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Fred Vargas
Fred Vargas (seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau, París, 1957), arqueóloga de formación, es mundialmente conocida como autora de novelas policiacas; ha escrito también el ensayo La humanidad en peligro. Además del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018, ha ganado los más importantes galardones, incluido el prestigioso International Dagger, que le ha sido concedido en tres ocasiones consecutivas. También ha recibido, entre otros, el Prix Mystère de la Critique (1996 y 2000), el Gran Premio de novela negra del Festival de Cognac (1999), el Trofeo 813, el Giallo Grinzane (2006) o el Premio Landernau Polar (2015). Sus novelas han sido traducidas a múltiples idiomas con un gran éxito de ventas, alguna de ellas incluso se ha llevado al cine. Siruela publica toda su obra en castellano.
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Comentarios para Sin hogar ni lugar
160 clasificaciones4 comentarios
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Mar 10, 2024
Would I read another book by this author?
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Who would I recommend it to?
Anyone who likes murder mysteries. It is particularly suitable to those who like cozy murder mysteries.
Did this book inspire me to do anything?
I looked up the location of Nevers on the map.
This is another enjoyable murder mystery from Fred Vargas. Her stories are great at evoking French social norms, informing the reader of the way the French policing structures differ from other countries, and bringing visions of Paris streets and landmarks to the reader's mind. Well, this reader's mind anyway. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
May 25, 2018
I am trying to understand why this book did not excite me as her earlier ones did. Was it because I know the quirky characters? I know the layout of the house? I have a sense of where Vargas will lead me? Or was it just because the newness of her wonderful storytelling has worn off, and I keep wanting more? In any case, I was happy, warmed, a bit on edge, but never guessing exactly where the road would lead. I 4-starred it because it's better than most, just not better that books one and two of Vargas. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Nov 4, 2017
I love the Vargas books for their quirkiness. This is a Three Evangelists novel and was actually written several years ago but only translated to English now. It's very short. I enjoyed it but I prefer the Adamsberg books. This has the quirkiness but for me just lacked something. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Apr 28, 2017
This is the last of the three novels featuring the "Three Evangelists", published between the first and second Adamsberg books. The former civil servant Louis Kehlweiler and his friend the retired prostitute Marthe, both introduced in Un peu plus loin sur la droite, reappear as key characters in this book as well.
Clément, a young man with learning difficulties, turns up on Marthe's doorstep. We learn that she acted as an informal foster-mother to him twenty years earlier when he was a neglected street-child, and she's the only person he can think of to turn to when he gets into trouble. The police are after him for the murder of two young women, but he maintains that he's innocent. Someone seems to have set him up, arranging that he's seen hanging around the women's flats and delivering gifts to them with his fingerprints on them...
Louis doesn't really believe this story, but he owes it to Marthe to help her protégé as far as he can, so he takes on the investigation, whilst Clément is stashed away in the Evangelists' house out of harm's way.
A clever and well-constructed crime story, with the emphasis, once again, more on the disentangling of the psychological roots of the crime than on physical evidence. And a lot of the usual comic business between Louis, the Evangelists, and the police, and even a small but entertaining role for Louis's pet toad. Fans of Flanders and Swann will be way ahead of the game when it comes to spotting the abstruse link between the murders.
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Sin hogar ni lugar - Fred Vargas
Índice
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Sin hogar ni lugar
Notas
Créditos
Sin hogar ni lugar
I
El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6.
Louis Kehlweiler lanzó el diario sobre la mesa. Ya había visto bastante y no tenía intención de abalanzarse a la página seis. Más tarde, quizá, cuando todo el asunto se hubiera enfriado, recortaría el artículo y lo archivaría.
Fue a la cocina y se abrió una cerveza. Era la penúltima de la reserva. Se escribió una «C» mayúscula a bolígrafo en el dorso de la mano. En plena canícula de julio, era inevitable que aumentara notablemente el consumo. Por la noche, leería las últimas noticias sobre los cambios ministeriales, la huelga de ferroviarios y los melones tirados en la carretera. Y se saltaría tranquilamente la página seis.
Camisa abierta y botella en mano, Louis se puso de nuevo manos a la obra. Estaba traduciendo una voluminosa biografía de Bismarck. Pagaban bien, y tenía intención de vivir varios meses a costa del canciller del Imperio. Avanzó una página y se interrumpió, con las manos suspendidas sobre el teclado. Su pensamiento había abandonado a Bismarck para ocuparse de una caja de guardar zapatos, con tapa, que daría apariencia de orden al armario.
Un tanto irritado, echó la silla hacia atrás, dio unas zancadas por la habitación, se pasó la mano por el pelo. Caía la lluvia en el tejado de zinc, la traducción avanzaba bien, no había razón para preocuparse. Pensativo, deslizó un dedo por el lomo de su sapo, que dormía encima de su mesa de trabajo, instalado en la cesta de los lápices. Se inclinó y leyó en voz baja, en la pantalla, la frase que estaba traduciendo: «Es poco probable que Bismarck concibiera ya a principios de ese mes de mayo...». Y su mirada se posó sobre el periódico doblado encima de la mesa.
El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6. Muy bien, pasando. No era asunto suyo. Volvió a la pantalla, donde lo esperaba el canciller del Imperio. No tenía por qué ocuparse de la página seis. Simplemente, no era su trabajo. Ahora su trabajo consistía en traducir cosas del alemán al francés y decir lo mejor posible por qué Bismarck no había podido concebir a saber qué a principios de ese mes de mayo. Una actividad tranquila, alimenticia e instructiva.
Louis tecleó unas veinte líneas. Iba por «pues nada indica, efectivamente, que aquello lo ofendiera entonces», cuando se interrumpió de nuevo. Su pensamiento había vuelto a picotear en el asunto de la caja y trataba obstinadamente de resolver el tema del montón de zapatos.
Se levantó, sacó la última cerveza de la nevera y bebió a morro, a tragos cortos, de pie. Para qué engañarse. El que sus pensamientos se empecinaran en idear soluciones domésticas era una señal que debía tener en cuenta. A decir verdad, la conocía bien, era señal de debacle. Debacle de los proyectos, retirada de las ideas, discreta zozobra mental. No era tanto el hecho de que pensara en su montón de zapatos lo que lo preocupaba. Cualquier hombre puede verse en la tesitura de pensar en ello de pasada, sin que sea dramático. No, era el hecho de que pudiera disfrutar con ello.
Louis tomó dos tragos. Las camisas también, había pensado en ordenar las camisas no hacía ni una semana.
No cabía duda, era la debacle. Sólo los tipos que no saben qué coño hacer con sus vidas se ocupan de reorganizar a fondo su armario, a falta de poder arreglar el mundo. Dejó la botella en el bar y fue a examinar el periódico. Porque al fin y al cabo, si se encontraba al borde de la calamidad doméstica, de la reorganización toda la casa, de arriba abajo, era por esos asesinatos. No era por Bismarck, no. No tenía grandes problemas con ese tipo que le daba de qué vivir. No era ésa la cuestión.
La cuestión eran esos puñeteros asesinatos. Dos mujeres muertas en dos semanas, de las que hablaba todo el país, y en las que pensaba intensamente, como si tuviera derecho de pensamiento sobre ellas y su asesino, cuando en realidad no era asunto suyo en absoluto.
Después del caso del perro en la reja de un árbol¹, había tomado la decisión de no volver a inmiscuirse en los crímenes de este mundo, porque le parecía ridículo iniciar una carrera de criminalista sin sueldo, con la excusa de haber adquirido malas costumbres en sus veinticinco años de investigaciones en Interior. Mientras estuvo contratado, consideró lícito su trabajo. Ahora que ya sólo dependía de su humor, le parecía que estaba tomando un sospechoso cariz de buscador de mierda y de cazador de cabelleras. Huronear por su cuenta en el crimen, sin que nadie se lo hubiera pedido, abalanzarse sobre los periódicos, amontonar artículos, ¿en qué se estaba convirtiendo sino en una escabrosa distracción y una dudosa razón para vivir?
Así fue como Kehlweiler, un hombre más dado a sospechar de sí mismo que de los demás, había dado la espalda a ese voluntariado del crimen, que de repente le parecía oscilar entre la perversión y lo grotesco, y hacia el que tenía visos de tender la parte sospechosa de sí mismo. Pero ahora, estoicamente abocado a tener a Bismarck como única compañía, sorprendía a su pensamiento regodeándose en el dédalo de la futilidad doméstica. Se empieza con cajas de plástico y no se sabe cómo acaba la cosa.
Louis tiró la botella vacía a la basura. Echó una ojeada a su mesa de trabajo, donde reposaba amenazante el periódico doblado. El sapo Bufo había salido provisionalmente de su sueño para ir a instalarse encima. Louis lo levantó con suavidad. Consideraba que su sapo era un impostor. Simulaba hibernar, y encima en pleno verano, pero era una farsa, se movía en cuanto uno dejaba de mirarlo. A decir verdad, al pasar a la condición de animal doméstico, Bufo había perdido todo su saber acerca de la hibernación, pero se negaba a reconocerlo porque era orgulloso.
–Eres un purista imbécil –le dijo Louis volviendo a dejarlo en la cesta de los lápices–. Tu hibernación de pacotilla no impresiona a nadie, a ver qué te crees. Tú haz lo que sepas hacer y punto.
Con mano lenta, deslizó el periódico hacia sí.
Vaciló un instante y lo abrió en la página seis. El asesino deja su segunda víctima en París.
II
Clément empezaba a sentir pánico. En ese preciso momento le habría venido bien ser listo, pero Clément era un imbécil, todo el mundo se lo decía desde hacía más de veinte años. «Clément, eres un imbécil, haz un esfuerzo.»
Ese viejo profe del reformatorio se había esforzado mucho. «Clément, trata de pensar en más de una cosa a la vez; por ejemplo, en dos cosas a la vez, ¿entiendes? Por ejemplo, el pájaro y la rama. Piensa en el pájaro que se posa en la rama. Punto a, el pájaro; punto b, el gusano; punto c, el nido; punto d, el árbol; punto e, clasificas las ideas, las relacionas, imaginas. ¿Captas el truco, Clément?»
Clément suspiró. Le llevó días entender qué pintaba el gusano en todo eso.
Deja de pensar en el pájaro, piensa en hoy. Punto a, París; punto b, la mujer asesinada. Clément se limpió la nariz con el dorso de la mano. Le temblaba el brazo. Punto c, encontrar a Marthe en París. Llevaba horas buscándola, preguntando por ella en todas partes, a todas las prostitutas que había encontrado. Lo menos veinte, o cuarenta; en fin, muchas. Era imposible que nadie se acordara de Marthe Gardel. Punto c, encontrar a Marthe. Clément reanudó su camino, sudando en ese calor de principios de julio, con su acordeón azul bien sujeto bajo el brazo. Igual se había ido de París, su Marthe, en esos quince años que él había pasado fuera. O igual estaba muerta.
Se paró en seco, en medio del bulevar Montparnasse. Si se había ido, si estaba muerta, entonces para él se jodió todo. Se jodió, se jodió todo. Sólo Marthe podía ayudarlo; sólo Marthe podía esconderlo. La única mujer que nunca lo había llamado cretino, la única que le acariciaba el pelo. Pero ¿de qué sirve París, si aquí no se encuentra a nadie?
Clément se colgó el acordeón del hombro, tenía las manos demasiado húmedas para llevarlo bajo el brazo, tenía miedo de que se le resbalara. Sin su acordeón y sin Marthe, y con la mujer asesinada, se jodió todo. Paseó la mirada por el cruce. Localizó a dos prostitutas en una callecita diagonal, y eso le dio ánimo.
Apostada en la calle Delambre, la joven vio dirigirse hacia ella un individuo feo y mal vestido, con una camisa demasiado corta que le dejaba las muñecas al aire, una bolsa a la espalda, de unos treinta años y pinta de tarado. Se crispó; había tipos que convenía evitar.
–Yo no –dijo sacudiendo la cabeza cuando Clément se detuvo delante de ella–. Prueba con Gisèle.
La joven le señaló con el pulgar a una compañera situada tres edificios más allá. Gisèle llevaba treinta años en el oficio, estaba curada de espanto.
Clément abrió mucho los ojos. No le apenaba verse rechazado antes de haber pedido nada. Ya estaba acostumbrado.
–Busco a una amiga –dijo con dificultad– que se llama Marthe. Marthe Gardel. No sale en la guía.
–¿Una amiga? –preguntó la joven con desconfianza–. ¿Y no sabes dónde trabaja?
–Ya no trabaja. Pero antes era la más guapa, en Mutualité. Marthe Gardel, todo el mundo la conocía.
–Yo no soy todo el mundo, ni soy el listín. ¿Para qué la buscas?
Clément retrocedió. No le gustaba que le hablaran demasiado fuerte.
–¿Para qué la busco? –repitió.
No tenía que hablar demasiado, ni llamar la atención. Sólo Marthe podría comprenderlo.
La joven meneó la cabeza. Ese tipo era realmente un tarado, y hablaba como un tarado. Había que mantenerlo a raya. Al mismo tiempo, daba un poco de pena. Lo miró dejar su acordeón en el suelo, con sumo cuidado.
–Esa Marthe, si no he entendido mal, ¿era del oficio?
Clément asintió.
–Bueno. No te muevas.
La joven se dirigió hacia Gisèle arrastrando los pies.
–Ahí hay un fulano que busca a una amiga suya, una jubilada de Maubert-Mutualité. Marthe Gardel, ¿te suena? En cualquier caso, en la guía ya no sale.
Gisèle levantó la barbilla. Sabía muchas cosas, cosas que hasta la mismísima guía telefónica ignoraba, y eso le hacía sentirse importante.
–Mira, Line, chata –dijo Gisèle–, quien no ha conocido a Marthe puede decirse que no ha conocido nada. ¿Es el artista ése? Dile que venga, ya sabes que no me gusta dejar mi portal.
Desde lejos, la joven Line hizo una seña. Clément sintió palpitar su corazón. Recogió su instrumento y corrió hacia la gorda Gisèle. Corría mal.
–Pinta panoli –diagnosticó Gisèle en voz baja dando una calada. Levantando la cabeza, con el pitillo en las últimas.
Clément repitió la maniobra del acordeón a los pies de Gisèle y levantó la mirada.
–¿Preguntas por la vieja Marthe? ¿Qué quieres de ella? Porque no va a verla cualquiera así por las buenas, por si no lo sabes. Es monumento nacional, hay que llevar autorización. Y tú tienes una pinta un poco especial, no es por nada. No quiero que le pase ninguna desgracia. ¿Qué quieres de ella?
–¿La vieja Marthe? –repitió Clément.
–¿Qué pasa? Tiene más de setenta años, ¿no lo sabías? ¿La conoces, sí o no?
–Sí –dijo Clément retrocediendo medio paso.
–¿Y yo cómo lo sé?
–La conozco, me lo enseñó todo.
–Es su trabajo.
–No. Me enseñó a leer.
Line se echó a reír. Gisèle se volvió hacia ella con expresión severa.
–No te rías, idiota. No sabes nada de la vida.
–¿Te enseñó a leer? –preguntó con más suavidad a Clément.
–Cuando era pequeño.
–Ahora que lo dices, le pega. ¿Qué quieres de ella? ¿Cómo te llamas?
Clément hizo un esfuerzo. Estaba lo del asesinato, la mujer muerta. Tenía que mentir, inventar. «Punto e, imagina.» Eso era lo más difícil de todo.
–Quiero devolverle un dinero.
–Eso –dijo Gisèle– se puede arreglar. Siempre anda apurada, la vieja Marthe. ¿Cuánto?
–Cuatro mil –dijo Clément al buen tuntún.
Esta conversación lo cansaba. Era un poco rápida para él, tenía un miedo tremendo de decir lo que no debía.
Gisèle reflexionó. El tipo era extraño, no cabía duda, pero Marthe sabía defenderse. Y cuatro mil son cuatro mil.
–Bueno, te creo –dijo–. ¿Sabes los libreros de viejo de los muelles?
–¿Los muelles? ¿Los muelles del Sena?
–Pues claro que del Sena, so manta, los muelles. Ni que hubiera cuatrocientos en el mundo. O sea, los muelles, en la orilla izquierda, a la altura de la calle de Nevers, no tienes pérdida. Tiene un puestecillo de libros, se lo consiguió un amigo suyo. Es que a la vieja Marthe no le gusta estar tocándose las narices. ¿Te acordarás? Porque pinta de lumbrera no tienes, no es por nada.
Clément la miró fijamente sin contestar. No se atrevía a preguntar de nuevo. Y eso que el corazón le aporreaba el pecho; había que encontrar a Marthe, todo dependía de eso.
–Ya veo –suspiró Gisèle–. Voy a apuntártelo.
–Eres demasiado buena –dijo Line encogiéndose de hombros.
–Cállate –volvió a decirle Gisèle–. No tienes ni idea.
Hurgó en su bolso, sacó un sobre vacío y un resto de lápiz. Escribió con claridad, con letra grande, tenía la impresión de que el chaval no era muy listo.
–Con esto la encontrarás. Dale recuerdos de Gisèle, de la calle Delambre. Y nada de tonterías. Me puedo fiar de ti, ¿no?
Clément asintió. Se metió rápidamente el sobre en el bolsillo y recogió el acordeón.
–Mira –dijo Gisèle–, tócame una canción, que vea yo que no es trola. Así me quedo más tranquila, no es por nada.
Clément se colgó su instrumento y desplegó concienzudamente el fuelle, sacando un poco la lengua. Y se puso a tocar, mirando al suelo.
«Ya ves», pensó Gisèle mientras lo escuchaba, «ríete tú de los lelos. Éste era un músico de verdad. Un auténtico lelómano».
III
Clément dio efusivamente las gracias y volvió hacia Montparnasse. Eran casi las siete de la tarde, y Gisèle había dicho que tenía que darse prisa si quería pillar a la vieja Marthe antes de que cerrara el tenderete. Tuvo que preguntar el camino varias veces enseñando el papel. Por fin, la calle de Nevers, el muelle y los cajones de madera verde repletos de libros. Escrutó los puestos, no veía nada que le resultara familiar, había que pensar de nuevo. Gisèle había dicho setenta años. Marthe se había convertido en una anciana, no tenía que buscar a la señora de pelo castaño de sus recuerdos.
De espaldas, una mujer mayor, de pelo teñido y ropa de colores vivos, estaba plegando una sillita de lona. Se volvió, y Clément se llevó los dedos a los labios. Era su Marthe. En viejo, de acuerdo, pero era su Marthe, la que le acariciaba el pelo sin llamarlo cretino. Se limpió la nariz y cruzó en verde gritando su nombre.
La vieja Marthe examinó al joven que la llamaba. El tipo parecía conocerla. Un hombre sudado, bajito y flaco, con un acordeón azul debajo del brazo, que llevaba como si fuera una maceta. Tenía la nariz grande, la mirada vacía, la piel blanca, el pelo claro. Clément se había plantado delante de ella, sonreía, lo reconocía todo, estaba salvado.
–¿Sí? –preguntó Marthe.
Clément no se había imaginado que Marthe no lo reconocería, y volvió a sentir pánico. ¿Y si Marthe lo había olvidado? ¿Y si Marthe lo había olvidado todo? ¿Y si había perdido la cabeza?
La mente se le había vaciado, ni siquiera se le ocurrió decir su nombre. Dejó su acordeón en el suelo y buscó febrilmente su cartera, de la que sacó con precaución su carnet de identidad y se lo enseñó a Marthe con gesto inquieto. Le encantaba su carnet de identidad.
Marthe se encogió de hombros y miró el carnet desgastado. Clément Didier Jean Vauquer, veintinueve años. Vale, ni idea. Observó al joven de mirada turbia y sacudió la cabeza, un tanto disgustada. Luego volvió al carnet, y al joven, que resollaba. Sintió que tenía que hacer un esfuerzo, que el tipo anhelaba desesperadamente algo. Pero ese rostro flaco, tiñoso y asustado, no lo había visto nunca. Y sin embargo, esos ojos en los que casi asomaban las lágrimas y esa ansiosa expectación le sonaban. La mirada vacía, las orejas pequeñas. ¿Un antiguo cliente? Imposible, demasiado joven.
El hombre se limpió la nariz con el dorso de la mano, con el gesto rápido del niño que no tiene pañuelo.
–¿Clément...? –murmuró Marthe–. ¿El pequeño Clément…?
¡Pues claro, caray, el pequeño Clément! Marthe plegó apresuradamente los postigos de madera del puesto, cerró con llave, cogió su silla plegable, su periódico, dos bolsas de plástico y se llevó con celeridad al joven tirándole del brazo.
–Ven –le dijo.
¿Cómo había podido olvidar su apellido? Hay que decir que no lo usaba nunca. Lo llamaba Clément y ya está. Lo arrastró cinco metros más lejos, hasta el aparcamiento del Institut, donde volvió a dejar sus cachivaches entre dos coches.
–Aquí estaremos más tranquilos –explicó.
Aliviado, Clément se dejaba llevar.
–¿Lo ves? –prosiguió Marthe–, te dije que en el futuro me sacarías una cabeza y no querías creerme. ¿Quién tenía razón? No ha pasado tiempo ni nada... ¿Qué años tenías? Diez. Y un buen día, el hombrecito se esfumó. Deberías haberme dado noticias. No quiero hacerte reproches, pero es verdad.
Clément abrazó a la vieja Marthe, y Marthe le dio unas palmadas en la espalda. Desde luego, olía a sudor, pero era su pequeño Clément, y además Marthe no era maniática. Estaba feliz de volver a verlo, a ese niño al que durante cinco años había intentado enseñar a leer y a hablar como está mandado. Cuando lo conoció en la acera, siempre abandonado en la calle por el cabrón de su padre, no decía ni mu, sólo mascullaba: «Me da igual; de todos modos, iré al infierno».
Marthe lo miró, inquieta. Parecía hecho polvo.
–Tú no estás bien –declaró ella.
Clément se había sentado en un coche, con los brazos colgando. Miraba fijamente el periódico que Marthe había dejado encima de sus bolsas de plástico.
–¿Has leído el periódico? –articuló.
–Voy por el crucigrama.
–¿Has visto lo de la mujer asesinada?
–Ya lo creo que lo he visto. Todo el mundo lo ha visto. Menuda salvajada.
–Me buscan, Marthe. Tienes que ayudarme.
–¿Quién te busca, hijo?
Clément hizo un gran gesto circular.
–La mujer asesinada –repitió–. Me andan buscando. Me han puesto en el periódico.
Marthe desplegó bruscamente la silla de lona y se sentó. El corazón le latía en las sienes. Ya no eran las imágenes del niño estudioso las que le volvían a la memoria, sino todas las gilipolleces que había ido acumulando Clément entre los nueve y los doce años. Los robos, las peleas en cuanto lo llamaban imbécil, los coches rayados, las
