de mortal, demostrándole que no es capaz de mantenerse despierto durante siete días y siete noches, Uta-napisti le pone una prueba. Siete días y siete noches fue el tiempo que duró el diluvio. Si Gilgamesh no puede vencer al sueño, tampoco podrá escapar de la muerte. Este es el calendario que Uta-napisti inventa para demostrarle que ha dormido durante toda una semana: la mujer cuece siete panes, uno cada día, que poco a poco se secarán e irán volviéndose rancios.

    ¡Venga, cuece el pan de cada día;

    sus rebanadas diarias se las dejas a su cabecera

    y, los días que se pase durmiendo,

    se los marcas en la pared!

    Ella coció pan;

    sus rebanadas diarias se las dejó a su cabecera

    y, los días que se pasó durmiendo,

    se los marcó en la pared.

    Su primera rebanada ya estaba reseca;

    la segunda, correosa;

    la tercera, húmeda;

    la cuarta se había puesto blanquecina: una torta;

    la quinta había enmohecido;

    la sexta estaba recién hecha;

    la séptima, aún en las brasas.

    Lo tocó, y se despierta el hombre.

    Como Celan —siete rosas más tarde—, podríamos decir siete panes más tarde, y, junto a la visión y el olor, sentir un sabor y una textura que hablan del tiempo.

    El paso del tiempo puede también sentirse en el reloj del paladar. Y así lo explicaba el maestro del té: «La primera taza humedece mis labios y la garganta; la segunda rompe mi soledad; la tercera penetra en mis entrañas removiendo mil pensamientos extraños; la cuarta me produce un ligero sudor y todas las pesadumbres de la vida se evaporan a través de los poros de mi piel; con la quinta me purifico; la sexta me transporta al reino de los inmortales; la séptima... ¡Ah, la séptima!».

    Pero el maestro no podía seguir bebiendo; tampoco había palabras que pudiesen transmitir lo que sentía...

    Del primer sabor al séptimo sabor, viajamos en el tiempo.

    Un paladar adiestrado reconoce las horas de ahumado de un pescado, el tiempo del humo, las huellas que este ha dejado en la carne. Un paladar que ha vivido mucho y ha padecido la escasez reconoce en el sabor rancio la enfermedad del sabor, la medida exacta de tiempo que nunca debió transcurrir, el tiempo en contra de la sazón, de la muerte fijada por la orden del paladar. Esa continuidad del sabor más allá de lo permitido es vivida como el decaimiento extremo de una vejez que nos duele contemplar: como al anciano que no encuentra consuelo en cama alguna.

    En contraste, el sabor ácido, que un vecino granjero de H. D. Thoreau describía como «de arco y flecha», parece anular toda idea de extensión del tiempo, de duración; ser puro presente.

    El filósofo norteamericano escribía sobre unas manzanas dulces, cogidas del árbol durante el paseo y que, de pronto, en el estudio, tenían un sabor tan tosco que hasta una ardilla o un arrendajo las habrían rechazado. «Estas manzanas han sido expuestas al viento, a las heladas y a la lluvia hasta que han absorbido las cualidades del tiempo o de la estación, y por eso están sazonadas, y nos penetran, nos muerden o nos impregnan con su espíritu». Por eso hay que comerlas en sazón, al aire libre.

    Qué bella expresión, «en sazón»: la estación ha entrado en la fruta, que se convierte en su representación.

    «Para apreciar los sabores silvestres y acres de estas frutas de octubre es necesario respirar el aire frío de octubre y de noviembre [...]. Lo que es agrio en casa una caminata vigorizante lo vuelve dulce. Algunas de estas manzanas deberían llevar la etiqueta Para comer en el viento».

    El signo del otoño cambia en la percepción del poeta francés Francis Ponge, cuyo paladar es invadido por la melancolía al contemplar la maceración de las hojas muertas en el agua de lluvia: «Al final, el otoño no es más que una tisana fría».

    Profundas emociones marcan el calendario de nuestro paladar de manera indeleble: la primera vez que tuvimos hambre, esta fue saciada por la leche materna. En nuestra memoria, la leche siempre está tibia, como si acabara de salir de la ubre de la vaca, e incluso, aunque no seamos conscientes de ello, del pecho materno. El reloj del paladar se pone en marcha con el sabor del calostro, el primer sabor, con el que fuimos amamantados, y todos los sabores posteriores guardan una deuda con él.

    El olor del pan que se cuece en el horno, indisociable de su sabor, pone en marcha un reloj y un calendario. El aroma bondadoso, que se va construyendo lentamente, circula por el reloj del olfato infantil, y queda también grabado en el calendario de la emoción, dispuesto a ser despertado cada vez que se repita el ritual de la cocción.

    Fernando Pessoa recordaba las meriendas infantiles en una quinta portuguesa, la llegada de la bandeja con el té y las tostadas, el sabor asociado a un tiempo feliz: «Dame esto otra vez, tal cual era, con el reloj tictaqueando al fondo, y guárdate para ti todos los Dioses. ¿Qué es para mí un Olimpo que no sabe a las tostadas del pasado? ¿Qué tengo yo que ver con unos dioses que no tienen mi reloj antiguo?».

    Casi podemos escuchar el tic-tac del reloj, soldándose en movimiento a los crujidos del pan tostado dentro de la boca del niño.

    De la misma forma, el sabor de un pedazo de magdalena, mojada en una taza de té, que cierto día Marcel Proust se lleva a la boca despierta unas coordenadas precisas de su memoria y pone en marcha un gigantesco reloj, cuyas manecillas giran en sentido inverso. Aquel sabor hace que el recuerdo de un acto repetido muchas veces durante su infancia leve anclas y ascienda a la superficie del presente con todo lo que estaba adherido a él.

    Se trata del mismo sabor que tenía el pedazo de magdalena que, cuando era niño, su tía le ofrecía cada mañana de domingo, después de mojarlo en su infusión de té o de tila.

    «... cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo».

    La reconstrucción de un recuerdo exige la restauración de los andamios temporales en los que este se sustenta. Después del saboreo de la magdalena, y antes de que esta fuera tragada y descendiera al estómago para su digestión en forma de alimento, se diría que el sentido del gusto llevó a cabo su propia digestión del tiempo.

    (del perfume a la naftalina, del tiempo en los dedos)

    El día de mercado de los pueblos, asignado durante años a un día fijo de la semana, que gira alrededor de una comarca, como en un reloj espacial, queda también asociado a los sabores y olores de sus mercancías, que cambian a lo largo de los meses del año.

    Las rutas marítimas se abren,

    abril, mayo, y el exquisito

    junio, que va chorreando miel.

    El poeta Tomas Tranströmer coloca al mes de junio en el paladar y lo llena de dulzor y de una textura que parece escurrirse por la lengua y desbordarla en una fiesta para el sentido del gusto.

    Un sabor estaba asociado a cada estación en la antigua China: el de la primavera era agrio; el del verano, amargo; el sabor del otoño era acre y el del invierno, salado.

    Por su parte, la primavera olía a moho; el verano, a quemado; el olor del otoño era fétido y el del invierno, hediondo.

    ¿Por qué renunciarían al perfume de las flores en primavera? ¿Tienen los olores elegidos un recorrido más largo? ¿Se dilatan más en el tiempo? ¿Nos cuesta más desprendernos de ellos, tal vez por la muerte que parecen portar consigo?

    Los campos se fertilizan con las hojas muertas, con los frutos no cosechados del árbol, con el excremento animal: lo que se desecha regresa a la rueda de la vida en forma de alimento. La elección de estos olores está tocada por la muerte: frente al efímero placer del perfume, parece preferirse el recordatorio de la caducidad.

    Lucrecio reflexionaba sobre la lentitud de los olores, que no podían viajar tan lejos como el sonido o la voz, por no hablar de las imágenes «que hieren las pupilas y provocan la visión. El olor, en efecto, es tardo en su andar y errabundo, y perece fácilmente, desgarrado a jirones, en las auras del aire».

    El olor de la persona que ha dejado de ser y que continúa vivo en su ropa. El armario convertido en la casa donde todavía podemos comunicarnos con ella, sin palabras, a través del olfato: el olor puesto en pie.

    Poco después de la muerte de su hermana, Mukai Kyorai, discípulo y amigo de Matsuo Bashō, decidió airear la ropa de verano de esta. En aquel mismo momento, recibió el poema que su maestro había escrito en su memoria:

    Airear la ropa

    de alguien que ha dejado de ser:

    limpieza de otoño.

    Frente al olor efímero de la rosa, que desearíamos consolidar en la magia del perfume, verdadero espejismo de un jardín, el olor del haiku es un perfume que pervive en la escritura y promete no evaporarse nunca.

    «Es este todavía el dominio de los chopos cuyo olor a hojas muertas en los prados de octubre, amargo, astringente, que recuerda a veces al de un barniz cuando se está secando, es el olor típico del Otoño del Valle». Estas palabras de Julien Gracq nos suben por la nariz, y nos llevan hasta el pincel que arrastra suavemente el barniz por la superficie de un mueble de madera.

    Ese olor astringente, ese olor que se va siempre, como el aroma de la rosa, no importa cuánto tiempo la mantengamos apretada contra la nariz y aspiremos en un rápido y ansioso bucle; ese aroma que no puede quedarse porque su naturaleza está ligada al tiempo.

    Cuando el escritor japonés Junichirō Tanizaki se refería a la pátina ennegrecida que dejan sobre un objeto los dedos humanos, con el paso de las generaciones, esta pátina retiene la vida del objeto de una forma muy distinta a la del barniz, que parece preservarlo del paso del tiempo en un brillante cofre. La resina es también una cosecha del tiempo, expresión fluida de un reloj oculto en el árbol.

    Por su parte, la cera aplicada al mueble de madera, día tras día, despierta al mismo árbol que fue abatido para su fabricación, le rinde un tranquilo homenaje en un ritual luminoso y fragante promovido por el tacto de una mano enamorada de la acción de frotar en el tiempo.

    Marcel Proust escribía sobre los hoteles provincianos en los que, las vidas de personas tan distintas a la suya han dejado su impronta en forma también de olor. De qué forma este puede espolear una imaginación con su tesoro de tiempo.

    Hoteles provincianos «... donde las habitaciones conservan un olor a cerrado que el aire libre va a lavar, aunque no lo borra, y que la nariz aspira cien veces para llevarlo a la imaginación, que se encanta con él, que lo hace posar como un modelo para intentar recrearlo en ella con todo lo que contiene de pensamientos y de recuerdos; donde por la noche, cuando abres la puerta de tu habitación, tienes la sensación de violar toda la vida que ha permanecido esparcida allí, tomarla osadamente de la mano cuando, cerrada ya la puerta, te adentras hasta la mesa o hasta la ventana...».

    El olor tiene tal entidad que posa como un modelo de carne y hueso; y establece una íntima relación con un artista del tiempo. Qué distinto al olor «incubado», negativo, del que huye Josep Pla. Algunas páginas del autor catalán hacen referencia a esa categoría de olor que equivale a una presencia, a un volumen que ocupa un espacio, ahogándolo.

    Cuenta el escritor cómo su madre, obsesa de la limpieza, ventilaba las habitaciones de la casa a todas horas, independientemente

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